Nueva ley, nuevo camino para prolongar la explotación. El ministro de Fomento, Sr. Blanco, ha decidido inyectar, si mi percepción es válida, nuevos recursos monetarios en la estructura bancaria española sin recurrir al escandaloso y cada vez más comprometido socorro del Estado y, de paso, supongo que crear un nuevo canal de ingresos para una administración pública que no acierta con el modo de reducir decentemente el déficit estatal.
Todo ello se intentará mediante una proyectada ley que obligará a la revisión y rehabilitación de las viviendas que tengan más de cuarenta años de vida. El argumento para llevar al Parlamento esta norma evidentemente prevaricadora es peregrina e infantilmente insultante por parte del Sr. Blanco: se trata de ajustarse, subespecie de modernización del país, a la solemnemente denominada ley de economía sostenible, que no encuentra su propio camino para generar un mínimo producto nacional avanzado y que por ello precisa nutrirse con renovadas extorsiones y exigencias a la misma ciudadanía a la que se desprotegió ante el abuso financiero que no tardó en producir la catástrofe del ladrillo. Entonces se engañó a los ciudadanos jugando con la histórica ambición española de la propiedad inmobiliaria tanto como habitación que como negocio.
Fue la colosal estafa del ladrillo que hizo hocicar a los propios bancos que jugaron a fondo con el ardid de esa propiedad a conciencia de la inmoralidad profunda e insidiosa de la oferta. La economía española basculó una vez más sobre la primitiva renta de la tierra, en forma de suelo edificado, y se colocó la trampa en la misma vida diaria de los españoles. Ahí están sangrantes todavía las heridas de este gigantesco fraude.
Ahora quieren repetir la repulsiva maniobra recurriendo otra vez al ladrillo ya que la economía española no puede enderezarse con el recurso a otros instrumentos productivos. Euskadi y Catalunya, las únicas tierras peninsulares con un apreciable sistema nervioso industrial, no pueden con el peso de una España aún ruralizada o pendiente de unos servicios turísticos que volverán a debilitarse tan pronto se apaguen los movimientos de liberación social en países del Magreb o de Oriente próximo. Pero en esta ocasión no se intenta siquiera engañar intelectualmente al español desquiciado por los ofrecimientos de la vivienda fácil o del negocio sin riesgo. Esta vez se exigirá por ley que el español, gato ya escaldado para dejarse la piel en el mismo cepo, costee obligatoriamente con torrenciales créditos bancarios, a los que se dará un engañoso tono social, una reestructuración obligatoria de las viviendas que habita penosamente en la mayoría de los casos. La modernización del parque de viviendas constituirá una inicua y gran exacción amparada en el mito de la cacareada economía sostenible, que pretende ahora ser el aparato que salve del definitivo naufragio al insaciable neoliberalismo español.
E l nuevo despojo que prepara el Gobierno de Madrid supondrá obviamente una serie de tasas por inspección, un recurso inevitable a la banca por los particulares y una serie de sanciones, que pueden ser muy graves, por incumplimiento de la drástica y obscena norma. Esta vez no se trata, pues, de empujarnos a una adquisición engañosa, sino de forzar hasta la ruina la ya exhausta bolsa del ciudadano ¿Puede hablarse de atraco político en un caso como este? Yo estimo que se puede, en un adecuado uso del lenguaje popular. Lograr que la tambaleante Banca española pueda presentar una repintada fachada por tan abominable procedimiento resulta de una desfachatez clamorosa. Esa Banca ya no puede proseguir la captura salvadora de activos de otros países mediante unas absorciones bancarias insostenibles en todas sus dimensiones ni puede tampoco afrontar sus deudas recurriendo a un Gobierno que por su parte precisa convencer a las instituciones internacionales de que estamos ante un futuro reconfortante en cuanto se refiere al déficit estatal. Madrid necesita dinero, la Banca protegida por Madrid ‑ahora curiosamente socialista- necesita también un dinero que ya no hay.
Por tanto se debe buscar ese dinero por procedimientos forzados y se hará mediante un invento crediticio que acabará generando el derrumbe de lo que aún queda en pie. Dinero barato, proclamará el Sr. Blanco, ese gallego con visión de aldea amanillada; dinero fácil por milagreo de un socialismo que pregona su voluntad social mientras acaba con las ayudas a los parados, vende los mejores activos públicos y entrega a la codicia de la mafia financiera internacional el porvenir de unos ciudadanos que, como siempre sucede en España, no podrán ver ni una débil luz de esa restauración consagrada al futuro imperfecto. Gramática parda la suya, Sr. Blanco. Repito: gramática parda para unas parroquias controladas por los caciques, por el dinero usurario de unos ricos secundum modo y por la mano amenazadora de unos tribunales a los que se entregan leyes envenenadas para su irracional cumplimiento. Algún día, si no vuelven a encandilar con una nueva y falsa transición al pueblo desnortado por la quinta columna de los cínicos, deberán ustedes, socialistas y «populares», rendir cuentas ante la ciudadanía airada. Y espero para esa ciudadanía una Plaza Tahrir española, si es que España está decidida a entrar en el uso de un comportamiento aceptablemente maduro. Toca ya. Son muchos siglos los que llevan los españoles de obediencia abstrusa y de sometimiento agostador.
No he visto, pese a su perverso perfil social, que la crítica a una ley tan absurda como extemporánea se haya iniciado en los grandes medios informativos que, por otra parte, sirven tan fielmente al régimen a fin de prolongar su existencia y destinan sus mejores profesionales a las bataholas internas, duelos y quebrantos entre los aparatos de los partidos políticos. Por lo visto esos medios no vieron llegar, al menos en su inmensa mayoría, la tragedia que suponía la burbuja inmobiliaria ni el subsiguiente y mortal accidente financiero que ha acogotado a un sistema que no puede dar ya de sí cosa alguna apreciable. La burbuja estalló de la noche a la mañana y ahora los dirigentes políticos, financieros y sociales, como son en el último caso los que lideran los corrompidos sindicatos estatales e internacionales, apartan de sí la responsabilidad tremenda embadurnándose unos a otros y enarcando con sorprendido gesto las cejas.
Pues bien, la gran ola está pasando sobre la última fase del liberalismo, la fase de la gran y esterilizante concentración de poderes, y a ella quiere hacerse frente vendiendo de nuevo, pero esta vez a lo grande, la piel de los trabajadores. En este caso se procede torpemente ‑la tradicional torpeza de los políticos españoles- con leyes exactoras que recuerdan las que aplastaban a los campesinos y ciudadanos de las pequeñas ciudades indefensas en tiempos en que el poder real era omnipotente ¿Lo es aún? Y si ese poder sigue activo, ¿qué formas reviste y desde que honduras opera? Sería cuestión de que los grandes expertos midieran la onda implosiva del modelo burgués de existencia ¿Cuántos años hemos retrocedido?
En fin, hay que entregar más y más dinero a quienes hablan con falsedad evidente de poseer fondos financieros interminables que demuestran la capacidad y fortaleza del modelo, mientras el día a día real de los habitantes convertidos de nuevo en súbditos se desgarra por la brecha de las necesidades más elementales. Hay que decir dos cosas desde la calle: que el sistema institucional ha devenido en una colosal estafa y que frente al monumental engaño toda respuesta irritada posee un corazón justo.