Pasa algo desapercibida en los medios la situación imperante en este reino de 33 islas, 1,2 millón de habitantes y menos de 700 kilómetros cuadrados. No para la Casa Blanca: Bahrein tiene petróleo y está ubicado en un punto estratégico del superestratégico Golfo Pérsico. En el 2002 fue designado “un aliado no miembro de la OTAN muy importante”, en marzo del 2008 se convirtió en el primer país árabe que comandó maniobras navales conjuntas con EE.UU., en diciembre del 2008 envió a Afganistán una compañía de sus fuerzas especiales de seguridad y es calificado “líder del Consejo Coordinador del Golfo”, según cables de la embajada estadounidense en Manama filtrados por Wikileaks (www.washingtonpost.com, 22−2−11). Tiene buenas notas en las libretas del Pentágono.
Hace 40 años que el primer ministro Khalifa bin Salman al Khalifa, con las bendiciones de su tío, el rey, ejerce un poder despótico sobre el país. La familia Al Khalifa es otra de las autocracias que cuentan con el apoyo de EE.UU. en la región. El lunes 14 de febrero fue el “Día de la Furia” local contra un régimen que practica la marginalización, el sectarismo y la represión indiscriminada. La manifestación era pacífica, pero la policía disparó con fuego real. Hubo muertos y heridos, y miles ocuparon la plaza central de Manama. En la madrugada del jueves, mientras dormían, fueron atacados con bastones, gas lacrimógeno y pistolas: cinco muertos y más de 2000 heridos (www.asiatimes.com, 20−2−11). No todos pudieron acudir al Hospital Salmaniya: la policía impidió el paso de las ambulancias, sacó a los paramédicos de los vehículos y los golpeó brutalmente.
Es un ejercicio conocido en Bahrein. El año pasado fueron detenidos 450 líderes religiosos, figuras de la oposición y activistas de los derechos humanos que demandaban el fin de las torturas infligidas a los presos políticos: la mitad fue acusada de intentar un golpe de Estado y 25 personas, de “relacionarse con organizaciones extranjeras y proporcionarles información falsa sobre el reino”. Denunciaron que los torturaron antes de someterlos a juicio y los examinaron médicos del gobierno que concluyeron que las heridas, cortes, quemaduras y huellas de fuertes golpes en los cuerpos de los detenidos no eran el resultado de la tortura. Bahrein tiene un sistema médico avanzado, pero ni un solo médico que reconozca esas trazas.
Sólo unos 530.000 habitantes son nacionales y un 70 por ciento de éstos, chiítas, pero la dinastía reinante desde hace dos siglos es sunnita. Esto da pie a una discriminación espesa: los primeros constituyen el 80 por ciento de la fuerza de trabajo, pero ninguno de ellos labora en la administración pública. Más de dos tercios de los mil agentes del aparato de seguridad nacional son de origen jordano, egipcio, paquistaní y el resto, sobre todo sunnitas. Es jordano el “maestro” en materia de torturas. En el informe mundial de Human Rights Watch presentado este año se reitera que continúan los tormentos infligidos a opositores políticos y la violación de niños en cárceles y puestos policiales (www.hrw.org, 24111). Pero el Pentágono instaló dos baterías antimisiles en Bahrein, un radar costero, aviones de combate en la base Isa y 2500 marines en Manana. No es cuestión de despreciar: Irán está cerca.
La Casa Blanca sigue con preocupación y en particular la situación en Bahrein. Con los ejemplos de Túnez y Egipto a la vista, el presidente Obama, la secretaria de Estado, Hillary Clinton; el jefe del Pentágono, Robert Gates; y el asesor de seguridad nacional Thomas Donildon llamaron incesantemente al rey y a otros miembros de la familia real ‑también a dirigentes de los países del Golfo- para instarlos a no reprimir y a negociar con la oposición algunas reformas políticas (www.washingtonpost.com, 19−2−11). Washington teme que el peso numérico de los tan excluidos chiítas dé cobijo a aventuras de al Qaida y al parecer no comprende algo muy sencillo: la mejor vacuna contra el terrorismo no es la intervención militar, sino la democratización de estos países.
Algo hay que reconocerle, sin embargo: su largo sostén a dictadores árabes de todo pelaje ha contribuido a sembrar las semillas de protestas populares espontáneas, no organizadas por partido alguno y laicas, que demandan trabajo, un alto a la pobreza, mejoras sociales y democracia. La familia real construyó una farsa en este campo: los diputados surgen de elecciones ‑controladas‑, pero el Consejo Shura o Senado puede rechazar cualquier ley aprobada por la Cámara baja. Y no hay sorpresas: el rey elige a los miembros del Shura.
Los manifestantes cantaban en la plaza “Ni chiítas ni sunnitas, sólo bahreinitas”. Esta suerte de nuevo panarabismo rechaza las guerras de religión entre connacionales.