Me encuentro esta semana con un Harald Martenstein pensativo y de ceño fruncido, y tras pedir dos cosecheros en la barra desgrana su vivencia:
“Quizá fuimos amigos durante un tiempo, quizá más bien unos buenos compañeros. Yo vivía en Stuttgart y era, entre otras cosas, reportero de juzgado. Él corresponsal en Stuttgart del periódico Tageszeitung. Por entonces jugaba todavía papel muy importante el encuadre político de uno. Para él no tenía importancia, era capaz de enrollarse con todos: un tipo alto, ensortijado, amable, con humor, simpático, de buena presencia, creo que deseado, atracción y miel de mujeres. De vez en cuando tomábamos un vino juntos. Escribió a menudo sobre procesos judiciales, sobre terroristas, nazis, asesinos. Le interesaban cuestiones de responsabilidad y culpa. A veces es meramente circunstancial el posicionarse del lado del autor o de la víctima, es algo que aprende todo reportero de juzgado, a menudo hablamos de esto. Luego nos perdimos de vista. Marchó como corresponsal de guerra a los Balcanes.
Años después asesoré en otro periódico la página de niños y él de pronto se anunció de nuevo. Estaba en el Tigerrenten Club, un programa de niños en televisión, y propuso que nuestra página de niños colaborara con el programa. Lamentaba no tener hijos carnales, creo que había adoptado dos o tres pero no recuerdo con exactitud. El trabajo conjunto hizo que recibiéramos textos gratis y los remitiéramos al programa y, por contra, niños que leían nuestro periódico asistían como invitados al Tigerenten Club. No sé por qué pero acabó la colaboración tras un tiempo. Que recuerde, no se dio ninguna circunstancia especial. Meses después moría de cáncer, tenía 64 años.
La cuestión es que hace unos días he leído que era un violador de niños, un pederasta. Antes de ser periodista dio clases en el colegio de triste memoria de Odenwald[i], donde la lista de víctimas es larga y donde también él almacenaba pornografía infantil. En un artículo sobre él se sospechaba que, debido a esta inclinación, se marchó como reportero de guerra a los Balcanes, labor que, para quien le conociera, resultaba un tanto extraña. Quizá quisiera desaparecer o distanciarse. O, quién sabe, quizá en los Balcanes le resultara más fácil acceder a niños. O, por qué no, quizá la guerra le sirvió de una especie de terapia. Nunca sabremos.
Lo cierto es que son muchos los que escriben sobre él en periódicos y en Internet. Tal vez es el primer pederasta a quien algunos periodistas conocían bien o muy bien. Todos le querían. Nadie notó nada extraño en él. Uno, que afirma ser uno de sus mejores amigos, escribió: “Me sentí enormemente engañado por el amigo. Ahora me gustaría escupirle a la cara mi desprecio. Hasta ahora colgaba su foto sobre mi escritorio, pero en adelante se acabó”.
A mí me parece que la esencia de la amistad, o del amor, consiste en no cerrar la persiana en una situación así. El ejemplo más nítido es el propio hijo, que un día se convierte en asesino y del que uno, a pesar de todo –espero- no se aparta. Le atiende, le asiste, le ayuda. El hecho nada tiene que ver con aprobar o consentir su acción ni, tampoco, con quitarle importancia.
¿Qué haría yo en su situación?
Lo cierto es que una inclinación así no se escoge. Más bien todo depende de si uno es capaz de superar su vergüenza y tener el coraje de desahogarse, de revelar y manifestar su tendencia. No estoy seguro que yo fuera capaz. Pero sí digo que si yo hubiera sido su mejor amigo ahora no descolgaría su foto, sino que me pondría delante del espejo y me preguntaría el tipo de amigo que fui para él”.
Lo cierto es que Harald siempre tiene alguna palabra blanca en la lengua.
Mikel Arizaleta, 17 827 048
[i] Según un informe de instrucción de 2010 en el colegio de alto standing de Odenwald profesores pedófilos habrían abusado sexualmente y de manera sistemática de alumnos y alumnas durante décadas. Se calcula que entre 1965 y 1998 al menos 132 niños y jóvenes fueron víctimas de estos abusos.