Sastre.- Este año se cumplen los quinientos del nacimiento de un gran heterodoxo que nos dejó como herencia una gran lección, y lo hizo ardiendo en una hoguera. Sombra.- ¡Pues bien empieza usted! ¿No encontró mejor modo que arder para dejar su lección?
Sastre.- No te rías, Sombra, no te rías, que ahora no es de reír y estoy hablando en serio.
Sombra.- ¿Se cree que no lo sé? Está hablando de aquel médico Miguel Servet. Usted ha escrito su vida («Flores rojas para Miguel Servet») y una obra de teatro sobre ese personaje («M.S.V. o La sangre y la ceniza»); a ver si no es cierto.
Sastre.- Sólo que ese «personaje» fue una persona real en el siglo XVI.
Sombra.- Yo no he dicho otra cosa; y tampoco me reía al referirme a eso de dar una lección… «ardiendo». (Pero se le escapa una risa). ¿Y en qué sentido era un maestro?
Sastre.- Fue un maestro de intelectuales, pero, eso sí, de muy distinta índole que, por ejemplo, Galileo Galilei. ¿Ya pillas?
Sombra.- Más bien, ya recuerdo. Fue una discusión que tuvieron ustedes cuando discutían, o sea, en otro tiempo.
Sastre.- El tema que se planteaba era éste: ¿Qué es lo que deben hacer los intelectuales en tiempo de persecución de las ideas? ¿Defender las suyas ante la tortura y hasta la muerte, como hizo Servet, o defender su cuerpo y su vida aunque para ello tuviera que negar públicamente sus ideas, como hizo Galileo Galilei?
Sombra.- ¿Y usted qué opina, a ver? ¿Escribió sus obras a favor de Servet y contra Galileo?
Sastre.- No, de ninguna manera, pero sí con una gran admiración ante el ejemplo que Servet dio al mundo. Yo pensé que se comportó como un verdadero héroe trágico a la altura de los grandes héroes de la tragedia griega, pero que además, en toda su «grandeza», fue un ser «irrisorio»: un pobre hombre feo y cojo, digámoslo así, además de un notable médico y un estudioso cirujano y, sobre todo, un gran teólogo.
Sombra.- Oiga, ¿y el descubrimiento de la «circulación pulmonar de la sangre», que así la llaman, no tuvo su importancia?
Sastre.- Sí la tuvo, aunque ya la había descrito mucho antes el médico árabe Ibn An-Nafis (autor también de un «Tratado sobre el pulso») y, por otra parte, el descubrimiento no se aceptó en el mundo científico hasta que lo presentó el doctor Harvey, que publicó en 1623 su obra «Sobre la circulación de la sangre y el movimiento del corazón». En todo caso, ese tema no apareció en los procesos a Servet. Ni a los católicos ni a Calvino les importaba mucho, al parecer, que la sangre circulara o no por aquí y por allá. Lo que les indignaba es que él fuera «antitrinitario» y que dijera, el muy bruto, que la llamada Santísima Trinidad era como «un perro de tres cabezas», y, en fin, que le pareciera una tontería creer que Jesús era «hijo eterno de Dios» («¡Si es hijo no es eterno, ignorantes!», clamó). Esa fue su gran heterodoxia y la causa de su quema, aparte ciertas sospechas de que se hubiera rebautizado, pues se perseguía también a sangre y fuego a los Anabaptistas, partidarios como eran de la «comunidad de los bienes», o sea, que eran unos comunistas de tomo y lomo.
Sombra.- Lo que sí es raro es que lo detuvieran en Francia, siendo allí un médico querido y popular.
Sastre.- Él vivía, clandestino, en Vienne del Delfinado, como «Docteur Michel de Villeneuve» (aludiendo imprudentemente, por otra parte, a su Nacimiento en Villanueva de Sijena), y Calvino denunció su verdadera identidad a las autoridades católicas, que aceptaron su denuncia, lo detuvieron, lo procesaron y lo condenaron a morir en una hoguera.
Sombra.- ¡Pero bueno! ¿No lo quemaron en Ginebra?
Sastre.- Sí, pero antes en Vienne.
Sombra.- O sea, que me está usted tomando el pelo, jefe.
Sastre.- Eso es porque tú desconoces las costumbres de la época.
Sombra.- Pues explíquese mejor.
Sastre.- Es muy sencillo: Cuando no tenían a mano al condenado, lo quemaban «en efigie».
Sombra.- O sea.
Sastre.- Que quemaban un muñeco más o menos parecido al original y se quedaban tan panchos. (Ambos ríen). Sombra.- Ahora no es de reír, pero usted ha estado gracioso en eso. Bueno, bueno, pero, ¿no habíamos quedado en que lo tenían preso?
Sastre.- Es que uno está preso hasta que se escapa. Y él tenía muy buenos amigos en Vienne, a lo mejor porque les había curado unas paperas.
Sombra.- Entendido. ¿Y qué? ¿Se marchó a Ginebra y se metió en la boca del lobo? Eso es como una novela.
Sastre.- Unos dicen que Ginebra era un buen camino para llegar a Italia y que lo reconocieron al pasar, y otros que era un poco loco y quiso enfrentarse con Calvino para seguir una antigua discusión sobre la Trinidad y esas cosas; y hasta se dice que se enfrentó con Calvino cuando predicaba en la Catedral de San Pedro.
Sombra.- Una situación muy teatral, ¿no?
Sastre.- Es buen teatro, sí. (Transición de cierta ligereza a la mayor seriedad) El caso es que fue detenido, robado, torturado y asesinado de esa manera tan horrible, quemado con leña húmeda. Tenía entonces 42 años, puesto que nació, efectivamente, en 1511.
Sombra.- Supongo que este año habrá conmemoraciones, por lo menos en Aragón y en algunos periódicos.
Sastre.- Nosotros damos aquí y ahora este toque a la memoria histórica y nos basta con esto, pero yo deseo que se conmemore su nacimiento, y ello desde mi probada admiración por su figura, a la que tengo que asociar que cuando, después de la muerte de Franco, fue autorizada «La sangre y la ceniza» y la estrenó en Barcelona la compañía «El Búho» de Juan Margallo (que luego la representaría en América Latina), les pusieron una bomba la noche del estreno en la Sala Villarroel, a pesar de lo cual la obra se representó con gran entereza por parte de sus intérpretes. También he de recordar que sobre el texto de M.S.V., iniciales de Miguel Servet de Villanueva, con las que firmaba muchos escritos durante su clandestinidad, José María Forqué hizo una serie para TVE; serie que constó de ocho episodios de una hora, y que mereció el aplauso (que Forqué recibió afectuosamente) del doctor Vega Díaz.
Sombra.- Me parece como si usted quisiera añadir algo.
Sastre.- Y es verdad. Mira, en este año me gustaría que se recordaran con la debida estimación los muchos trabajos y desvelos que sobre la figura de Servet tuvo a lo largo de toda su vida aquel especialista ‑estudioso y editor- Julio P. Arribas Salaberri, con quien yo mantuve una muy grata correspondencia. Sin duda alguna es mucho más destacada la figura de Ángel Alcalá en el foro mundial de la servetología, y a él debemos desde hace unos años, como grandísima hazaña, la edición monumental ‑con sus prólogos, estudios y traducciones- de las «Obras Completas de Miguel Servet» en la Colección Larumbe de Clásicos Aragoneses de la Universidad de Zaragoza, edición plena de erudición y sabiduría. Cierto que en su gran perspectiva no entra ocuparse de trabajos literarios «basados» en la vida y las obras de Servet, como los míos, que hemos citado aquí, pero hacerlo así es una opción legítima por su parte. Por lo demás, la mayor parte de lo escrito en ese campo literario, y que yo conozca, es muy mediocre, como, por ejemplo, el drama que fue famoso de José Echegaray «La muerte en los labios», un dramón pretencioso y ridículo.
Sombra.- ¿Y cerramos aquí, maestro?
Sastre.- Donde tú digas, hija mía, tan oscura y tan fiel. Gracias por todo.