Este de la violencia política es un debate complicado. Está lleno de hipocresía, tabúes y tópicos, pero además hay que tener en cuenta que se persiguen las opiniones que no comulgan con el pensamiento único.
Y lo más curioso es que ese pensamiento único impuesto por el nacionalismo español se sustenta en una larga trayectoria de derramamiento de sangre con fines políticos. Pocos pueden alardear de haber llevado el horror a tantos continentes como los españoles. Destructor de lenguas y culturas, expoliador de recursos naturales, aniquilador de la tierra, xenófobo, racista, autoritario, machista, el imperio español era un mundo inmenso donde nunca se dejaba de torturar, violar, asesinar y robar en nombre de España.
Por más que los revisionistas españolistas pretendan encubrir esta realidad histórica con la denuncia de una supuesta «leyenda negra», jamás han sido capaces de hacer una reflexión madura y valiente sobre la historia. De ahí que desde la negación de los genocidios contra judíos, musulmanes e indígenas y, lo que nos resulta mucho más cercano, la total impunidad de los asesinos y demás criminales del franquismo pretendan convencernos de lo malo que es el nacionalismo vasco y lo inaceptable de la violencia de ETA.
Sobre esa vergonzosa impunidad y sobre tantas otras, como la de los asesinos del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz o de Montejurra en mayo de ese mismo año, se ha construido la «democracia española» que nos da lecciones de ética. Hipócritas que estrecharon las manos de los franquistas indultan, condecoran y aplauden a torturadores y consideran víctimas del terrorismo a nauseabundos personajes del entramado franquista, desde Carrero Blanco a Melitón Manzanas.
Hay quien ha llegado a escribir y decir que cualquier objetivo político queda deslegitimado si se defiende con violencia. Seguramente los luchadores de la resistencia francesa, quienes se enfrentaron arma en mano al tráfico de esclavos, los soldados que liberaron Berlín a tiro limpio o quienes tomaron al asalto La Bastilla estarían encantados de escuchar semejantes necedades.
Es posible que los «pacifistas» consideren que todas estas luchas eran indignas y por tanto sus logros, la caída la monarquía absolutista en Francia, el fin del tráfico de esclavos o la caída del nazismo han quedado contaminados por el uso de la violencia.
Pero sobre todo es probable que no tengan problema en asumir que las policías «se ven obligadas a intervenir» enviando al hospital a ciudadanos que protestan pacíficamente o que es legítimo y hasta humanitario mandar ejércitos a ocupar países. Muchos aplauden detenciones que terminan con gravísimas denuncias de torturas ante las que nunca tienen nada que decir.
Se ha terminado un ciclo de la historia de este país. Pero la violencia de los estados sigue ahí y son legión los dispuestos a justificarla disfrazados de pacifistas.
Conviene recordarlo cuando se cumplen 30 años de los crímenes de Gasteiz, porque nunca debemos olvidar los crímenes cometidos contra nuestro pueblo.