Muchos estamos decepcionados con el poder judicial, especialmente con la parte de la magistratura que enjuicia ámbitos cercanos a la política. Ya arrastra varios tirones de oreja de Europa (condenas arbitrarias como en el caso Otegi, la mirada a otro lado en casi todas las denuncias de torturas no investigadas…) y un superávit histórico de desprestigio (sentando en el banquillo a un lehendakari y a dirigentes políticos, o cerrando periódicos para que todo termine en nada en el «caso Egunkaria», o humillando al pueblo catalán a interés de parte o con sumarios como el 18⁄98).
Sólo con algunas sentencias profesionales («caso Egunkaria» o Udalbiltza) y con condenas como las realizadas a guardias civiles por el caso Portu y Sarasola, la Justicia apunta un camino que no sabemos si va a ser o no dominante, en su tensión eterna entre servir a la justicia y aplicar la ley o servir a los intereses tácticos del Estado.
La no legalización es insostenible jurídicamente:
La futura sentencia que ha de dictar el Tribunal Supremo sobre el caso Sortu es muy importante para la justicia en sí y para saber hasta dónde puede o no llegar la contaminación política del criterio judicial en un caso evidente.
La letra de la endurecida Ley de Partidos y la doctrina establecida ‑desmarque explícito ante la violencia, estrategia vinculada a los derechos humanos, los valores democráticos y el pluralismo y una estructura organizacional democrática homologable- amparan rotundamente la pretensión de Sortu. Los estatutos presentados son impecables y alejados de cualquier argucia, para convertirse en un compromiso público ante propios y extraños. No tiene otra interpretación que la de la apuesta inequívoca de rechazo de la violencia política, incluyendo expresamente la violencia de ETA. Es un punto de inflexión histórico que, además, anuncia un cambio de mentalidad: desde el «yo soy la construcción nacional y todo vale» al yo contribuyo e intento liderarla desde lo que logre legítimamente.
Si en el contenido y la actitud material el partido Sortu ha sido serio, también formalmente cumple con que ninguno de los promotores haya sido condenado (y no rehabilitado) por pertenencia a organización ilegal. No vamos a insistir en este aspecto, aunque su misma exigencia no deja de constituir un absurdo. Si se exige a la izquierda abertzale que cambie, tendrán que ser los mismos. Si fueran otros, no sería necesario el cambio.
Ya nadie en su sano juicio ‑salvo en los mal informados y desacreditados, por tendenciosos, informes de la Guardia Civil, Policía y similares- sostiene que se trate de una burla para sortear un escollo legal. Ya es evidente que no hay sucesión de un partido ilegalizado, sino ruptura con una estrategia, y una refundación con nuevas voluntades, métodos, medios, sistemas de organización y funcionamiento.
La ilegalización es insostenible políticamente:
Decir que Sortu es continuidad de Batasuna es lo mismo que decir que el PP lo es del fascismo franquista. Aplicando esa regla de tres, no habría ahora derecha reaccionaria en el Estado español. Ya que se fantasea tanto con la «brillante» y amnésica transición, choca que, en este otro tema, se acuda a las argumentaciones más formalistas para impedir la transición del independentismo radical a un modelo de estrategia, de organización y de lucha distintas. Será que le temen.
Al contrario, es magnífico y consustancial a la viabilidad de Sortu que lo hayan avalado personas significativas del mundo de Batasuna, porque eso, y sólo eso, da veracidad y garantía al proceso político abierto de transición interna. Lo contrario habría sido un brindis al sol, o una iniciativa minoritaria sin futuro, o una escisión que espolearía la contundencia de quienes quedaran fuera. Y también es esencial para el proceso emprendido que el golpe de timón largamente trabajado no encalle en la estupidez ajena.
Si así fuera, querría decir que desde los poderes no se quiere la paz, sino una larga, tensa, dolorosa y difícil derrota. Dicho de otra manera, lo que no se querría es que hubiera izquierda nacionalista ni nacionalismo y se preferiría una ETA funcional, acorralada y golpeando.
Suena a juego sucio que los mismos que pusieron alto el listón pretendan subirlo ahora más. Además de sabotear la palabra dada ‑algo muy estimado por aquí‑, significa que lo de menos sería el listón (subirlo hasta donde no se pueda saltar) y lo que se querría es la ilegalidad orgánica a medio plazo de un segmento significativo de población.
Exigir nuevos requisitos es como reformar de facto la Ley de Partidos y convertir algo que era excepcional ‑prohibir un partido- en la regla. Se entiende que el PP chapotee bien en la prohibición. Pero que hayan sido los socialistas los que hayan interpuesto el recurso y la argumentación es indignante. Claro que tiene una doble ventaja en el mundo de la hipocresía política y no de los principios: si el Tribunal Supremo les da la razón, se confirmarán en sus argumentos, y si no se la da, dirán que ¡magnífico!, porque así ya no habrá dudas y se callará el PP.
Cuarentenas y desapariciones:
La nueva consigna con la que se presiona al Tribunal Supremo es que niegue la legalización de Sortu, sea para aplicar una cuarentena de verificación de su voluntad de rechazo a ETA, sea hasta que ETA desaparezca.
La cuarentena sería absurda e ilegal, porque supone aceptar que quien no es legal pueda realizar prácticas políticas ilegales que serían observadas para ver su evolución.
Condicionar la legalización a la desaparición de ETA es endosarle la responsabilidad de las acciones y de la existencia de un tercero (ETA) a un agente político que ya ha tenido tres logros: una tregua unilateral, una nueva oportunidad de terminar con una larga espiral y una deslegitimación de la violencia en toda la corriente a través de la propuesta de los estatutos y las obligaciones militantes de rechazo a las acciones de ese tipo. A modo de ensayo, esto último ya se ha producido al conocerse la presunta amenaza de atentado a López o Ares de hace un año.
Mucho menos se le puede pedir que desmonte ETA. Y ello por dos razones: porque no podría y porque ésa es una potestad de la propia organización armada o la competencia de los sistemas de Justicia y de la Policía. Y si éstos, que han sometido a ETA y su «entorno» a una durísima represión, no lo han logrado hasta hoy, no pueden endosar a otros su fracaso. ¡A ver si va a ser que, además, había un problema político, y la cosa no iba sólo de criminales…!
¿Y Zapatero? ¿Cómo es posible que eche por la borda la oportunidad de liderar moralmente este proceso quien ya lo intentó con la tregua anterior, en circunstancias mucho más inseguras? ¿Cómo es posible que quien ya se ha suicidado políticamente como izquierda ‑deteriorando para las mayorías sociales el mercado de trabajo y el sistema de pensiones en aras de la austeridad económica y en beneficio de los grandes capitales- tenga remilgos para suicidarse un poquito más, acabando con un problema de 50 años e irse por la puerta grande? No se le entiende.
Estos últimos años no han sido buenos para la justicia, tal como reconoce todo el mundo. El caso Sortu da al Tribunal Supremo la posibilidad de iniciar la recuperación de la legitimidad perdida. Es la hora del Derecho, del principio de legalidad y de la interpretación de los derechos fundamentales de la forma más favorable a su ejercicio. Así debe ser en una democracia seria.