No sabemos de modo cierto cómo y por qué se produjo el tiroteo entre dos presuntos miembros de ETA y la Gendarmería francesa. Es decir, no conocemos más detalles o circunstancias del encuentro salvo el hecho material de que los tiros existieron y de que hubo un agente francés herido. Por tanto, el análisis de situación general en un momento de tregua calificada por ETA como permanente ha de referirse fundamentalmente a cómo el suceso afecta o no afecta a esta tregua. Sobre el encuentro armado pueden formularse muchas hipótesis que los jueces, o incluso la misma ETA, habrán de aclarar.
El problema político en torno a este hecho es lo que ha de iluminarse con una profunda y ponderada reflexión. A estas alturas del proceso de paz en el que se ha implicado en profundidad el pueblo vasco no es moralmente admisible que desde los estratos del poder o desde los medios informativos se proceda con elementalidad de argumentos para insistir en condenas generales y unilaterales. La sana razón exige ante todo que el posicionamiento sea sólido y claro. Todos los agentes que tienen manifestación primada en este acontecimiento han de decir a la calle, cuya postura pacificadora es de sobras conocida, si piensan ahondar en el camino de la paz o van a volver a reiterar simples expresiones de condena general que sólo sirven para obstruir la adopción de posturas eficaces por parte de esa calle. Los tiros están ahí y las expresiones de rechazo de la violencia, sea la que sea, siguen inscritas en las manifestaciones populares y en los nuevos marcos partidarios. Esto es lo que interesa, creo, a fin de superar el largo periodo de violencias que sufre la nación vasca y, concretamente, no pocos de sus hijos ¿Merece la pena mantener la serenidad y proceder con equilibrio? A esto deben responder no sólo los ciudadanos sino, sobre todo, quienes desde los partidos están llamados a dar un ejemplo de sobriedad en la expresión de juicio y deseo verdadero de normalidad. Desde las organizaciones más diversas y desde el Estado ha de proyectarse una luz solemne y moralmente encaminada a iluminar la paz.
Tejer un futuro en paz es tan complicado y exigente que no se pueden anteponer los posibles flecos al logro de la pieza central y básica. Creo que hay malicia peligrosa en poblar de dicterios y formas incendiarias el cuerdo idioma que se debe emplear políticamente. En Irlanda siguen apareciendo bombas y determinadas muestras de violencia, mas prosigue enérgicamente la elaboración del equilibrio. Decenas de años en conflicto grave y profundo suelen arrastrar vestigios o restos que no han de ponerse sobre la mesa política si de verdad existe un afán sincero de paz, una voluntad de convertir en diálogo eficaz los desencuentros violentos. La moral pública no se edifica o repara con estrépitos ni con radicalismos verbales, hoy cotidianos e impertinentes en personalidades que desempeñan responsabilidades muy graves. Creer en la armonía verdadera, en la serenidad para el análisis, supone un trabajo muy profundo de doma de las encendidas percepciones personales, aunque la historia, es cierto, suele constituir con mucha frecuencia un conjunto de desaguisados que tienden a desequilibrarnos. A ese desequilibrio frecuente ha de sobreponerse, para que la vida sea posible, la entereza de los llamados a gobernar la nave. Creo que la intención de obtener de forma perversa un lamentable fruto político de los desórdenes que vayan surgiendo en el camino de su superación desacredita a las capas dirigentes y las invalida para tener en su mano las bridas del gobierno. Hay que repetirse una vez más que gobernar es una tarea muy compleja que debe poner su acento en pacificar los ánimos y, después, en llamarles a la reconstrucción colectiva, que constituye la decisiva tarea de la que nadie, absolutamente nadie, ha de estar ausente. No es decente convertir las brasas residuales en un nuevo incendio. Quienes no sepan observar con cuidado y valorar con hondura todo lo que sucede no han de caber en la política. Sobre todo si ocupan cargos directos en la gobernación pública. Basta ya de simplezas y despropósitos solamente concebidos para mantener el poder vacío de generosidad, de presente y de futuro. O para complacer tristes arraigos en masas secularmente trabajadas para perpetuar en ellas la ineptitud intelectual.
A cualquier observador equilibrado y mentalmente maduro ha de parecerle un juego ridículo ‑si no causase tanta aflicción- el que se propone desde el Gobierno para ir eliminando de la participación pública a tantos y tantos ciudadanos. Hablo de esa recalcitrante decisión de suprimir partidos sin más apoyo que unas leyes circunstanciales y, por tanto, clamorosamente prevaricadoras, de unos juicios que empiezan a destrozar la misma estructura judicial y de un empleo escandaloso de las fuerzas de seguridad del Estado. No se puede impedir que más de doscientos mil vascos ‑con todo lo que pesan porcentualmente sobre el censo de su nación- que viven su país con pasión limpia y admirable, sean invitados teóricamente a decidir sobre su propia vida y a continuación se proceda a la invalidación de sus partidos, uno tras otro. Primero Batasuna, luego Sortu, ahora quizá Bildu ‑todo pende de un hilo-. Se les da acceso a la sopa y se les arrebata la cuchara ¿Y por qué, además? Se les dice que Madrid va a ver con doble lupa su composición porque sospecha el Gabinete del Sr. Zapatero ‑sospecha «pro domo sua»- y con él la inficionada turbamulta del españolismo berroqueño, que los tales vascos no son más que tapaderas de una ETA que ya ha proclamado, además, que el destino de la nación vasca que se manifiesta independentista debe quedar obviamente en manos de los independentistas que un día y otro se pronuncian por una pacífica política de ideas. Esta constante malversación de la lógica más elemental hiere no solamente a los que reclaman su propia herramienta electoral sino a todo vasco con dignidad de tal y aún a quienes, sin ser vascos, aman la libertad y la democracia.
Sé perfectamente, como cualquier observador honrado, que el mundo actual está regido por una serie de potencias muy cortas en número y entregadas a su vez a una decreciente cifra de poderosos, pero aún parte de esas potencias que hoy deciden todo de todos, procuran que sus procederes revistan unas mínimas formalidades. Mienten poniéndose los guantes institucionales. En el Estado español esas formalidades han desaparecido en una marejada, tan antigua como actual, que barre cada hora y sin el menor recato la dignidad humana.
La Dictadura sigue ahí, con espléndido y amargo poder. No es cierto que haya habido transición alguna. La España de siempre, la que impidió radicalmente no sólo Repúblicas prometedoras sino algunas monarquías con propósitos de europeización ‑desde José Bonaparte a Amadeo de Saboya‑, prosigue constituyendo la referencia única y obligada para el gobierno de esta disparatada conjunción de pueblos sin etnia común, sin lengua única, sin cultura englobadora, sin sentido alguno de ninguna modernidad.
Ahora, tras tanta petición de libertad política y de acción pública democrática, han sucedido unos tiros como fleco no deseado de una acción política pacificadora en Euskadi. Esos tiros empiezan a emplearse desde el Gobierno central y, lo que es peor, desde el vasco, como prueba de la risible conspiración independentista. Otra vez volverán a plantearse las humillantes peticiones, las condenas generales, los insultos a la razón. Señor ¿por qué les niegas radicalmente la inteligencia?