Es el nombre que le sugiere al veterano periodista el grupo de los 37 grandes empresarios y financieros del Estado que se reunieron con el presidente español, José Luis Rodríguez Zapatero, en la Moncloa. Afirma Álvarez-Solís que la reunión ha dejado a los ciudadanos «un sabor acre de autoritarismo de clase» y considera un agravio que el principal acuerdo de la misma fuera acelerar el proceso de flexibilización del trabajo, cuyas consecuencias explica a continuación.
En la China revolucionaria de Mao se habría dicho que el Sr. Zapatero había convocado en la Moncloa a la Banda de los 37, dado su poder para condicionar el Gobierno. Me refiero, como es obvio, a la reunión que han tenido con el dirigente socialista los treinta y siete grandes empresarios y financieros del Estado español a fin de determinar lo que van a hacer con nosotros, o sea, con los trabajadores de esta agobiada parte de Europa. Pero no estamos en China. Por tanto hablemos sólo de los 37.
¿Qué posible impresión ha suscitado en los ciudadanos esta magna asamblea que resume todo el poder real en la sociedad española? Como siempre sucede entre los españoles, yo creo que los ciudadanos han tenido una íntima impresión de rencor hacia los reunidos y una pública impresión de sumisión hacia ellos, ya que deciden nuestras vidas y en la calle parecemos incapacitados para decidir cosa contraria. Es decir, han tenido los españoles dos impresiones encontradas al mismo tiempo: la de la ira del oprimido y la de la servidumbre del resignado. Pero esta afirmación sólo representa mi opinión personal. Lo importante es lo que se trató en el encuentro de los 37 y lo que, a partir de ahí, sucederá a los españoles.
Resumamos, pues, para no incurrir en evanescencias. Según este procedimiento, las cuestiones fundamentales tratadas fueron dos: aquello que se ha de hacer para que el trabajador no sea una carga para la empresa ‑un trabajador cada vez más barato- y lo que ha de donarse por el Estado a la empresa mediante un sistema financiero sostenido por los caudales públicos ‑una empresa cada vez más cara-. Lo demás acordado es fogata de virutas y espuma de cerveza; parole, parole…
Pero antes de entrar en la sustancia de las decisiones, maquilladas prudentemente como recatadas peticiones o recomendaciones por parte de los empresarios y financieros, conviene quizá cavilar acerca de la asamblea en sí misma y de las competencias que le eran otorgadas de facto por el jefe del Gobierno español socialista. En primer lugar, ¿debe darse a esta reunión ese poderoso carácter de encuentro en la cumbre, con demérito para el Parlamento y el propio Gabinete ministerial? ¿Hay ahí menosprecio para las instituciones o una simple interpretación presidencialista de la democracia española? Ojo a la cuestión, ya que el asunto es grave. Es decir: ¿estamos ante una consulta estamental orientativa ‑lo cual ya sería grave porque significaría una práctica modificación constitucional, al primar lo estamentario- o se trata de un encuentro ejecutivo entre quienes sostienen en sus manos las riendas esenciales de la nación, lo cual es definitivamente grave? ¿Debe el presidente del Gobierno practicar estos encuentros tan llamativos por su alto y significativo nivel? ¿No sería más adecuado que los prohombres citados acudieran uno a uno, en visita reservada, al despacho presidencial si es que el jefe del Gabinete precisase datos informativos de primera mano y necesitase orientaciones sectoriales más informadas?
El español ha visto en esta magna reunión un hecho con dos vertientes. La primera se resume en la certificación del compromiso presidencial respecto a su política granempresarial. La segunda interpretación del encuentro se puede ver como la ocasión para recibir nuevas directrices por parte de los todopoderosos hombres de negocios ‑el Sr. Botín llegó a indicar la necesidad de que el Sr. Zapatero se presente a las próximas elecciones. Tanto una como otra visión del encuentro deja en el paladar de los españoles un sabor acre de autoritarismo de clase. Lo realmente preocupante es que esta sensación ante el asunto no haya sido presentida por el Sr. Zapatero antes de la asamblea, bien por torpeza bien por arrogancia. En cualquier caso, no es difícil adivinar el impacto de un suceso de tales características en quienes aún se creen protegidos en su debilidad representativa por un gobierno socialista y, por tanto, obrero; por un gobierno «suyo».
Lo más agraviante para el ciudadano de filas es que el principal acuerdo haya consistido en acelerar el proceso de flexibilización del trabajo, lo que pondrá en manos del empresariado una masa trabajadora aún más indefensa y débil. Los trabajadores actuales recuerdan a los de las pretéritas colonias. Con la flexibilización laboral el mecanismo contractual se reduce de hecho a una oferta rígida y unilateral de empleo, ya que, además, el sometimiento de los sindicatos estatales, que impide ejercer una labor de defensa, hace tiempo que está absolutamente garantizado. Se ha introducido, incluso, en el lenguaje habitual propio de la relación contractual una confusión muy jugosa para los empleadores, que consiste en hablar de creación de empleo en vez de hacerlo de sucesión de contratos en el marco de una temporalidad corta y vertiginosa. Parece evidente que una cosa es multiplicar el número de contratos, que pueden beneficiar diez veces al mismo parado, y otra muy distinta dar a esos contratos la seguridad y la duración propias de un puesto digno de trabajo para superar el paro. El Sr. Zapatero ha aceptado la tesis granempresarial de hablar del empleo no con un contenido humano concreto sino con un puro alcance teórico. Se cuentan papeles sellados y no la multiplicación de seres humanos anotados en tales papeles. Ello se ha hecho, creo, al amparo de la creencia existente en la Administración de que la ciudadanía de capas modestas carece del discernimiento necesario para analizar estos juegos de manos que fuerzan la adhesión a las siglas políticas que se creen benéficas. Por si algún ciudadano diere en la extravagante manía de pensar en la escamoteada responsabilidad gubernamental acerca de tanta manipulación engañosa y tanta ruina, un dirigente socialista como el extravagante Sr. Bono se ha apresurado a sentar una tesis de la que en su momento haremos análisis: un gobernante no tiene a veces la culpa de las desdichas de un pueblo.
La segunda parte de las decisiones adoptadas se refiere a la inmoral ayuda inyectada por el Gobierno a los financieros y empresarios. Llegados aquí resulta obvio que la prédica del modelo capitalista de mercado, y con ello la justificación de la propiedad privada de los grandes medios de producción, ha alcanzado unas cotas intolerables. Suponer que el dinero generado por el trabajo y el consumo colectivos solamente puede administrarse bien por la minoría captora del caudal dinerario equivale a imponer un dogma que, además de no apoyarse en razón alguna, resulta de criminales efectos. Rotundamente: efectos criminales, dado que produce una desolación inconmensurable. Hay que destacar ante todo que el empleo de esos capitales de origen colectivo, privatizados hoy desde el poder, ha resultado de una ineficiencia clamorosa ¿Cómo se puede entregar los medios generados penosamente por el conjunto social ‑en esta época conseguidos además con un dolor lacerante- a un reducido núcleo de potentados que no han demostrado siquiera su calidad de administradores? ¿Es que no puede la colectividad social recibir ese dinero y proceder a su gobierno y empleo? ¿Tan imposible es la sabiduría del común? ¿Hay que creer a estas alturas de la historia en la calidad milagrera de la minoría que, por extensión, es una forma de barato ardid religioso?
Sr. Zapatero: usted habla de su Gobierno socialista. Teniendo al fondo el panorama real de la sociedad, ¿no está cometiendo usted, con su modo de funcionar, un atentado de incalculables consecuencias contra la existencia de los ciudadanos? Si es así, ¿resulta al fin válido referirnos a la Banda de los 37?