Según el Diccionario de la RAE, leyenda negra sería la «opinión contra lo español difundida a partir del siglo XVI». Historiadores interpretan que el Reino de España o sus dirigentes fueron «una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas» ya que eran «símbolo de todas las fuerzas de represión, brutalidad, intolerancia religiosa y política y atraso intelectual y artístico». Según otros autores tal imagen no existió afuera: simplemente era la percepción que, suponen los acomplejados españoles, tienen de ellos en el mundo.
¿Se puede considerar que esta opinión llega hasta nuestros días? En América todavía está fresca la violencia con que el imperialismo español se empeñó y se emplea. En el este europeo son los conquistadores aragoneses los todavía denostados por su brutalidad. En los territorios de la antigua Flandes, aún se amenaza a los niños que se han portado mal con que San Nicolás se los llevará a Castilla.
¿Por qué todavía hoy en día las autoridades españolas ven con desconfianza la opinión internacional? Porque se ven fuera de las reglas que el propio Estado ha dicho aceptar ante los organismos internacionales. Porque son incapaces de respetarlas y se sienten vigilados, acusados, hostigados. Pero al necesitarse impunes, rechazan aplicar un correctivo. La realidad traza una gruesa línea en materia de salvaguarda de derechos humanos y el Estado español, sabiéndose en el lado incorrecto, reclama una moratoria para traspasarla.
En poco más de tres semanas hemos conocido varias resoluciones y recomendaciones internacionales lanzadas dirección a Madrid.
El Tribunal Europeo dictó dos sentencias que condenan al Reino de España con el trasfondo de la tortura. La interpuesta por Aritz Beristain porque los tribunales, en concreto el Tribunal Nº 5 de Instrucción de la Audiencia Nacional, no investigaron su denuncia. Vemos a su entonces titular, Baltasar Garzón, en su nueva faceta de conductor de documentales en los que fieros terroristas rodeados de encapuchados admiten delitos sin pestañear. Fue él quien no investigó los hechos constitutivos de un delito de tortura que Beristain puso sobre la mesa de su Juzgado. Es a él también a quien condena Estrasburgo.
El otro caso es el que interpreta que Arnaldo Otegi estaba amparado por la libertad de opinión cuando consideró al Rey el «jefe de los torturadores». El alto tribunal europeo se basa en que conocer la opinión del dirigente independentista es «necesario en una sociedad democrática». Completamente de acuerdo, si bien resulta curioso que el mismo tribunal empleó idéntico argumento para ilegalizar el partido de dicho dirigente: era «necesario en una sociedad democrática». Contradicción sobre la que reflexionar. En cualquier caso España, que aplaudió hasta desgastarse las manos la decisión ilegalizadora, mira hoy con tortícolis lo que este tribunal podría decir sobre Sortu, antes de que el Constitucional decida. Y tiemblan. El gobierno, en vez de realizar una reflexión honesta sobre su actitud, del calibre de la que ha realizado la izquierda abertzale, con autocrítica incluida, se evade de un problema que es eminentemente político: pasa la patata caliente a los tribunales, para que alguno de ellos corrija el desaguisado. Cuanto más alto llegue la demanda, mayor será la caída. Y el ridículo, según Egibar.
Y la semana pasada se hacía público otro informe del mismo ámbito europeo: el Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) ratifica sus conclusiones anteriores y demandan con más energía que nunca al gobierno que declare una actitud de «tolerancia cero», no frente a ETA ‑de sobra certificada- sino frente a la tortura, terreno virgen. El informe había estado criando polvo durante cuatro años en un cajón del Ministerio de Interior, hasta que no han tenido más remedio que sacarlo sobre la mesa, esperando que el domesticado silencio mediático haga el resto. Europa Press echa un capote, desvelando en uno de sus cables que «en esta comitiva que visitó el país se encontraba una de las integrantes del Grupo de Contacto Internacional (CGI) formado por el abogado Brian Currin tras el alto el fuego de ETA, Silvia Casale, quien presidió el CPT». Descubierto tal nexo, para qué atender a sus recomendaciones.
También las Naciones Unidas han reiterado últimamente sus críticas a España sobre males que visualizan crónicos: incomunicación, libertad de expresión, ineficacia o arbitrariedad en la justicia… El gobierno y una organización-gubernamental-no-gubernamental con contribución de cierta víctima de ETA muy mediática y con nómina de la Consejería de Interior, habían apostado fuerte por esta sesión del Consejo de Derechos Humanos: querían explicar al mundo que la única acción vulneradora en España es la de ETA. Incluso interpelaron en el plenario al Relator para los Derechos Humanos en la Lucha Antiterrorista, Martin Scheinin, ya que no habría dejado suficientemente clara su posición ante las «víctimas del terrorismo». De haber sido un cargo institucional vasco, ya estaría laminado. El experto respondió que, tal y como corresponde al ámbito universal en el que trabaja, tanto la reparación de las «víctimas del terrorismo» como la de las víctimas de las vulneraciones de derechos humanos imputables al Estado, es competencia de los Estados. Y en el caso español, evidentemente, tal reparación aparece sangrantemente sesgada.
En definitiva, el Estado español en el ámbito internacional, pierde. Y cuando ha ganado lo ha hecho a consta de apretar tuercas, presionando a aliados más débiles o implorando cheques en blanco a los poderosos bajo promesa de pingües beneficios que se revertirían siempre inmediatamente. Inversiones costosas en términos de legitimidad, cuyos rendimientos ‑atajar por lo sano un problema de dimensión global- no acaban de llegar. Y si no llegaron antes, con la actual situación política, aún menos.
La descalificación a expertos, facilitadores o, simplemente, gentes con sensibilidad en materia de derecho humanitario han sido habituales. Quienes se han acercado a la cuestión vasca son tachados de ignorantes o ‑peor- esconden oscuros intereses. Tras el último anuncio de ETA plegándose a una verificación internacional, Mª Dolores de Cospedal, no quiere la acción «de nadie de fuera de España porque estamos en un país democrático y solvente». Dejadnos guisárnoslo aquí. También el Ministro Caamaño recurre a esos nobilísimos apellidos del Estado español y francés para defender que son «claramente democráticos» y denigrar supervisiones.
¿Que alimenta la leyenda negra? Aquella actitud autárquica tan franquista de desprecio por lo extranjero trae algo más que reminiscencias pasadas. Hoy por hoy no quieren una intervención de la comunidad internacional en ningún modo. No la quieren porque de darse, quedaría acreditado que la única violencia que queda sin reparar hoy en Euskal Herria, la única que permanece actual y viva, es la que han ejercido y ejercen los propios estados.
Un escritor se lamentaba ante la leyenda negra española: «reverdece con cualquier pretexto, sin prescribir jamás». Vigilan: no es momento de lamentos.