Agur – Mikel Arizaleta

En este verano de sol y agua, de mon­tes ver­des, de fies­ta en pue­blos y ciu­da­des, de cri­sis gran­de por doquier, de espe­ran­za de paz y de gue­rras abun­dan­tes… ha muer­to un ami­go, y su vida fue ense­ñan­za. Le cono­cí en Zorrotza, un barrio de Bil­bao. Se lla­ma­ba Jesús Diez. Era nava­rro de Villa­tuer­ta. Fue frai­le, capu­chino, pro­fe­sor de físi­ca y mate­má­ti­cas. Sin­tió res­pe­to por el hom­bre tra­ba­ja­dor, el hom­bre rojo y fibro­so del cam­po nava­rro, el obre­ro recio, cas­ti­ga­do que no sumi­so, de la indus­tria, del puer­to, de la mine­ría, de altos hor­nos, de la construcción…

Dejó el cole­gio en Nava­rra y se vino a Bil­bao. Y se hizo cura obre­ro. Cono­ció a Peri­co Sola­be­rría, quien le dejó hue­lla y su amis­tad de ami­go. Se ensu­dó en rei­vin­di­ca­cio­nes ciu­da­da­nas, veci­na­les, luchas obre­ras…, su vida adqui­rió den­si­dad social. Hom­bre más de barrio y afue­ras que de cogo­llo de ciu­dad, hom­bre de calle, de ace­ra ancha, de con­ver­sa­ción y cer­ca­nía, de mano ten­di­da, de cel­tas sin boqui­lla, de ban­co corri­do y puer­ta abier­ta. Ter­mi­nó tra­ba­jan­do en el hos­pi­tal de Cru­ces. Jesús Diez murió por san Fer­mín de infar­to reite­ra­da­men­te anunciado.

Y a la muer­te de este hom­bre gran­de, bueno, con garra, rei­vin­di­ca­ti­vo y aman­te de la natu­ra­le­za, de los espá­rra­gos de su pue­blo Villa­tuer­ta, los tri­nos de los pája­ros y los toma­tes y pue­rros de su huer­to del barrio La Teje­ra de Karran­tza me vie­ne al recuer­do aque­lla poe­sía de Juan Ramón Jiménez:

Y yo me iré. Y se que­da­rán los pája­ros cantando; 
y se que­da­rá mi huer­to con su ver­de árbol, 
y con su pozo blanco. 

Todas las tar­des el cie­lo será azul y plácido; 
y toca­rán, como esta tar­de están tocando, 
las cam­pa­nas del campanario. 

Y yo me iré y se que­da­rán los pája­ros cantando

Y es que, como dice el escri­tor Kol­do Cam­pos, hay vidas que, de muer­tas, sólo son bio­gra­fías, ambi­guos pron­tua­rios de cuen­tos y de cuen­tas, aca­so un mal habi­do patri­mo­nio y algu­nos here­de­ros peor halla­dos, un perro que les ladre dolien­tes titu­la­res, un alcal­de de encar­go, un car­de­nal de ofi­cio y un par de funerales.

Pero ape­nas la tie­rra se sume al home­na­je y los gusa­nos rin­dan hono­res al difun­to, de aquel ilus­tre muer­to va a que­dar, si me apu­ran, la misa ani­ver­sa­rio con que la Igle­sia recon­for­ta el luto mien­tras la viu­da quie­ra pagar los hono­ra­rios, y una lápi­da tris­te que recuer­de un olvi­da­do nom­bre y un extra­via­do año.

Son vidas que se pier­den en el tiem­po sin un beso en la espal­da ni una mano en el pecho, infe­liz­men­te muertas.

Hay muer­tes que, de vivas, nos dan las bue­nas horas, nos lus­tran la son­ri­sa, nos atan los zapa­tos con los que andar el día, nos ron­dan y nos can­tan los sue­ños que aún amamos.

Son muer­tes tan poco mori­bun­das que siem­pre están nacien­do y así no ten­gan visa para el cie­lo o el aval de la ley para la glo­ria van a seguir estan­do con noso­tros, memo­ria que res­pi­ra y pan que se com­par­te, dicho­sa­men­te vivas.

Jesús Diez y otros de pare­ci­do per­fíl van a seguir estan­do con noso­tros, memo­ria que res­pi­ra y pan que se com­par­te, dicho­sa­men­te vivas.

Mikel Ari­za­le­ta, 17 827 048

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