En este verano de sol y agua, de montes verdes, de fiesta en pueblos y ciudades, de crisis grande por doquier, de esperanza de paz y de guerras abundantes… ha muerto un amigo, y su vida fue enseñanza. Le conocí en Zorrotza, un barrio de Bilbao. Se llamaba Jesús Diez. Era navarro de Villatuerta. Fue fraile, capuchino, profesor de física y matemáticas. Sintió respeto por el hombre trabajador, el hombre rojo y fibroso del campo navarro, el obrero recio, castigado que no sumiso, de la industria, del puerto, de la minería, de altos hornos, de la construcción…
Dejó el colegio en Navarra y se vino a Bilbao. Y se hizo cura obrero. Conoció a Perico Solaberría, quien le dejó huella y su amistad de amigo. Se ensudó en reivindicaciones ciudadanas, vecinales, luchas obreras…, su vida adquirió densidad social. Hombre más de barrio y afueras que de cogollo de ciudad, hombre de calle, de acera ancha, de conversación y cercanía, de mano tendida, de celtas sin boquilla, de banco corrido y puerta abierta. Terminó trabajando en el hospital de Cruces. Jesús Diez murió por san Fermín de infarto reiteradamente anunciado.
Y a la muerte de este hombre grande, bueno, con garra, reivindicativo y amante de la naturaleza, de los espárragos de su pueblo Villatuerta, los trinos de los pájaros y los tomates y puerros de su huerto del barrio La Tejera de Karrantza me viene al recuerdo aquella poesía de Juan Ramón Jiménez:
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando
Y es que, como dice el escritor Koldo Campos, hay vidas que, de muertas, sólo son biografías, ambiguos prontuarios de cuentos y de cuentas, acaso un mal habido patrimonio y algunos herederos peor hallados, un perro que les ladre dolientes titulares, un alcalde de encargo, un cardenal de oficio y un par de funerales.
Pero apenas la tierra se sume al homenaje y los gusanos rindan honores al difunto, de aquel ilustre muerto va a quedar, si me apuran, la misa aniversario con que la Iglesia reconforta el luto mientras la viuda quiera pagar los honorarios, y una lápida triste que recuerde un olvidado nombre y un extraviado año.
Son vidas que se pierden en el tiempo sin un beso en la espalda ni una mano en el pecho, infelizmente muertas.
Hay muertes que, de vivas, nos dan las buenas horas, nos lustran la sonrisa, nos atan los zapatos con los que andar el día, nos rondan y nos cantan los sueños que aún amamos.
Son muertes tan poco moribundas que siempre están naciendo y así no tengan visa para el cielo o el aval de la ley para la gloria van a seguir estando con nosotros, memoria que respira y pan que se comparte, dichosamente vivas.
Jesús Diez y otros de parecido perfíl van a seguir estando con nosotros, memoria que respira y pan que se comparte, dichosamente vivas.
Mikel Arizaleta, 17 827 048