Aunque caben distintas acepciones en función del dogma consultado, el Juicio Final es la denominación religiosa del fin del mundo, en el cual toda la humanidad será juzgada según sus obras. Su interpretación, orientada a juzgar las culpas más que los méritos, apunta al final de los tiempos. El Antiguo Testamento es prolijo en citas relacionadas con ese siniestro juicio universal: «Sólo quien haya rechazado la salvación ofrecida por Dios con su misericordia ilimitada, se encontrará condenado, porque se habrá condenado a sí mismo». (JP II, 7−7−99).
Tras asistir como testigo al juicio contra ocho militantes independentistas vascos en la Audiencia Nacional, regresé persuadido de que el estado, lejos de secularizarse, extiende fraudes de base religiosa, administrando el impacto que sus mitos producen en la sociedad española. Salvando las distancias, Harold Camping, ingeniero y presidente de Family Radio, una cadena de emisoras fundamentalistas con base en Oackland (California, Estados Unidos), también jugó en mayo de este año a prevenirnos del Apocalipsis. Un enorme terremoto arrasaría el planeta, y sólo 207 millones de justos iban a ir al Cielo directamente. «¡La Biblia lo garantiza!», anunciaban desde semanas atrás 3.000 vallas publicitarias en todo el mundo.
Entre testimonios policiales sin sustancia, contradicciones flagrantes, y literatura interpretativa proveniente del período de instrucción del sumario Bateragune, el fiscal Vicente González-Mota ha destacado por su insistencia, anunciando que la izquierda abertzale sigue levantando templos al demonio. Su pretensión era clara: no solamente esas ocho personas serán juzgadas y condenadas por su maldad, sino que el mismo reino de Satanás llegará a su fin, todos sus aliados serán destruidos y el hombre que se prestó para recibir su poder y autoridad y el falso profeta serán lanzados vivos al lago de fuego y azufre de la justicia española. Arnaldo Otegi, más que nadie, encarnaba a la misma ETA, por más que resultasen evidentes sus desencuentros en cuestiones cruciales. ¡La biblia pagana de Garzón y el testimonio del policía-perito número 19.242 lo garantizan!
A la espera de lo que decidan los tres magistrados que redactarán la sentencia, mañana mismo se inicia un nuevo juicio político en la Audiencia Nacional. En esta ocasión, 17 jóvenes de Orereta y Oiartzun se enfrentan a una petición de ocho años de cárcel para cada uno, acusados de pertenecer a Segi. Un suma y sigue trufado de detenciones, euroórdenes, prohibiciones y amenazas de impugnación e ilegalización. La cuestión es judicializar la vida política vasca con los pertrechos del interminable periodo de excepción que ha sometido a, cuando menos, las tres últimas generaciones en Euskal Herria.
Decía recientemente en estas mismas páginas el parlamentario del PSE, Óscar Rodríguez, que resulta inviable «construir un futuro en paz y la convivencia en Euskadi sin una crítica ética o moral a la violencia política». A renglón seguido, reprochaba a la izquierda abertzale padecer de amnesia colectiva, eludir la petición de perdón a las víctimas de ETA, y, por último, tratar de pasar de puntillas sobre los últimos 35 años de nuestra historia.
Así, mientras la trilladora policial y judicial sigue triturando sin descanso la base de ese segmento social que, en opinión de Rodríguez, debería ser definitivamente legalizado, la credibilidad de sus intenciones pasa por someterse a un nuevo juicio divino, en el que la misericordia del estado, y de la autoerigida figura institucional de «las víctimas», propicien un único relato histórico en el que la izquierda abertzale expíe públicamente sus culpas. Resulta evidente que la identificación del daño causado será un ejercicio obligado en determinado momento. Todo llegará, por supuesto, pero a partir de un relato multilateral sobre los últimos cincuenta años de nuestra historia, a partir del reconocimiento de las distintas responsabilidades concurrentes en el sufrimiento colectivo que aún nos sacude, y sacando a la luz las miles y miles de víctimas de la represión, entre los que merecen un apartado propio las 475 personas muertas como consecuencia de la violencia estatal desde 1960 hasta la actualidad.
Pero además, para el otorgamiento del perdón se invoca un poder todopoderoso: la omnipotencia misma, que sólo el estado tiene. Es paradójico que el representante institucional de un partido como el PSOE, que en los años en los que, con Felipe González en la presidencia (1982−1996), dirigió una política represiva, legal e ilegal, que provocó la muerte de 160 personas, nos exija acompañar la nueva apuesta política con una crítica a la vieja apuesta político-militar. En la agonía política del tardo-franquismo, en sus últimos quince años (1960−1975), el régimen causó la muerte de 86 personas, lo que sitúa al partido en el que milita Óscar Rodríguez en una tesitura delicada: asumir que en el transcurso de sus gobiernos de finales del pasado siglo, su acción de gobierno fue mucho más letal, casi el doble en términos cuantitativos, que la del genocida ferrolano.
Dejando el perdón y la convivencia para un contexto más apropiado, lo que cabe exigir al estado y a sus portavoces es que hagan, de una vez por todas, una nueva apuesta exclusivamente política, desterrando su particular esquema político-militar. Sobre la base de la más estricta justicia, la derivada de un marco democrático aun por configurar, entiendo que también es exigible un ejercicio de realismo político por parte del estado ahora que existen condiciones para superar de forma definitiva el conflicto y sus manifestaciones. Y apelo tanto a su responsabilidad como a su capacidad de cálculo, ya que ‑no lo olvidemos- la ciudadanía vasca ha empezado a juzgar con profundidad de criterio a todos los agentes implicados en esta larguísima contienda.
Como hemos visto en los recientes comicios forales y municipales, el electorado ha premiado la audacia y el cambio político representado por Bildu, otorgándole un poder institucional sin precedentes. Ha sido un primer veredicto popular en relación con la actitud de unos agentes y otros ante la posibilidad, realmente percibida, de situar a Euskal Herria en un escenario democrático, normalizado y en paz.
Utilizando la vieja idea de que es preferible ponerse al frente de la procesión a que ésta salga sin santo, el estado debería tentarse la ropa y adelantarse a un más que previsible segundo juicio popular. Si el electorado vasco ha apoyado de forma abrumadora la apuesta por un nuevo escenario protagonizada por la izquierda abertzale, y Madrid insiste en quemar sus naves y someter a ésta a un pleito judicial continuo, el definitivo Juicio Final no va a ser redactado por Angela Murillo. Ni el estado ni Dios serán ponentes de la voluntad popular, ni Rajoy o Cospedal rescatarán Euskal Herria para España. La correlación de fuerzas ha sufrido un cambio sustancial, la batalla de la opinión es crucial, y la credibilidad no respira por los poros de la demagogia. ¿Veredicto final? Cese de la represión, legalización y libre actividad política para todas las personas, y cambio radical de la política penitenciaria. Aplíquense el cuento.