Era un pueblo enclavado en medio de la meseta tórrida de Castilla. Tórrida en verano, llegando a los 40º muchas de las veces a la sombra donde hasta los perros huyen de ella; y gélida en el largo y gris invierno que ni las ánimas de los muertos salen a pasear. Nada que lo diferenciara de otros hermosos pueblos en cuanto a cotidianidad del aborigen, ya lejano de una República luminosa que embulló en fiestas a sus habitantes en una algarabía permanente, rodeados de una aureola luminosa de camaradería, comunicación activa solidaria, y camino por delante para andar. Tiempo de aquel pueblo cargado de proyectos para sus habitantes, de aquella luz donde las noches eran estrelladas y el alba era un despertar de ilusiones.
Ahora, nuestro pueblo, es gris en invierno y en verano, ni primaveras se reflejan sobre él. La población fue cubierta en color ceniza por una capa gigante a forma de tela de araña llena de agujeros sobre los que asomaba el “orden” como diciendo, ¡no se mueva nadie, estamos vigilándote! La tristeza se apoderó del brillo de los ojos de los aldeanos, se prohibieron los colores, y sólo se vendían prendas de negro, hasta las toquillas de recién nacidos eran negras como las de las abuelitas en el crudo invierno de la meseta. Entre estas gentes, se encontraba el cura, con su larga sotana negra recordaba a los cuervos que revolotean sobre la iglesia. El alcalde, con traje de “señorito” al igual que el médico, el juez, y el tricornio de la Guardia Civil, todo de negro como el enterrador, como los cuervos. La tristeza se reflejó en la cara de sus habitantes durante décadas, aún se refleja, observa bien sus ojos.
El alcalde había decretado por orden jurisdiccional a través de un bando, la prohibición de la risa, ni una muequita podía reflejarse en el rostro, ya que estaba prohibida; ni escuela había! la última ‑contó una viejita- la incendiaron a finales de 1939 con el maestro dentro cuando llegaron los “nacionales”. En éste pueblo, el médico atendía solo a los que le pagaban en dinero o especias, el cura también. El alcalde, apoyado por éstos, se iba envalentonando más cada día, se mostraba fanfarrón y presuntuoso ante el pueblo humillado y obligado a la miseria cultural; los alimentos se racionalizaron, no permitiendo un estado de vida y salud en desarrollo acorde a sus jornadas de trabajo. Así fue como el alcalde, empezó a decretar un sin fin de absurdas leyes, que el juez se encargaba de hacerlas cumplir, con la ayuda inquebrantable de la benemérita. Y el pueblo se quedó sin tabernas ni mesones ni cantinas… El alcohol, estaba prohibido también, excepto en las bodegas de la iglesia y de las autoridades que estaban llenas de agujeros sobre los muros con cientos de botellas de las mejores reservas. El café y otras sustancias de tipo exótico, también se prohibieron por ser alucinógenos que podrían despertar conciencias y animar a las pupilas a un lenguaje cuanto menos masón, por secreto; siempre peligroso alentar las palabras sobre la danza de las mariposas.
Nadie podía cantar, ¡en una Península tan habituada por entonces, al canto y las danzas!, ni para bañarse se podía, los espías se encontraban hasta en los sitios más recónditos de las casas, aunque el olor del rincón no fuera el más aconsejable; ni en la misa de los domingos y fiestas de guardar había cantos ni para ensalzar a dios ni al desconsolado san Pedro que moqueaba de aburrimiento sobre el altar de la iglesia. El baile estaba proscrito como los colores de la bandera y la palabra República. Las fiestas desaparecieron, culpables de despertar júbilo en la población civil muerta de hambre; ni las religiosas!, en un principio estaban permitidas. Los bandos y decretos formaban montañas de prohibiciones.
Los colores, rojo y blanco, desaparecieron también, por decreto. El rojo por su analogía política, hasta los campos de amapolas cuando la primavera transformaba la naturaleza fueron quemados como las tierras entorno al caserón de Juan de Padilla, el destacado comunero toledano. El color de la sangre dijeron que era “colorada”, y los tomates, también colorados, y coloradas como sandías abiertas se ponían los cachetes de las jovencitas cuando algún mozo las miraba, ya que sonreír no podían, pero manifestar el “rojo” sobre sus mejillas tampoco!, coloradas, coloradas!, como pimentón de matanza, coloradas!.
El blanco empezó a popularizarse, a través de la sagrada ostia en los altares, como color de la pureza. Todas las Vírgenes fueron santas de puras que fueron, ni una manito dejó marcada sobre ellas la huella de la impureza, y el cura decía que la más de las puras, fue la Virgen María madre de dios, la más casta de todas. Se obligó a ir de negro también a las novias al altar cuando se casaban, porque según el párroco eran impuras, al igual que las niñas cuando hacían la primera comunión, ni dios, ni el cura se fiaban de ninguna de ellas. Las gallinas que nacían blancas las enjaulaban en una prisión para animales, y los huevos blancos estaban prohibidos a los pobres. Huevos y gallos rojos, se encargaron de ellos personalmente pelotones adiestrados de la Santa Benemérita guiados por su patrona, la Virgen del Pilar.
La escuela había quedado hecha cenizas como los huesos del maestro, la consideraban más que peligrosa, por su peligrosidad, había de ser abolida. Dos opciones tuvieron los hombres y mujeres instruidos, entre ellos los educandos: Morir entre rejas, en pelotón de fusilamiento, o huir cuanto más fronteras por medio mejor. Religiosos, y legionarios a caballo, se impusieron como “educadores de la nueva sociedad”, en la que las niñas, se quedaban en casa ayudando a sus madres en las tareas propias de las mujeres (barrer, cocinar, lavar, acarrear cubos de agua y cuidar de los mas pequeños). Los niños, ayudando a sus padres en las tareas propias de los hombres, (trabajar fuera de casa, empezar a ser, ¡hombres!), era importante. Ese derecho de salir y entrar en la casa cuando les daba la gana, que sus hermanas no tenían les hizo sentir, digamos que, “diferentes”, como el deseo entre pierna y el humo de sus cigarrillos entorno a la cabeza como fronteras que les distinguían entre “las niñas” de su edad y el hombre que se despertaba a través de una educación militarizaba que les alienaba y hacía olvidar sus comienzos como, ¡hombres!, a través de jornadas de trabajo de doce horas diarias. Unas monedas en el bolsillo a esa edad, les hizo sentir dueños!, de madres viudas o abandonadas, y ante hermanas, en los ámbitos de miseria que rodeaba barrios, pueblos, aldeas… Entre tanto, los hijos e hijas de los ricos sí iban a la escuela, pero a una escuela que estaba en la ciudad, sólo para los pudientes que pagaban religiosamente al clero, encargado de destacar su ejército de domadores de la selva del Señor, a través de monjas, curas y frailes.
Al pueblo, se le impuso amanecer sobre el gris de fondo, no podía desviarse, marcaron su rutina diaria. Dicho pueblo tuvo que asumir como normal el color de las capas de la “justicia como porvenir y mostrar a los ojos de los demás la normalidad”, que regía sus días con sus obligaciones sociales y familiares. Fue en ese contexto, cuando hubo un aviso de alarma, a través del sargento de la Guardia Civil. ¡Peligro!, un circo se acerca al pueblo!!! La alarma cundió el pánico en segundos, hasta el cura hizo que tocaran las campanas de la iglesia en señal de, ¡alarma, alarma!. Campanas que él mismo tenia secuestradas, al olvido, por ser un instrumento musical que podía inducir a cantar o bailar.
El alcalde reunió en un santiamén a las fuerzas del “orden”, políticas y militares, o sea, al juez, el cura, médico, veterinario, los tres caciques latifundistas y al sargento de la Guardia Civil. La situación era de máxima gravedad. ¡Había que impedir que el circo llegara al pueblo!, y menos que se instalara, era subversión, apología, invasión!!! En pocos minutos, se decretó una partida encabezada por el sargento benemérito, cuatro números más, y el secretario del ayuntamiento, todos armados hasta los dientes en busca del maldito circo, (demoníaco) en palabras del cura. En menos de media hora localizaron la caravana polvorosa de los cómicos del arte, nómadas de la alegría por los pueblos, como fertilizante de vida sobre un espectáculo experimental de gran calidad. Atónito el elenco artístico, ante aquellos seis hombres fusil en mano apuntándoles y cortándolos el paso, les miraron con recelo, con media sonrisa de mueca. -”¿Serían actores también ellos?”- cuando se oyó la voz de la autoridad decir:
-¡¡Alto, dónde van!!, ‑dijo el sargento.
-A hacer una función en el próximo pueblo, a trabajar!, ‑dijo de forma campechana, el que parecía el director del elenco circense.
-¡Ustedes no van a ningún sitio!, ¡media vuelta!, el pueblo no necesita payasos!.
-Mire…usted, nosotros tenemos permisos…mire, aquí tengo un papel firmado…
No le dio tiempo a desplegar el arrugado documento, que guardaba dentro de una carterita de cuero ‑era aquél un hombre de unos 60 años- un certero disparo del sargento le partió la cara haciéndole caer como un rayo al suelo polvoriento y duro, de esa tierra inhóspita y quemada para que la fertilidad de las amapolas rojas no aparecieran por sus campos.
El resto fue mas cruel si cabe, tipo película de Tarantino: Al trapecista lo acribillaron todos a una, dejando un reguero de sangre enorme “colorada” por los campos ya estériles. A los malabaristas los arrastraron atados a los caballos dejándolos irreconocibles como les había sucedido en otra época y con otros reyes, a los comuneros.
A los acróbatas los rociaron con gasolina prendiéndoles fuego como muestra de castigo ante el pueblo encapotado, sobre el gris de fondo. A la domadora la violaron, total, era una pobre miserable de la que había que aprovecharse antes de degollarla, además era hermosa, eso les excitaba; segundos después la domadora se desangraba. Su cara perdió el color, pero no su belleza, tan hermosa como la granadina María Pacheco, (la leona de Castilla, la rebelde, la brava, la comunera), que Juan de Padilla tomaría como esposa para compartir vida, amor y lucha.
Así con el resto de artistas, que asustados, intentaban en vano huir de la macabra inquisición carnicera. Al “payaso”, lo dejaron para el final, le pintaron la cara de sangre de sus compañeros, y lo colgaron con una soga al cuello del único árbol que había en el camino polvoriento, porque en el fondo, muy al fondo, no pretendían ser tan crueles como sus compadres los soldados del Rey Carlos de Gante, en aquél 24 de Abril, en el que mandó ajusticiar a Padilla, Bravo y Maldonado en Villalar, y relinchó echando espuma por la boca por no haber podido degollar el cuello de María Pacheco; o como en otras de sus rabietas de impotencia “real”, ante el pueblo que se levantó altivo contra la corona, ordenando contra comuneros vallisoletanos cortarles los pies, y quemar las casas de los que habían logrado huir de la masacre, o aquél 23 de Abril en Mora… la arrasaron, prendieron fuego, los mataron a todos; los hombres fueron abatidos uno tras otro y sus familias, aterrorizadas, se protegieron dentro de la iglesia ‑creyendo que allí estarían a salvo- los quemaron a todos, mujeres, enfermos, ancianos, hombres, niños, todos. Más de mil seres humanos ardieron (1521).
PD.
-¿Habéis leído al gran Horacio ‑dijo María Pacheco- maese Serrano?,
El impresor negó con la cabeza.
“Con más violencia azota el viento
los pinos de mayor tamaño,
y las torres más altas caen
con mayor caída, y los rayos
hieren las cumbres de los montes…”
¿Qué os parecen estos versos?
-No soy muy ducho en poesía, me temo ‑se disculpó.
-No hace falta serlo, dice la Comunera. Basta con entender lo que el poeta quiere expresar.
-Que el viento es el pueblo y los pinos los grandes nobles… ‑se aventuró a decir. (El rostro de de ella se iluminó con una sonrisa).
-O que el sencillo peón se come a la poderosa torre ‑aclaró al tiempo que efectuaba el movimiento y se comía la torre del impresor.
*El 1 de Noviembre del 1521: María Pacheco, abandona el alcázar, pero no entrega las armas.
*1531, María Pacheco muere en el exilio portugués, 35 años antes, había nacido en la hermosa Granada, donde creció, correteó, y leyó ferviente poesía entre los hermosos jardines y fuentes de la exótica Alhambra:
“A quienes me llaman ignorante respondo que pocos hay entre ellos capaces de superar mis conocimientos. ¿Qué saben ellos? ¿Acaso no leí las obras de Platón y de Aristóteles, de Pico de la Mirándola, de maestros Erasmo y de Tomás Moro, humanistas, hombres de sentido y sentimiento? Las entendí y las hice mías, porque mío es también el derecho de creer en un mundo mas justo, en la igualdad, en la libertad del ser humano; mío es también el gobierno del pueblo y para el pueblo. Es fácil agraviar a una mujer que no puede defenderse, que lo ha perdido todo: familia, patria, bienes y honor, pero yo les reto ante Dios a que demuestren sus calumnias y ante la Historia para que ella juzgue si la lucha comunera fue crimen o justicia (…) Fueron nobles e hidalgos, sí, los jefes del movimiento, pero sólo en su principio. Interesados en causas menos dignas, intentaron mantener sus privilegios, deseando ocupar los puestos de los flamencos, pero los dos mil de Segovia, los cuatro mil de Tordesillas, los seis mil de Villalar no eran nobles ni hidalgos, sino hijos del pueblo. Tenderos, pellejeros, boticarios, campesinos, clérigos, escribanos, curtidores, tejedores, hombres y mujeres, levantaron el pendón de la justicia que equipara a todos los seres humanos. Pocos nobles e hidalgos se mantuvieron firmes hasta el final y muchos de los exceptuados en el perdón del hijo de la reina ya habían mudado de casaca cuando el triunfo se convirtió en derrota, cuando más falta hacía. Ahora pagan su traición siendo a su vez traicionados (…) Maldigo a nuestros enemigos, a todos aquellos cuya terquedad les impide escuchar la voz de la razón pidiendo un gobierno justo, denunciando los abusos de los grandes y el expolio de Castilla; a los que niegan la palabra al pueblo y se arrogan el derecho divino de dar a uno lo que a mil corresponde. Maldigo a los cobardes, traidores de pensamiento y de hecho; a los que alientan la esperanza de un futuro mejor en los corazones humildes y les vuelven la espalda por miedo o provecho, y también a los ricos comerciantes cuyas bolsas se llenan con el hambre de los pobres. No hubo entre todos estos avariciosos, mezquinos, egoístas, ni uno solo que defendiese el bien de esta tierra antes que el suyo propio. Amagaron sin golpear, ladraron pero no mordieron y escondieron la cabeza bajo el ala cuando vieron sus privilegios en peligro (…) Ambiciosa, sí, lo soy. Ambicioné la igualdad entre las personas, la equidad, el gobierno del pueblo, la libre elección de gobernantes y el reparto de las riquezas (…) Los cronistas, escribientes de oficio pagados por sus amos, vierten calumnias en sus escritos pues es más cómo acusar de defender. Podrán engañar durante algún tiempo al pueblo atemorizado, a quienes desean escuchar lo que quieren, a quienes se empeñan en justificar la la rectitud de un rey que nunca ha amado a Castilla, no quiso comprenderla, la dejó en manos de extraños y en las de unos pocos cuyos intereses son el poder y la bolsa. Algún día las buenas gentes castellanas recordarán añorantes a los hombres y mujeres que lucharon por la Comunidad. Habremos muerto para entonces, pero los calumniadores y sus amos también, y serán olvidados.
Nosotros no.”
Padre de Juan Padilla, a éste:
“Escucha mi consejo, hijo, no confíes en los poderosos porque no son de fiar. Únicamente miran por sus propios intereses y te utilizan si entienden que puedes serles de alguna utilidad. No te fíes de sus promesas de amistad y apoyo. “Nuestros” nobles tienen el corazón de piedra, y el clamor del pueblo es cada día más fuerte. Están sordos o no quieren escuchar, lo cual es aún peor.
Reacción en defensa de la comunidad:
Dávalos, no se molestó en intentar convencerlos, y exigió la entrega de parte del oro y la plata que se guardaba en el Sagrario en forma de custodias, cruces y otros objetos.
-Estos objetos son sagrados y nadie pondrá una mano encima de ellos y menos para una causa que la iglesia no aprueba ‑afirmó tajante el Obispo Campo.
-Entonces, cogeremos lo que no lo es ‑aseveró el comunero.
-En nombre de Dios! ¿Qué hacéis?
-Puesto que la Iglesia se niega a colaborar y esconde sus tesoros como el avaro sus monedas, el pueblo toma lo que es suyo.
-¿Pensáis vender las campanas en el mercado?.
-Pensamos fundirlas y hacer cañones con ellas…
-¡Arderéis en el infierno por ladrones, blasfemos y herejes!
-¡Allí nos veremos!, respondió el comunero.
María Pacheco, se presentó en la catedral acompañada de condicionales comuneros armados, y se dirige hacia el sagrario donde están las joyas, con dos pajes descalzos, haciendo caso omiso de de ruegos y amenazas de los canónigos. Cogió una gran cruz de plata llamada Antequera y otros utensilios también de plata.
-Cometes un sacrilegio.
-Nuestro señor Jesucristo no tenía ni oro ni plata.
-Las propiedades de la iglesia son intocables…
-La obligación de la iglesia es estar del lado del pueblo y no de los poderosos.
San Blas amaneció cubierto por grises nubarrones, presagio de tormenta. El obispo de Bari proclamó día de fiesta en honor del nuevo papa… desde primeras horas de la mañana, grupos de soldados recorrieron la ciudad obligando a sus gentes a salir de las casas y dar vivas al regente y al rey, la mayoría lo hizo a la fuerza, observados por soldados pica en mano. De repente un grito agudo, fino, irrumpe -¡Viva Padilla! ¡Viva la comunidad! ‑y los ojos del pueblo obligado a asistir ante el rey, brillaron… momentos
después, un chaval, casi un niño, era arrastrado y golpeado hacia el medio de la plaza por soldados. Un hombre intenta romper el cerco de los soldados, y salvar al muchacho de los golpes. ‑Malditos hijos de puta, cobardes, bellacos ¿Es ésta la justicia del rey? ¿Matar a golpes a un muchacho indefenso?
Cinco siglos después…
“El comando del orden”, de la ley que no quería circo ni colores, y que impuso el “colorado” por el rojo ‑para definir, la bien diferenciada sangre entre reyes y plebeyos- como una orgía sin límite, prendió fuego a los carromatos de la caravana, para que no quedara señal alguna del circo de la alegría. Forma de no sentirse menos “reales”, (ante la monarquía de casta francesa en los madriles, esa llamada capital del reino y de las cortes), que los soldados leales del Rey de Castilla y Aragón coronado por “nobles flamencos” en Bruselas y que jamás perdonó el orgullo revolucionario de la granadina rebelde. María Pacheco: La Comunera.
* Siempre rojo y a la izquierda. (Pablo Hasel, a la salida de la Audiencia Nacional)
Maité Campillo (actriz)