En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. Firmado: El Generalísimo Franco». Burgos, 1 de abril de 1939. En el Madrid sitiado de 1939, desde el propio bando republicano, el coronel Casado dio un golpe de estado contra el gobierno de Negrín. Contrario a la prolongación de la guerra, pretendió negociar unas mínimas condiciones para la rendición. Vana ilusión. El mínimo exigido por Franco era la rendición incondicional. El golpe de Casado supuso la desarticulación de la defensa de Madrid y la entrada en la ciudad de las tropas fascistas. Casado huyó a Valencia y de allí salió al exilio. La capital del Turia caería poco después y el 1 de abril Franco dictaría desde Burgos su «último parte de guerra».
Contrariamente a lo afirmado, la guerra no terminó. Desapareció uno de sus bandos, el perdedor, pero el otro siguió activo. Comenzaron ‑prosiguieron- los fusilamientos, los juicios militares, las largas condenas, la represión social, los trabajos forzados, el expolio de los vencidos, el aceite de ricino, las depuraciones, la supresión de todo atisbo de libertades… Durante casi cuarenta años, y hasta sus últimos días, la dictadura franquista siguió sentenciando a muerte (los últimos, Puig Antich, Txiki, Otaegi y los del FRAP,…) e imponiendo en la calle su ley y orden por medio de tricornios, policías e incontrolados: Gasteiz, Montejurra, semana pro-amnistía de 1977…
Desde las cansinas filas del PP y algunos sectores del PSOE se habla también hoy de rendiciones incondicionales: «lo único a plantear es la disolución de ETA y la entrega de sus armas; todo lo demás son zarandajas». Haciendo caso omiso de las experiencias acumuladas en procesos armados más o menos cercanos o lejanos (Irlanda, Sudáfrica, Centroamérica…), se afirma que no hay nada que negociar ni bajar guardia alguna «hasta conseguir la total desaparición de la banda». Sueñan, en el fondo, con poder dictar un parte de guerra similar al de Franco: «En el día de hoy, cautiva y desarmada la banda terrorista ETA, han alcanzado las fuerzas de la policía y la guardia civil sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado».
Sin embargo, como a Franco, no hay que hacerles caso alguno. Si la rendición se diera, ésta no sería suficiente para ellos. Después de conseguida, hablarían de una necesaria «cuarentena» de duración indeterminada y mantendrían, por si acaso, su Audiencia Nacional y su legislación antiterrorista, su Ley de Partidos, la exigencia del cumplimiento de sus penas para todos los presos y presas. Al igual que en la dictadura, llenarían nuestras plazas y calles con placas y monumentos a sus caídos por dios y por España y nombres como los de Carrero Blanco y Melitón Manzanas, «víctimas inocentes del fanatismo de ETA», volverían a aparecer en los callejeros de nuestras ciudades y pueblos. Como guinda, por supuesto, el independentismo seguiría siendo vigilado y recortado por ser fuente de fanatismo, irracionalidad y violencia.
Enrique Rodríguez Galindo, José Barrionuevo, Rafael Vera, José Amedo, Julen Elorriaga, Ricardo García Damborenea, Michel Domínguez, Miguel Planchuelo y toda la corte celestial del GAL, a pesar de ser condenados a varios cientos de años de prisión, no llegaron a cumplir ni siquiera un diez por ciento de las penas de cárcel que les fueron impuestas. Y al «señor X», desconocido personaje señalado por Garzón en su sentencia como alguien situado por encima de todos estos policías, comisarios, gobernadores civiles, generales y ministros (¿quién demonios podría ostentar un rango superior al de todos estos altos cargos?), ni siquiera le cayó un tirón de orejas.
La Fundación Euskal Memoria, dedicada a la recuperación y divulgación de la Historia de Euskal Herria, ha cifrado en 474 las víctimas de la represión habida en nuestro pueblo por la Policía, Guardia Civil, organizaciones parapoliciales o de extrema derecha… Las víctimas no son pues, tal como afirma un parcial e interesado discurso, las ochocientas y pico causadas por ETA, sino las 1.300 resultantes de la suma anterior. Y víctimas son también no sólo las personas y cargos que han tenido que vivir bajo el temor de ser objeto de un atentado, sino también todas aquellas otras que han padecido torturas o malos tratos, sufrido exilio o han sido condenadas a largas penas de cárcel bajo duros regímenes de dispersión y aislamiento.
Evidentemente, no se trata de jugar a poner en una balanza las unas y las otras y ver cuál de ellas pesa más, sino de entender que todas han sido consecuencias dolorosas de un conflicto que es preciso cerrar y que, por fortuna, es posible hacerlo hoy en el marco de la nueva situación abierta en Euskal Herria. Para ello, por supuesto, es preciso descartar cualquier idea referente a la necesidad de exigir «rendiciones incondicionales» o celebrar «días de la victoria», y pasar a trabajar por crear marcos que posibiliten el diálogo y el entendimiento y, como consecuencia de ello, el reconocimiento y la reparación.
La aberrante sentencia sobre el llamado caso Bateragune y el mantenimiento del despropósito que suponen los juicios a celebrar en las próximas semanas y meses (Ekin, Segi, Askapena…) caminan en una dirección contraria a la que en estos momentos es preciso seguir. El convertir a delegados del Gobierno, fiscalías, abogacías del Estado y jueces en instrumentos de una política inquisitorial de potro, condena y hoguera es algo que debe ser desactivado de inmediato si se quiere realmente avanzar por el buen camino.
Por último, es preciso señalar también que, con toda la importancia que pueda tener en estos momentos el discreto trabajo a realizar por expertos, políticos y mediadores, la conquista de la paz sólo va a ser posible si crece la presión social y política ‑también la electoral a la vista de la próxima cita de noviembre- favorable a la misma. Las exigencias y movilizaciones sociales y ciudadanas en torno a este objetivo, así como también las iniciativas institucionales que puedan adoptarse (ayuntamientos, parlamentos…) pueden ser cruciales en este momento.