Bramaba el mando policial: «¡Querrán que nos vayamos por la puerta de atrás! ¡A escondidas! ¡Pues no! ‑aseguraba-. ¡Nos iremos en formación militar, con las sirenas encendidas!». Otros desearían, por el contrario, que cuando se retiren lo hagan de rodillas, pidiendo perdón pueblo a pueblo, casa por casa, por el dolor que han generado. Creo sinceramente que no será de una manera ni de la otra. Como se temía el policía en sus peores sueños, será un goteo sin pena ni gloria. Pero se irán.
Es lo lógico, en base a una amplia demanda social. El partido político que ocupa gobierno en Gasteiz la acaba de descubrir. Opina en relación al «caso Bateragune» que el tribunal especial debería atender a «la realidad social» para dictar sus sentencias. No es una posición mantenida en todos los pliegues y repliegues del PSOE, porque los que ocupan gobiernos en Iruña y Madrid callan o aplauden. No hay quórum, pero da una pista de sus contradicciones. Una «realidad social» que el PSOE recibe distorsionada entre interferencias y sicofonías internas, pero que ganará nitidez en el futuro. Ganará.
¡Era tan sencillo! Porque ahí está la clave: respetar la «realidad social». En base a ella anuncian pasos en el ámbito penitenciario. Inmediatamente Rubalcaba advierte de que no será una amnistía, porque no existe en la Constitución. Tampoco existe la tortura, o la dispersión, o el aislamiento por sistema… y se practican. Más pronto que tarde, la «realidad social» acercará a los presos políticos a cárceles próximas a sus lugares de origen, para después ir llegando a la libertad sin estridencias pero con alegría de los suyos. Las cárceles se vaciarán.
Y quienes tuvieron que coger el duro camino del exilio, no regresarán con un salvoconducto bajo el brazo que les de permiso para reintegrarse en su familia y pueblo. Los que se fueron lejos para evitar tortura y persecución, se acercarán cuidando cada paso, arriesgando, tal y como lo hicieron antes. Pero la «realidad social», la que entre todos construimos hoy, impedirá que se les apliquen las recetas de tiempos pasados. Y podremos preguntar sin miedo a sus hijas o padres, no ya por si tienen alguna escurridiza noticia, sino por cómo y dónde se encuentran, en su camino de vuelta a casa. Porque volverán.
No se demolerán los tribunales de excepción y las casernas que albergaron la tortura, para poder colocar flores sobre los escombros. Ni las leyes inmundas que avalaron el tormento serán derogadas entre loas y abrazos de parlamentarios. Pero todas ellas desaparecerán.
No habrá golpes de mano. No habrá victorias apabullantes, ni derrotas clamorosas. No. Habrá respeto a voluntades mayoritarias, evidenciadas tras un trabajo sostenido. El final de este conflicto no lo dirimirá el venablo certero que atravesó a Roland y lo dejó en Orreaga colgado de su olifante. La resolución no yace en la hazaña de un francotirador que hiera de muerte a Zumalakarregi. No habrá más «operaciones ogro», ni asesinatos de líderes revolucionarios con recibimiento de guardiaciviles en posición de firmes. No creo siquiera que el fin se escenifique con un abrazo a regañadientes entre militares contendientes, ni de una capitulación firmada con los dedos cruzados a la espalda. Pero el final del conflicto, tal y como lo hemos conocido, llegará.
A puro más. No creo que el proceso de desmilitarización sea en un alambicado ceremonial de entrega de armas como pretenden, al estilo Vercingetorix frente al Cesar vencedor. Internacionales neutrales analizarán actitudes de una y otra parte y verificarán si se ajustan a la «realidad social». Y en base a ella, ETA adoptará más decisiones, hasta llamar a sus cuadros, como hizo el IRA, a que intervengan en política de la manera que ellos decidan, pero por otros métodos. Lo harán.
Y las «víctimas del terrorismo», esas que tienen el monopolio del sufrimiento y con ello de la existencia. ¿Qué decir de ellas, escollo principal para decisiones definitivas? Ya tienen el reconocimiento institucional y la reparación de una justicia de venganza diseñada a su medida. Sin duda esperarán más. Esperarán.
Y las otras víctimas, las no reconocidas y que por ello no existen, las del Estado y sus oscuros aparatos, saldrán a la luz. Las que encontraron cerrada la puerta del juzgado en el que presentaron denuncia, encontrarán ventanas. Las que vieron como su caso acababa en un cajón sin fondo, encontrarán quien reabra el dossier bajo la lámpara. Esas víctimas, sin duda, harán su relato. Y no será ni mejor ni peor que el de otra persona que sufrió o sufre. No será único, ni unívoco. Pero estará sobre la mesa para que en el futuro alguien con curiosidad neutral se acerque sin prejuicios para conocer los efectos de este último conflicto de los vascos. Y con su lectura se acercará a la verdad.
Ni siquiera el futuro de este pueblo está condicionado por una declaración concreta y definitiva, en un día que quede marcado en oro en el calendario en el que los taquígrafos digan que la revolución triunfó y sus banderas ocupen salas de museos. Se adoptarán importantes compromisos multilaterales y esa «realidad social» compartida encontrará el acomodo que necesite en Europa y el mundo. No habrá personajes cruzados en bandas y medallas que acuñen el nuevo tiempo con un saludo marcial. Simplemente, sedimentará una nueva forma de hacer política en la que se priorice lo que los ciudadanos y ciudadanas de este país, y solamente ellos y ellas, decidan. Se izarán anclas y se soltarán amarras, una a una y sin vítores ni aclamaciones. Y el viaje continuará más allá.
S in olvido. Serán decenas de miles de voluntades quienes pongan en valor los pasos dados hasta ahora. Es de todos y todas el protagonismo. Y así, sin abandonar la memoria de tantos, pero sin héroes eternos, próceres ni hijos predilectos, llegaremos a lo que este pueblo quiera ser. Porque eso último será lo que demanda una «realidad social» imparable. Y con ese ímpetu, caerán diques y se abrirán grietas en las murallas. No cabalgamos recias monturas como el Duque de Alba ni bien dotados rocines como Espartero, pero echamos el hombro al carro de bueyes que al avanzar chirria. No hay Apolos, Hércules ni Ateneas; hay Sísifos obstinados que levantarán una y mil veces la piedra de su destino. No alisaremos corbatas ni colocaremos moquetas en oficinas, porque creemos más en el buzo y el auzolan. No contamos con plusmarquistas como Carl Lewis, hijos del viento, pero abundan esfuerzos como los de la suiza Gabrielle Andersen que, en el maratón de Los Ángeles 1984, al límite de sus fuerzas, no se permitió abandonar. Y no abandonaremos.
Y así, confortaremos la memoria con un recorte de periódico, una foto, una carta con remite de talego. Retazos de lo que ha sido. Y en nuestro recuerdo, evocaremos el gesto de quien nos abrió un portal en la carrera; la palabra amable en un interminable viaje para visitar al amigo encarcelado; una palmada familiar en la puerta del tribunal; una sonrisa cómplice cuando más parecía que la empresa era imposible. Y nos bastará con mirar por la ventana, inspirar profundamente y sonreír. Nos bastará.
Porque no será épico. Pero será.