La credibilidad de un sistema democrático no se mide por la periodicidad de sus consultas electorales o la extensión de sus ayudas sociales, sino por otras cuestiones a las que desde las alturas se les intenta dar un valor menor. Sabemos que los sistemas son corruptos por naturaleza, con muy escasas excepciones, por supuesto, que el dinero todo lo puede y cosas por el estilo.
Las deficiencias son notorias, pero no se habla de ellas. Nos envuelve un silencio general, cómplice. Se conoce, se intuye, pero no se profundiza. Entre estas carencias está, sin duda, la de la Justicia. El adagio de que «todos somos iguales ante la ley» es un camelo. No hay duda. ¿Alguien en su sano juicio supone que algún miembro de la familia real sufrirá prisión por el caso Palma-Arena?
Recuerdo, que no hace mucho con Emilio Botín, el hombre más influyente de España, la justicia hizo una hipérbole escandalosa. Sólo han pasado unos años (diciembre de 2007) desde que el fiscal retiró las acusaciones contra Botín (hace unos meses se han abierto otras por fraude fiscal), quedando únicamente las de la popular. El Supremo desestimó el procesamiento por no existir acusación ni fiscal ni particular. Sin embargo, para «Egunkaria», en la misma situación, el argumento no fue válido. Los directivos del diario en euskara fueron procesados y juzgados. ¿Se imaginan a Emilio Botín entre rejas? Yo tampoco. Se imaginan al ex director del Fondo Monetario Internacional (Strauss Kahn) en una celda de tres metros de ancho por cinco de largo?
Tenemos una ristra interminable de agravios comparativos. Comenzando por Barrionuevo, Vera, Rodríguez-Galindo y concluyendo por Suárez, Martín Villa o Urralburu. ¿En qué prisión cumplieron condena los autores materiales de los disparos que terminaron con la vida de cinco obreros en Gasteiz? Y aquel político llamado Fraga que ocultó los expedientes de sus funcionarios criminales, ¿en qué país se exilió para que España no pudiera pedir su extradición?
¿Dónde se encuentran los funcionarios que encubrieron la muerte de Jon Anza? ¿Quién arrancó dos muelas a José Luis Geresta antes de su muerte? ¿En que cuartel se esconden los autores de esos 200 asesinatos de ciudadanos vascos en controles, ametrallamientos, discotecas, comisarías? ¿Quién firma sus nóminas y les envía christmas por Navidad?
La tortura, asimismo, es recurrente. En España no puede ni debe existir la tortura. Con un conflicto abierto como el vasco, a pesar de su negación pública, la tortura es cuestión de Estado. Y como tal se trata, con varias premisas en juego. No hablar, no comentar y apoyarla desde las instancias que importan, es decir, desde las instituciones que definen el Estado.
Hace un buen tiempo escribí que en la guerra del Rif, siento el retroceso, los españoles se mostraron al mundo como un pueblo extremadamente violento, construyendo del terror toda una liturgia. De aquellos mandos militares formados en el norte de África surgió una casta que durante la guerra civil cambió moros por rojos y continuó la sangría. Nos parecía inhumano, sorprendente el sadismo que empleó el franquismo con su enemigo interior, rojos y separatistas. No era, sin embargo, novedad. Venía de su actividad africana.
Como anunciaba, escribí que aquella sarracina fue posible gracias a un apoyo mediático sin fisuras y a la impunidad de los funcionarios que la ejercían. Ya sé que es más de lo mismo, pero no por ello pierde actualidad. El grupo Vocento, en su versión vasca más amable, sacaba de portada la absolución de los guardia civiles condenados por torturas por la Audiencia Provincial de Gipuzkoa y llevaba la noticia al interior, sustituyendo en el titular los nombres de Igor Portu y Mattin Sarasola por los de «los etarras de la T4». Una evidencia de la estrategia africana: el fin justifica los medios.
Cuando Joxe Arregi murió torturado en 1981 en una comisaría madrileña, a 30 años de los hechos que nos ocupan, la entonces recién estrenada democracia española reaccionó de manera idéntica a la que niega las torturas a Portu y Sarasola. Joxe Arregi, en titular de un diario hoy propiedad de Vocento, sin nombre y muerto en Carabanchel, era «un etarra que había participado en 6 atentados». El ministerio de Justicia hispano alumbró una nota en la que decía lo que han repetido en 2011: «las heridas de Arregui se las produjo en el momento de su detención».
Si ésta es la primera premisa, la del apoyo mediático, la segunda es la clave de que la tortura, y con ella la vulneración sistemática de derechos humanos, persista en el escenario ibérico: la impunidad. Impunidad con mayúsculas que sirve para que funcionarios civiles y militares cometan todo tipo de fechorías porque su fin, desactivar la disidencia, justifica los medios (tortura sistemática).
Hay un «modelo español de impunidad», como ya denunció Nizkor, una asociación de derechos humanos y a la vez asesoría jurídica para numerosos organismos que representan a las víctimas en América Latina, Europa y Estados Unidos. En esta línea, les aconsejo el excelente trabajo del jurista Louis Joinet sobre la impunidad en una subcomisión de la ONU. Joinet define la impunidad como «la inexistencia, de hecho o de derecho, de responsabilidad penal por parte de los autores de violaciones de los derechos humanos, así como de responsabilidad civil, administrativa o disciplinaria, porque escapan a toda investigación con miras a su inculpación, detención, procesamiento y, en caso de ser reconocidos culpables, condena, incluso a la indemnización del daño causado a sus víctimas».
La justicia no es igual para todos. La impunidad es el ejemplo palmario.
Lo sé, lo sabes, lo sabe, lo sabemos, lo sabéis, lo saben: la tortura es sistemática por su apoyo mediático y por la impunidad de quienes la ejercen.
Los jueces, a pesar de lo que digan, también lo saben. Otro ejemplo palmario es el del juez estrella Garzón. Conocida su aversión a lo vasco y a los vascos. Jamás abrió diligencias ante las decenas de denuncias sobre tortura que recibió de detenidos a los que ni siquiera podía entender tras su paso por comisaría. En 2009, siendo juez de la Audiencia Nacional, abrió diligencias destinadas a esclarecer los crímenes y desaparecidos del franquismo. En estas diligencias, por las que el juez, entre otras circunstancias, fue retirado de las mismas, podemos leer la clave a la que me refería: «los métodos se institucionalizaron gracias al sistema de impunidad impuesto por quienes lo diseñaron y al miedo desarrollado en las víctimas».
Perfecto Garzón. Pero la aplicación debería ser universal.
Recuerdo, y es que esto de la memoria es, a veces, como una pesadilla, que el propio Garzón abrió diligencias para determinar las responsabilidades de los servicios secretos españoles en la muerte de tres mendigos utilizados como cobayas. Experimentos cuya objetivo era aplicarlos a militantes de ETA.
Algunos medios airearon el nombre de un nuevo «Doctor Mengele» (Diego Figuera Aymerich), hombre reputado en la medicina española (cuando falleció en 2003 las necrológicas laudatorias inundaron los medios españoles), como responsable de los experimentos. El «Informe Jano», que era el proyecto, desapareció del mapa y Garzón cerró su investigación: existe el proyecto, pero no hemos encontrado a los culpables.
Jamás han existido fisuras en el aparato estatal. Me ha costado encontrar la cita, guardada finalmente en un viejo cuaderno de notas, pero al final la búsqueda ha valido la pena. Lo recogí de un artículo escrito en Cambio 16 nada menos que en 1982. Su autor fue Ricardo Utrilla y el texto es de una lucidez extraordinaria: «Habrá que recordar hasta la saciedad que la democracia es, por definición, mas frágil y vulnerable que la dictadura; y que por tanto, exige para mantenerse métodos y actuaciones mas rigurosas que las propias de un régimen totalitario».
Mientras haya impunidad, España estará más cerca de un régimen totalitario que de una democracia.