Y si digo “de la izquierda” y no “de la izquierda abertzale”, no es para restarles mérito a los protagonistas indiscutibles de esta victoria histórica, sino para subrayar el hecho de que la izquierda toda se beneficia de ella y ha de hacerla suya.
Si necesario es aprender de los errores, no lo es menos aprender de los aciertos. La colaboración de las organizaciones izquierdistas de ámbito estatal con las independentistas y soberanistas, que se hizo visible con la candidatura a las elecciones europeas de Iniciativa Internacionalista, tiene que ser un objetivo prioritario de la lucha contra el capitalismo (como lo será del poder, ahora más que nunca, intentar dividirnos). Y analizar las claves del éxito de la izquierda abertzale, precisamente por las enormes dificultades que ha tenido que superar, es una tarea a la que hemos de dedicar toda nuestra capacidad de reflexión y análisis.
Al igual que la revolución cubana, la lucha del pueblo vasco por la autodeterminación y el socialismo ha demostrado que la resistencia antiimperialista es posible incluso en las circunstancias más adversas. Ni el bloqueo criminal de Estados Unidos en el caso de Cuba, ni la brutal represión de los estados español y francés en el de Euskal Herria, han podido doblegar a un pueblo cohesionado por la solidaridad revolucionaria y dotado de una organización política eficaz. Y por organización política eficaz solo se puede entender la que parte de las bases y se entrevera, respetándolo y reforzándolo, con el tejido social de un país, con sus luchas y reivindicaciones populares. En este sentido, una de las claves del éxito de la izquierda abertzale ha sido su plena identificación del socialismo con las otras dos grandes corrientes transformadoras de nuestro tiempo: el feminismo y el ecologismo.
Lucha de clases, géneros y especies: tres ramas inseparables de un mismo tronco. Independentismo e internacionalismo: dos caras de una misma moneda. La izquierda abertzale ha sido, probablemente, la primera en entenderlo y en convertirlo en praxis revolucionaria.
A continuación, para abundar en lo dicho y aun a riesgo de pecar de insistente, repetiré algunas de las cosas que dije hace años en artículos como El tamaño de la revolución o Cuba y Euskal Herria:
Todas las disciplinas científicas comparten un método común, que, en esquema, es el siguiente: se empieza por reunir información sobre una determinada materia, a partir de esa información se elabora una hipótesis, en función de esa hipótesis se realiza una serie de predicciones, y por último se comprueba experimentalmente si esas predicciones son correctas; en caso afirmativo, la hipótesis queda confirmada (o, mejor dicho, reforzada, pues la confirmación nunca es plena y definitiva), y en caso negativo queda refutada (o cuando menos debilitada).
Las ciencias sociales comparten con las disciplinas científicas propiamente dichas los tres primeros pasos del proceso; pero no permiten llevar a cabo las exhaustivas comprobaciones experimentales que confieren su precisión y solidez a los postulados de la física o la biología. Por el momento, solo los más sencillos experimentos sociológicos se pueden realizar en el laboratorio (mediante simulaciones informáticas), por lo que los laboratorios naturales que nos depara el curso de la historia son extraordinariamente importantes y merecen la máxima atención.
Tras el fracaso del impropiamente denominado “socialismo real”, el más importante experimento sociopolítico en curso es sin duda alguna la revolución cubana; y en el ámbito europeo, la lucha del pueblo vasco por la autodeterminación, que en buena medida coincide con el proyecto socialista de la izquierda abertzale. No es casual que ambos procesos sean coetáneos y eminentemente “patrióticos” (luego explicaré las comillas), como no es casual que ambos hayan sido objeto de las más brutales agresiones imperialistas: Estados Unidos ha sometido a Cuba a un bloqueo despiadado durante medio siglo, y el subimperialismo europeo, representado por los sucesivos gobiernos españoles y franceses, lleva el mismo tiempo reprimiendo a sangre y fuego el nacionalismo vasco.
La patria es un mito; un mito eminentemente patriarcal, como su nombre indica, alrededor del cual es fácil articular toda una religión, con sus teólogos, sus mártires, sus fundamentalistas y sus fariseos. El patriotismo, como todo fervor colectivo (o colectivizador), es orgulloso, y el orgullo solo es aceptable como respuesta a una humillación, como negación de la negación de la propia identidad (el “orgullo gay”, por ejemplo, solo tiene sentido en la medida en que la homosexualidad es objeto de marginación o desprecio; si nadie cuestiona tu orientación sexual, estar orgulloso de ella es, cuando menos, una estupidez). Al igual que la violencia, el orgullo solo es lícito si es defensivo, nunca cuando es ofensivo, despectivo o excluyente. La patria es un mito a superar (un mito eminentemente masculino y belicoso que no en vano está en la base de todos los fascismos), y el propio término debería desaparecer cuanto antes del vocabulario político (habría que sustituirlo por “fratria”, o simplemente eliminarlo). Pero cuando la soberanía y la identidad cultural de un pueblo son agredidas, es lógico que ese pueblo responda con la afirmación orgullosa, o incluso violenta, de esa identidad y esa soberanía; y a esa lícita (y a menudo heroica) autoafirmación defensiva también se la llama “patriotismo”. Es un término desafortunado y peligroso, del que, insisto, sería mejor prescindir; pero mientras siga vigente, conviene tener en cuenta sus diversos usos y connotaciones.
Tanto en el caso de Cuba como en el de Euskal Herria, los agresores se han estrellado contra un pueblo unido por una idea de patria que, más allá de su contenido mítico, remite a un irrenunciable ideal de libertad, puesto que es la negación de la negación de la soberanía nacional que supone el imperialismo. “Patria o muerte”, la consigna nacional de los cubanos, no significa solo que quienes la asumen están dispuestos a morir en defensa de su soberanía, sino, lo que es más importante, que se dan cuenta de que si se renuncia a la propia identidad y al derecho de autodeterminación, no es posible vivir una vida digna de ese nombre.
Y cuando los pueblos oprimidos comprenden que el imperialismo es una consecuencia inevitable del capitalismo (su “fase superior”, como decía Lenin), que los globalizadores neoliberales intentan arrebatarles su identidad para poder arrebatarles todo lo demás, “patria” y “socialismo” se convierten en términos sinónimos. Así lo han comprendido una buena parte del pueblo vasco y la inmensa mayoría del pueblo cubano. Y otros pueblos del mundo empiezan a comprenderlo.
“Socialismo o muerte”, la segunda consigna nacional de los cubanos, y en su caso equivalente a la primera, no significa solo que quienes la hacen suya están dispuestos a morir por el socialismo, sino, sobre todo, que se dan cuenta de que una vida digna de ese nombre es incompatible con la barbarie capitalista. Más aún: “socialismo o muerte” significa que si no acabamos con el capitalismo en las próximas décadas, el capitalismo podría acabar, literalmente, con la vida en nuestro planeta.
La identificación de la patria con el socialismo, además de darle un nuevo sentido al “patriotismo” y augurar su superación, hace, por eso mismo, que se desvanezca la ilusoria oposición entre nacionalismo e internacionalismo. No es casual que los pueblos vasco y cubano sean tan sumamente hospitalarios: la solidaridad es, por definición, contagiosa y centrífuga; es demasiado grande para encerrarla en una casa o en un país, y el internacionalismo es su consecuencia natural. En un mundo libre, igualitario y fraterno, es decir, en un mundo socialista, habrá una única nación de naciones y tantas naciones soberanas como grupos humanos se reconozcan en ellas.
Grupos humanos que no tienen por qué ser muy populosos. De hecho, puede que hasta convenga que no lo sean. Una de las claves del triunfo de la revolución cubana tal vez sea su reducido ámbito territorial y demográfico. Cuba tenía, al comienzo de la revolución, una población equivalente a la de Madrid, y en la actualidad no supera la de algunas grandes ciudades. Tal vez tenga que ser esta (al menos al principio, al menos por ahora) la escala de la revolución, su tamaño humano, la dimensión de su entusiasmo, de su irrenunciable alegría de vivir (la revolución puede ser dura, pero no triste). Tal vez la revolución, como ocurrió con la civilización misma, tenga que germinar y consolidarse en pequeños e intensos focos, capaces de irradiarla luego a su alrededor, de transmitirla por emulación, como se transmiten los grandes descubrimientos, como la está transmitiendo Cuba a toda Latinoamérica.
Lo cual conferiría un sentido trascendente, revolucionario, a determinados proyectos nacionalistas planteados desde la izquierda. Tal vez en Euskal Herria sea posible, por sus abarcables dimensiones y su fuerte cohesión social, llevar adelante, a partir de la autodeterminación, un proceso capaz de culminar en una democracia realmente participativa. Y esa potencialidad transformadora ‑revolucionaria- es también la clave del encono con que tanto los neofascistas como los socialdemócratas atacan el nacionalismo vasco (que es el mismo encono con que atacan a Cuba). Porque podría convertirse en una alternativa real, viable, a la globalización neoliberal, al pensamiento único, al neocolonialismo imperialista, al capitalismo, en última instancia. Y podría cundir el ejemplo.
No es casual que la revolución cubana y la izquierda abertzale nacieran a la vez, y tampoco es casual que a la vez hayan conseguido sendas victorias históricas. Cuba ha roto el cerco imperialista y ha desembarcado, más vigorosa que nunca, en el continente americano. La izquierda abertzale ha obligado al Gobierno español a aceptar la confrontación en el terreno político, algo que el terrorismo de Estado quería hacer imposible. Y la coincidencia de ambas victorias inaugurales es algo más que un buen presagio.
Mientras la heroica resistencia de los pueblos afgano, iraquí y palestino contiene al Imperio en la frontera oriental, la espada de Bolívar camina por América Latina y un viejo fantasma vuelve a recorrer la vieja Europa. Tiemblen las clases dominantes…