Ninguna propuesta aúna tantas voluntades y genera mayores consensos que el empeño de la clase política por mirar el futuro. El futuro lo ha mirado Zapatero varias veces durante el año, entre otras, cuando agregaba «conservar la memoria» luego de que ETA anunciara el cese de su actividad armada, y cuando proponía mirar al futuro para que volviera a ser «el Partido Socialista un partido de gobierno».
También Dolores de Cospedal y Rajoy han insistido en «mirar el futuro». Cospedal lo invocaba para «no volver al pasado con portavoces del GAL», y como argumento electoral que rindiera beneficios. Rajoy, no contento con mirar el futuro, añadía «…y dejar de levantar el puño», amén de encontrar en la socorrida mirada al futuro la confianza en su gobierno que hoy demanda.
Esperanza Aguirre nos felicita las fiestas deseándonos «mirar el futuro con esperanza…»; Yolanda Barcina, sorprendida entre comisiones y omisiones en un nueva escena de sofá, apelaba a «mirar el futuro y olvidar el pasado»; Carme Chacón se retiraba en mayo de las primarias de su partido que elegirían al derrotado en noviembre, porque había que «mirar el futuro»; Francisco Camps, consciente de la impunidad de su ejercicio, también persiste en «mirar el futuro», como Rodolfo Ares, Pons, Rubalcaba, el Rey… Hasta Ferrán Adriá sigue empeñado en que «la cocina mire más al futuro».
Pero, al margen de mis dudas sobre si será posible mirar al futuro con ojos del pasado, hay algo que me inquieta, que me desvela, que me tiene angustiado entre tanto general emplazamiento. ¿Dónde he dejado las gafas?