Itziar Moreno y Oihana Garmendia se enfrentan al aislamiento en una celda de castigo. Junto a ellas, con ellas, todos y todas nosotras somos cuerpos vulnerables, cuerpos dañados, brutalmente castigados; vidas que luchan contra la tortura, contra cualquier tipo de escisión mortífera. 980 kilómetros de precipicio nos separan ahora de nuestras compañeras, hermanas, amigas. Sabemos que han llevado a cabo una protesta frente a la dirección de la cárcel de Dijongo, en el Estado francés; han denunciado la dolorosa situación que padecen sus familiares en cada visita, también condenados como Itziar y como Oihana, como todas y todos nosotros, a pagar un castigo, una deuda que se vuelve impagable. Cuartos con paredes blindadas, ciegas,… allí, los carceleros llaman mittard al habitáculo oscuro diseñado para provocar una muerte lenta. ¿A quién no le asusta esta forma extrema y fríamente calculada de crueldad? Pero nada ni nadie debe impedir que abracemos a nuestras compañeras, que intentemos protegerlas, que nos confundamos con ellas y accedamos a ese lugar oscuro donde están presas para abrir ventanas, y permitir que brille un sol inmenso.
Sin embargo, debo confesar que hoy escribo con miedo, enfrentada al miedo, no puedo ocultar que esta realidad aterradora me paraliza. Maldito juego tortuoso. He soñado que intentaba avanzar entre sombras; con mucha dificultad, casi a tientas, con los ojos velados escribía la palabra exilio en una tela extendida en el suelo. Lo hacía con la ayuda de alguien, porque sola no era capaz de atisbar el espacio, de llenarlo y habitarlo, todo el peso de mi cuerpo caía sobre un centro imaginado de ese plano de composición, rasgándolo, y no eran figuras estéticas lo que yo pretendía dibujar, era el peso de un cuerpo debilitado que ha perdido la inocencia, que sufre el destierro y se esfuerza por cavar una expresión de vida en un terreno hostil. Un cuerpo cansado, agredido, que escribe la palabra exilio, porque ya solo es capaz de comunicar un límite, una ruptura, un exceso, una escisión mortífera, algo demasiado insoportable.
El texto que el público lector tiene en sus manos está siendo experimentado alrededor de un delicado rizoma de afectos. Mientras se perfilan estas líneas visito una exposición de fotografías de Frida Kalho en el Museu da Cidade de Lisboa. El edificio es un lugar decadente y exquisito, cuya entrada está custodiada por pavos reales. Todo remite a la otredad, a la extrañeza, al sufrimiento, a un cuerpo delicado que se enfrenta a su propia precariedad, y se esfuerza por establecer vínculos duraderos con otros seres. De camino, arrastrada por un impulso, asisto a una conferencia en la Biblioteca Municipal Palácio das Galveias, organizada por la Fundación José Saramago. La periodista Pilar del Río brinda homenaje a la obra del poeta sueco y premio nobel de literatura Thomas Tranströmer: «No nos rendimos, pero queremos la paz». Me acerco a ella y hablamos durante unos minutos. Al salir, una fría nebulosa le otorga al espacio un halo de irrealidad, mi pensamiento se condensa en esa afección múltiple y rizomática que es Ahotsak, la Plataforma de Mujeres por la Paz. Nos toca atribuirle sentido, afinar las voces, explicar las razones que nos están llevando a establecer alianzas entre nosotras.
Nos conviene entender que Ahotsak solo cobrará fuerza si se nutre de los saberes y preceptos que los feminismos han labrado. La filósofa Judith Butler nos interpela de la siguiente manera: ¿Cómo vivo yo la violencia de mi formación como sujeto?, ¿en nombre de qué valor puedo yo dar marcha atrás e impugnarla?, ¿en qué sentido puede ser dicha violencia redirigida, si es que puede serlo?