Sobre Cons­tan­tino Cava­fis (Espe­ran­do a los per­sas)- Rafael Narbona

Cava­fis murió sin haber publi­ca­do la mayor par­te de su obra. Fuma­dor empe­der­ni­do, un cán­cer de larin­ge aca­bó con él en 1933. Pasó sus últi­mos días en el Hos­pi­tal Grie­go de Ale­jan­dría, acom­pa­ña­do por una male­ta adqui­ri­da hacía trein­ta años para via­jar a El Cai­ro. “Enton­ces tenía salud y era joven”, comen­tó al aban­do­nar su casa, algo aver­gon­za­do por el decli­ve de la car­ne. Había pasa­do los últi­mos años en el barrio de Mas­sa­lia, cer­ca de un hos­pi­tal y una igle­sia. Deba­jo de su vivien­da, había un bur­del, que cada noche se lle­na­ba de músi­ca, voces e impro­pe­rios. “¿Dón­de podría vivir mejor?”, se pre­gun­ta­ba. “El bur­del pro­por­cio­na car­ne a la car­ne, la igle­sia per­do­na los peca­dos y el hos­pi­tal te ayu­da a morir”.

Aba­ti­do por la tra­queo­to­mía que ape­nas le per­mi­tía hablar, es pro­ba­ble que, tras su resis­ten­cia ini­cial a acep­tar el diag­nós­ti­co, Cava­fis ya hubie­ra asi­mi­la­do la inmi­nen­cia de su muer­te. “Yo soy el espí­ri­tu, aquí deba­jo está la car­ne”, solía bro­mear, refi­rién­do­se al lupa­nar de la plan­ta baja, pero aho­ra le espe­ra­ba la car­ne y no para cele­brar una vez más los pla­ce­res de los sen­ti­dos, sino para recor­dar­le la ser­vi­dum­bre de vivir en un cuer­po mor­tal. Más por ago­ta­mien­to que por con­vic­ción, acep­tó que el patriar­ca de Ale­jan­dría le admi­nis­tra­ra el sacra­men­to de la comu­nión. La noche del 28 de abril no pudo supe­rar una vio­len­ta con­ges­tión pul­mo­nar. Murió antes del alba. El azar dis­pu­so que el día y el mes de su muer­te coin­ci­die­ran con los de su naci­mien­to. No mere­ce la pena empa­ñar esta sime­tría, abo­nan­do la polé­mi­ca que cues­tio­na la fecha exac­ta de ambos sucesos.

Su des­apa­ri­ción no ate­nuó la hos­ti­li­dad de sus detrac­to­res. El repu­tado crí­ti­co P. Vlas­tos, que le acu­sa­ba de haber alum­bra­do una “anti­poe­sía” las­tra­da por la gra­tui­dad de dato his­tó­ri­co o arqueo­ló­gi­co, o el con­sa­gra­do Kos­tis Pala­más, que reba­ja­ba sus poe­mas a meros “bos­que­jos”, no com­pren­dían la noto­rie­dad de un autor que en el momen­to de su muer­te sólo había publi­ca­do dos peque­ñas anto­lo­gías y algu­nos poe­mas dis­per­sos. Esta par­ve­dad (que era el pro­duc­to de una rigu­ro­sa selec­ción, don­de –al cabo de un año- ape­nas sobre­vi­vían seis o sie­te de cada seten­ta poe­mas) no impi­dió que obtu­vie­ra en vida el reco­no­ci­mien­to de escri­to­res tan lau­rea­dos como Fors­ter, T. S. Eliot o Mari­net­ti. Toyn­bee y T. E. Law­ren­ce tam­bién se inte­re­sa­ron por su poe­sía. Cuan­do, ya al final de su vida, se des­pla­zó a Ate­nas por últi­ma vez, los perió­di­cos le aga­sa­ja­ron y cele­bra­ron su pre­sen­cia. No pue­de decir­se, pues, que Cava­fis fue­ra un mal­di­to o un incom­pren­di­do. Su caso no es el de Emily Dic­kin­son, que sólo lle­gó a publi­car sie­te de los 1.775 poe­mas que com­pu­so. Más bien se apro­xi­ma al de Kaf­ka, aun­que esta vez el ami­go que here­da el lega­do, Ale­xan­der Sen­gó­pu­los, no sal­va los iné­di­tos del fue­go, incum­plien­do una pro­me­sa, sino que los publi­ca de acuer­do con el orden fija­do por el pro­pio autor. En 1968, Sav­vi­dis res­ca­ta y entre­ga a la impren­ta 75 iné­di­tos más. Se com­ple­ta­ba de este modo el cor­pus de una de las obras más influ­yen­tes de la poe­sía contemporánea.

La vida de Cava­fis está des­pro­vis­ta de suce­sos rele­van­tes. Sal­vo la muer­te pre­ma­tu­ra de todos sus her­ma­nos y la pér­di­da del patri­mo­nio fami­liar, no hay gran­des cosas que des­ta­car. Emplea­do en el Minis­te­rio de Rie­gos de la Admi­nis­tra­ción ingle­sa y corre­dor de comer­cio, abo­rre­cía su tra­ba­jo. Aho­rró duran­te mucho tiem­po para com­prar su liber­tad. Al cabo de trein­ta y cua­tro años, logró reu­nir dine­ro sufi­cien­te para renun­ciar a sus incur­sio­nes en la Bol­sa y a su pues­to de fun­cio­na­rio. Dedi­ca­ría el tiem­po de vida que le que­da­ba a su obra lite­ra­ria, escri­bien­do a la luz de las velas, pues su apar­ta­men­to care­cía de elec­tri­ci­dad. Los infor­mes que se con­ser­van de sus supe­rio­res le des­cri­ben como un emplea­do con­cien­zu­do y efi­caz. Es sor­pren­den­te que su anti­pa­tía hacia el tra­ba­jo, no le impi­die­ra cum­plir pun­tual­men­te con sus obli­ga­cio­nes. No es difí­cil adver­tir la ana­lo­gía con Kaf­ka, que tam­bién se mos­tra­ba escru­pu­lo­so en la rea­li­za­ción de un tra­ba­jo que detes­ta­ba. Es pro­ba­ble que la insa­tis­fac­ción expli­que en cier­ta medi­da la per­se­ve­ran­cia de Cava­fis en su deseo de esca­par de la medio­cri­dad. No es un secre­to que ama­ba Ale­jan­dría. Su des­or­den, su hibri­dez, su pro­mis­cui­dad. Su deca­den­cia no había borra­do el esplen­dor de anta­ño. Rui­nas y escom­bros evo­ca­ban la edad de oro del hele­nis­mo. Duran­te mucho tiem­po, se atri­bu­yó a Cava­fis una per­sis­ten­te fas­ci­na­ción por lo deca­den­te, pero Mar­gue­ri­te Your­ce­nar ya advir­tió que, para el poe­ta, Ale­jan­dría era el lugar, “don­de el patrio­tis­mo de la cul­tu­ra rele­va al de la raza”. Es decir, el espa­cio don­de la cul­tu­ra grie­ga sale de sus muros y se fun­de con otras tra­di­cio­nes, cum­plién­do­se la obser­va­ción de Isó­cra­tes, según la cual es grie­go todo aquel que vive con­for­me a unas cos­tum­bres. Cava­fis no se com­pla­ce en la desin­te­gra­ción de un mode­lo cul­tu­ral. No es el deca­den­tis­mo, sino el sen­ti­mien­to de pér­di­da lo que le empu­ja una y otra vez hacia el pasa­do. Sin embar­go, no se limi­ta a expre­sar su nos­tal­gia. Si hubie­ra pro­ce­di­do así sería uno de los tan­tos poe­tas neo­rro­mán­ti­cos de la épo­ca. Cava­fis se pro­po­ne refor­mar la tra­di­ción, pero sin renun­ciar a ella. Por eso, pres­cin­de del metro, la rima, el epí­te­to. Su inten­ción es depu­rar el ver­so, has­ta alcan­zar esa pala­bra sen­ci­lla, ele­men­tal, des­nu­da, que carac­te­ri­za a la poe­sía ver­da­de­ra­men­te esencial.

Atra­pa­do por una ruti­na embru­te­ce­do­ra, Cava­fis no espe­ra­ba nada del rum­bo que había toma­do la his­to­ria. Sus espe­ran­zas se habían depo­si­ta­do en el tiem­po de los Pto­lo­meos y del Tem­plo de las Musas. Su inte­rés por la his­to­ria no es casual. Su desin­te­rés por la polí­ti­ca, tam­po­co. Sal­vo algu­na alu­sión pun­tual (como el ahor­ca­mien­to de un joven de 17 años, acu­sa­do de rebe­lión por los ingle­ses), su poe­sía se man­tie­ne ale­ja­da del com­pro­mi­so. Esa pos­tu­ra, que algu­nos crí­ti­cos han inten­ta­do mati­zar, pro­ce­de de su escep­ti­cis­mo ante el pro­gre­so mate­rial y cien­tí­fi­co. En su opi­nión, no era en la uto­pía, sino en la ucro­nía don­de había que bus­car la posi­bi­li­dad de un mun­do dife­ren­te. Esa alter­na­ti­va, que cues­tio­na la con­cep­ción lineal del tiem­po, sólo podrá rea­li­zar­se en el domi­nio de la poe­sía. La evo­ca­ción del mun­do hele­nís­ti­co for­ma par­te de una rebel­día, don­de no se cues­tio­na ya un orden polí­ti­co, sino la mis­ma reali­dad. Ese des­con­ten­to va inevi­ta­ble­men­te uni­do a la volun­tad de ser otro. No cabe otra opción ante la impo­ten­cia de un des­tino no ele­gi­do. “Qué des­gra­cia, cuan­do esta­bas hecho /​para her­mo­sas y gran­des obras, /​ese des­tino tuyo injus­to siempre…”.

Fren­te al tedio de la exis­ten­cia, se per­fi­la el poder eman­ci­pa­dor de la poe­sía o la fuer­za del deseo, capaz de abo­lir el tiem­po y encen­der la car­ne. En un poe­ma de 1930, con­tra­po­ne la belle­za del mun­do y del pla­cer físi­co a la sór­di­da ruti­na de su escri­to­rio. El roce de unas manos y la pro­xi­mi­dad de unos labios pue­den arro­jar al olvi­do “la ingra­ta jor­na­da /​que lo había escla­vi­za­do en una mesa”. Cava­fis cul­ti­vó el grie­go con esme­ro y lo esco­gió como vehícu­lo de expre­sión lite­ra­ria, lo cual no care­ce de impor­tan­cia, pues sus con­ti­nuos des­pla­za­mien­tos duran­te su infan­cia le obli­ga­ron a apren­der de nue­vo el idio­ma. Su elec­ción no fue casual, sino que obe­de­ció al deseo de asi­mi­lar una cul­tu­ra y una tra­di­ción. Su apues­ta por el demó­ti­co cues­tio­na­ría su apa­ren­te neu­tra­li­dad en temas polí­ti­cos, pero en nin­gún caso jus­ti­fi­ca­ría su inclu­sión en la nómi­na de los auto­res que no per­ci­ben nin­gu­na incom­pa­ti­bi­li­dad entre poe­sía e idea­rio político.

Cava­fis pasó la mayor par­te de su vida en Ale­jan­dría y sólo visi­tó Gre­cia en tres oca­sio­nes. Sus estan­cias fue­ron bre­ves y, en cual­quier caso, insu­fi­cien­tes para pro­por­cio­nar­le algo más que un cono­ci­mien­to super­fi­cial del país, pero eso no impi­dió que se sin­tie­ra por enci­ma de todo grie­go. En su epi­ta­fio a Antio­co, rey de Koma­ge­ne, no encuen­tra un epí­te­to más ele­va­do para can­tar las exce­len­cias del monar­ca muer­to. “Fue jus­to y sabio en su gobierno. /​Pru­den­te y de noble cora­zón. /​Pero aún fue más que todo eso, fue grie­go. /​La huma­ni­dad no tie­ne cua­li­dad más hon­ro­sa; /​si más alta la hay será entre los dio­ses”. Esta exal­ta­ción de Gre­cia no res­pon­de, sin embar­go, a un nacio­na­lis­mo de ins­pi­ra­ción román­ti­ca ni al orgu­llo pro­vin­ciano. Cava­fis no se iden­ti­fi­ca con un país real, sino con un ideal ima­gi­na­rio. En su poe­sía, Gre­cia no es una nación con lími­tes geo­grá­fi­cos o intere­ses polí­ti­cos defi­ni­dos. Aje­na a estas con­tin­gen­cias, Gre­cia es una cul­tu­ra, un sím­bo­lo o, si se pre­fie­re, una idea y Cava­fis sitúa esa idea en un pasa­do míti­co, en una supues­ta edad de oro don­de rei­na­ba la belle­za y la armo­nía. La cul­tu­ra grie­ga adquie­re de este modo el carác­ter de arque­ti­po. Es un mode­lo que no se corres­pon­de con nada real, pero que desig­na la exis­ten­cia de un espa­cio ideal al que sólo es posi­ble regre­sar median­te la poe­sía. La ala­ban­za de la cul­tu­ra clá­si­ca impli­ca el repu­dio de los valo­res cris­tia­nos. Por lo menos, así lo entien­de Cava­fis, que no ocul­ta su aver­sión hacia el cris­tia­nis­mo. Las razo­nes son múl­ti­ples. Los cris­tia­nos odian el cuer­po, des­pre­cian lo mun­dano e iden­ti­fi­can la vir­tud con la renun­cia. A pesar de su anti­cris­tia­nis­mo, Cava­fis no logró librar­se de la con­cien­cia de peca­do. De ahí que a la rea­li­za­ción de sus deseos, siem­pre le acom­pa­ñe una som­bra de pesar y la nos­tal­gia del mun­do clá­si­co, don­de la ino­cen­cia del deve­nir aún no había sido cues­tio­na­da por el dog­ma del peca­do ori­gi­nal. “Oh mara­vi­lla de las noches de Jonia /​en don­de sin temor, como un autén­ti­co grie­go, /​la ple­ni­tud del pla­cer tuvo”.

El recha­zo del cris­tia­nis­mo no va acom­pa­ña­do en Cava­fis de una acti­tud escép­ti­ca ante el hecho reli­gio­so. Por el con­tra­rio, se per­ci­be una sua­ve nos­tal­gia de los dio­ses paga­nos. “Aun­que hayan derri­ba­do sus esta­tuas, /​y estén pros­cri­tos sus tem­plos /​los dio­ses viven siem­pre…”. Cava­fis, se rebe­la con­tra la moral cris­tia­na, pero no nie­ga el valor de la expe­rien­cia reli­gio­sa. Eso no sig­ni­fi­ca que pos­tu­le la exis­ten­cia de un orden sobre­na­tu­ral. Cava­fis con­tem­pla “la obra oscu­ra de la muer­te”, acep­tan­do la natu­ra­le­za con­tin­gen­te de todo lo que es. La muer­te nos devuel­ve “al gran seno de la Nada”, pero ese hecho no anu­la la tras­cen­den­cia de las intui­cio­nes reli­gio­sas. La plu­ra­li­dad de dio­ses del paga­nis­mo expre­sa­ba la rica com­ple­ji­dad del ser humano y, lo que es más impor­tan­te, man­te­nía la uni­dad esen­cial del orden natu­ral y la vida cons­cien­te. El mito del peca­do ori­gi­nal abre una trá­gi­ca esci­sión entre el hom­bre y la natu­ra­le­za, que no exis­tía en el mun­do anti­guo. El mono­teís­mo cris­tiano trans­for­ma la reali­dad en un entorno hos­til, don­de pre­do­mi­na un sen­ti­mien­to de extra­ñe­za. El Dios úni­co es incom­pa­ti­ble con los dio­ses múl­ti­ples e imper­fec­tos del poli­teís­mo. Cava­fis cree en la ino­cen­cia del hom­bre y del deve­nir. La muer­te nos aguar­da y has­ta los inmor­ta­les se afli­gen ante la dura ima­gen de lo efí­me­ro, pero ese des­tino no menos­ca­ba ni un ápi­ce el valor de la vida. Hay que salir al encuen­tro de la feli­ci­dad y no pos­ter­gar jamás los pla­ce­res que se nos brin­dan como fru­ta madu­ra. “Nada me retu­vo ‑escri­be Cava­fis-. Me libe­ré y fui. /​Hacia pla­ce­res que esta­ban /​tan­to en la reali­dad como en mi ser, /​a tra­vés de la noche ilu­mi­na­da. /​Y bebí un vino fuer­te, como /​sólo los auda­ces beben el pla­cer”. Toda la ira del poe­ta se diri­ge con­tra el mono­teís­mo cris­tiano. Igno­ro si Cava­fis leyó a Nietz­sche, pero cuan­do escri­be: “los gran­des dio­ses de la ilus­tre Héla­de… se han dis­gus­ta­do /​y se han ido en señal de des­pre­cio”, todo sugie­re una secre­ta afi­ni­dad con el espí­ri­tu que ase­gu­ra que “los dio­ses han muer­to de risa al oír decir a uno de ellos que él era el úni­co dios”.

La poe­sía de Cava­fis incu­rre en la melan­co­lía e inclu­so en la deso­la­ción, pero rehu­ye el pesi­mis­mo onto­ló­gi­co. La bre­ve­dad de la exis­ten­cia no reba­ja el valor de las cosas. “Cor­ta fue la her­mo­sa vida. /​Pero qué pode­ro­sos los per­fu­mes…”. Al igual que los estoi­cos, Cava­fis desa­rro­lla una teo­ría éti­ca orien­ta­da hacia la feli­ci­dad. Todos los pla­ce­res son dig­nos de esti­ma­ción y sólo ellos pue­den pro­por­cio­nar­nos la dicha. Cada uno de nues­tros sen­ti­dos es una vía a tra­vés de la cual el mun­do se pone en con­tac­to con noso­tros. El tac­to de los cuer­pos, la con­tem­pla­ción del mar o el olor de la noche, son algo más que sen­sa­cio­nes. Para Cava­fis son autén­ti­cas reve­la­cio­nes, una teo­fa­nía jubi­lo­sa don­de se mani­fies­ta la bon­dad del uni­ver­so. Nada más ajeno a la vir­tud que el lamen­to o la exe­cra­ción de la vida. “Escu­cha con emo­ción, mas nun­ca /​con lamen­tos y que­jas de cobar­de, /​goza por vez final los sones, /​la músi­ca exqui­si­ta de esa tro­pa divi­na, /​y des­pi­de, des­pi­de a Ale­jan­dría que así pier­des.” Aun­que nues­tros ojos ya no pue­dan con­tem­plar­la, la ciu­dad trans­cien­de nues­tra exis­ten­cia indi­vi­dual y con­ser­va su belle­za inal­te­ra­ble. Por eso, hay que seguir la lec­ción del estoi­cis­mo, que entien­de la fini­tud como la ley que regu­la el orden de las cosas. De nada sir­ve rebe­lar­se con­tra este principio.

Al igual que la obra de Gide o de Cer­nu­da, la poe­sía de Cava­fis es un can­to al amor homo­se­xual. El poe­ta no ocul­ta su fas­ci­na­ción ante “la ima­gen de un efe­bo, /​inasi­ble como una som­bra ala­da…” y se lamen­ta de los pre­jui­cios, que le obli­gan a ocul­tar la natu­ra­le­za de sus incli­na­cio­nes. “De mi amor no pue­do hablar”, con­fie­sa y en un poe­ma titu­la­do Deses­pe­ra­ción reco­no­ce que desea­ría “libe­rar­se /​de la mar­ca del pla­cer enfer­mi­zo; /​de la mar­ca del ver­gon­zo­so pla­cer.” En otro lugar elo­gia el cuer­po de un joven cuyos labios pare­cían “hechos para camas /​que lla­ma infa­me la moral ordi­na­ria” y diri­ge duras pala­bras con­tra “esos enlu­ta­dos mora­lis­tas” que con­de­nan los pla­ce­res prohi­bi­dos. Todo pare­ce indi­car que Cava­fis no con­si­guió acep­tar fácil­men­te sus ten­den­cias. En Días de 1896, un poe­ma escri­to en las pos­tri­me­rías de su vida, nos habla de un hom­bre repu­dia­do por la socie­dad. No es difí­cil ver sus pro­pios ras­gos en ese retra­to. “Su degra­da­ción era total. /​Su ten­den­cia amo­ro­sa, /​prohi­bi­da y seve­ra­men­te des­pre­cia­da… /​Lle­gó a ser un suje­to tal que sólo con tra­tar­lo /​podía uno que­dar en entre­di­cho.” La homo­se­xua­li­dad de Cava­fis no ago­ta su poe­sía, pero lo cier­to es que sin ella su obra hubie­ra sido dis­tin­ta. La for­ma de enca­rar su dife­ren­cia no es, sin embar­go, seme­jan­te a la de Gide, que de un modo algo pue­ril con­vier­te sus incli­na­cio­nes en uno de los estig­mas del genio artís­ti­co, ni tam­po­co se apro­xi­ma a la acti­tud de Cer­nu­da, que trans­for­ma sus ten­den­cias en un desa­fío sub­ver­si­vo. Cava­fis nos recuer­da más bien a Proust, que se con­si­de­ra miem­bro de una “raza mal­di­ta” o a Genet, ator­men­ta­do por las ideas de cul­pa y reden­ción. Su impug­na­ción de la moral cris­tia­na no logró espan­tar la som­bra del peca­do.

La poe­sía de Cava­fis no elu­de la pasión car­nal ni el ero­tis­mo explí­ci­to. El poe­ta no inten­ta ocul­tar sus deseos ni uti­li­za cir­cun­lo­quios para men­cio­nar el con­tac­to físi­co. “Y allí sobre un lecho bara­to, mise­ra­ble, /​el cuer­po tuve del amor, los labios /​volup­tuo­sos y roba­dos de la embria­guez…”. La idea de peca­do que sobre­vue­la estos poe­mas no impi­de que Cava­fis ento­ne amar­gos lamen­tos por las opor­tu­ni­da­des per­di­das. Los años le han ense­ña­do que nun­ca debe demo­rar­se el pla­cer. Cava­fis con­tem­pla la vejez con cier­ta pie­dad, pero el sen­ti­mien­to de repul­sión es más inten­so. Su ape­go a la vida le resul­ta repul­si­vo y la ima­gen de un anciano buja­rrón deam­bu­lan­do por los cafés en bus­ca de jóve­nes her­mo­sos, le ins­pi­ra repugnancia.

Si lo bio­grá­fi­co es una de las cons­tan­tes de la poe­sía de Cava­fis, no es menos impor­tan­te –pero sí menos evi­den­te- su ten­den­cia a teo­ri­zar sobre el acto de escri­bir. En ese sen­ti­do, su obra es una obra ple­na­men­te moder­na, pues inclu­ye una medi­ta­ción sobre el len­gua­je y sus for­mas de expre­sión. La poe­sía aban­do­nó hace mucho tiem­po su anti­gua fun­ción de víncu­lo. La comu­ni­dad aho­ra pros­pe­ra de espal­das a ella y no da nin­gu­na mues­tra de nece­si­tar­la. Ya no es una expe­rien­cia colec­ti­va, sino un fenó­meno estric­ta­men­te individual.

La trans­for­ma­ción de la poe­sía en una expe­rien­cia sub­je­ti­va ha empu­ja­do a la mayo­ría de los poe­tas hacia el len­gua­je colo­quial. El pro­saís­mo de la len­gua se ha con­ver­ti­do en el cau­ce de un mun­do mar­ca­do por la dis­gre­ga­ción y la ano­mia. Se ha habla­do mucho sobre el ori­gen de este fenó­meno. Algu­nos atri­bu­yen este giro a la poe­sía román­ti­ca ingle­sa. Tam­bién se ha apun­ta­do que el ver­da­de­ro pre­cur­sor de esta ten­den­cia fue el sim­bo­lis­mo fran­cés. La lite­ra­tu­ra espa­ño­la no se hizo eco de esta infle­xión has­ta las pos­tri­me­rías del moder­nis­mo. La con­fu­sión que lle­vó a iden­ti­fi­car el len­gua­je popu­lar con el idio­ma habla­do ya ha sido supe­ra­da. Pare­ce indis­cu­ti­ble la fuer­za de la poe­sía como ele­men­to de cohe­sión, pero tras la expe­rien­cia de los tota­li­ta­ris­mos se impo­ne la medi­ta­ción y el cam­bio. La poe­sía ha aban­do­na­do el énfa­sis que la carac­te­ri­zó duran­te siglos. Tal vez por­que ya no es músi­ca ni can­to popu­lar, sino ensi­mis­ma­mien­to y refle­xión inte­rior. La ima­gen de un hom­bre explo­ran­do su con­cien­cia ha sus­ti­tui­do a la vie­ja estam­pa del juglar. A pesar de su nos­tal­gia del mun­do clá­si­co, Cava­fis no es ajeno a esta trans­for­ma­ción. Su poe­sía emplea los recur­sos del len­gua­je habla­do e incu­rre deli­be­ra­da­men­te en el pro­saís­mo y el giro colo­quial. A veces, inclu­so es vul­gar y des­car­na­da. El encuen­tro de los aman­tes sue­le acae­cer en luga­res sór­di­dos y herrum­bro­sos. El esce­na­rio pue­de ser un calle­jón reple­to de basu­ra o la mugrien­ta habi­ta­ción de una pen­sión. Los pro­ta­go­nis­tas de estas his­to­rias fur­ti­vas muchas veces son jóve­nes pobres e igno­ran­tes que comer­cian con su belle­za y que con­ser­van una extra­ña dig­ni­dad a pesar de su degra­da­ción. Cava­fis no elu­de el tema del amor venal. Aque­llos a los que la edad les ha obli­ga­do a com­prar lo que otros obtie­nen sin rega­los ni zale­mas, nego­cian con “dos tra­jes y algún /​fulard” o con algu­na modes­ta can­ti­dad de dine­ro, para con­se­guir esos cuer­pos y esos “labios /​volup­tuo­sos y rosa­dos” que tes­ti­mo­nian la inexis­ten­cia de otro paraí­so que no sea el de la carne.

La fas­ci­na­ción por el via­je siem­pre acom­pa­ñó a Cava­fis. El via­je es una expe­rien­cia físi­ca, pero lo más esen­cial no está en los pai­sa­je y ciu­da­des que se atra­vie­san, sino en los cam­bios y trans­for­ma­cio­nes que se ope­ran en nues­tro inte­rior. Por eso no hay que ceder a la impa­cien­cia (“Pide que tu camino sea lar­go, /​…no apre­su­res el viaje./ Mejor que se extien­da lar­gos años; /​y en tu vejez arri­bes a la isla /​con cuan­to hayas gana­do en el camino”), ni exi­gir al lugar de nues­tro des­tino algo más que el mero hecho de haber­nos empu­ja­do a via­jar. La aven­tu­ra de Odi­seo fina­li­za cuan­do regre­sa a Íta­ca. Poco impor­ta lo que le espe­ra a su lle­ga­da. “Íta­ca te rega­ló un her­mo­so via­je. /​Sin ella el camino no hubie­ras empren­di­do. /​Mas nin­gu­na otra cosa pue­de dar­te.” El via­je nos enri­que­ce y arro­ja una luz nue­va sobre nues­tro mun­do inte­rior, pero nun­ca podrá ale­jar­nos de noso­tros mis­mos. El via­je nos des­cu­bre cosas nue­vas y hace emer­ger de lo más pro­fun­do aspec­tos que ni siquie­ra sos­pe­chá­ba­mos o que se halla­ban ador­me­ci­dos. Sin embar­go, jamás encon­tra­re­mos lo que nun­ca habi­tó en nues­tro inte­rior. “A Les­tri­go­nes ni a Cíclo­pes, /​ni al fie­ro Posei­dón halla­rás nun­ca, /​si no los lle­vas den­tro de tu alma, /​si no es tu alma quien ante ti los pone.” El pesi­mis­mo exis­ten­cial de Cava­fis se acen­túa en el céle­bre poe­ma titu­la­do La ciu­dad. “No halla­rás otra tie­rra ni otra mar. /​[…] La vida que aquí per­dis­te /​la has des­trui­do en toda la tie­rra.” La con­cien­cia se reve­la como una angos­ta cár­cel don­de dis­cu­rre toda nues­tra vida. El via­je alum­bra mun­dos nue­vos que yacían ale­tar­ga­dos en algún oscu­ro plie­gue de nues­tro espí­ri­tu, pero nun­ca podrá libe­rar­nos de noso­tros mis­mos. Ni siquie­ra pode­mos estar segu­ros de que exis­ta algo más allá de nues­tra exis­ten­cia indi­vi­dual. Tal vez el mun­do sea como lo des­cri­bió Ten­nes­se Williams: un con­jun­to de cel­das habi­ta­das por hom­bres que con­fun­den el eco de su voz con las pala­bras de un con­ver­sa­ción.

Cava­fis per­te­ne­ce a la estir­pe de los poe­tas que aún creen en la pala­bra y que con­ci­ben la poe­sía como un diá­lo­go. La pala­bra es un puen­te que une a los hom­bres y que trans­cien­de el tiem­po. Un hom­bre con­tem­pla un apun­te hecho a lápiz de un ami­go muer­to y el retra­to ilu­mi­na su ros­tro aba­ti­do. “A mi memo­ria vuel­ve más her­mo­so /​aho­ra que mi alma lo evo­ca fue­ra del tiem­po.” La poe­sía per­mi­te que los muer­tos “regre­sen /​y per­ma­nez­can en el poe­ma.” La obra de Cava­fis no es una medi­ta­ción sobre el len­gua­je o el ser, sino sobre el humano exis­tir. Sus poe­mas evo­can el pla­cer, la emo­ción y la ale­gría. Cava­fis, que no es ajeno a la seduc­ción de las ciu­da­des, tam­po­co se mues­tra insen­si­ble ante la pode­ro­sa suges­tión del mun­do natu­ral. Su fas­ci­na­ción por la anti­gua civi­li­za­ción grie­ga expli­ca per­fec­ta­men­te que todo su entu­sias­mo se vuel­que sobre el pai­sa­je medi­te­rrá­neo. “Que me deten­ga aquí. Que tam­bién yo con­tem­ple por un momen­to la natu­ra­le­za. /​Del mar en la maña­na y del cie­lo sin lími­tes /​el lumi­no­so azul, la ama­ri­lla ribe­ra: estan­cia /​her­mo­sa y gran­de de luz.” Al con­tra­rio que los poe­tas román­ti­cos, Cava­fis no bus­ca en la natu­ra­le­za el espec­tácu­lo gran­dio­so y sobre­co­ge­dor, sino el lugar apa­ci­ble y sereno, don­de rei­nan el equi­li­brio y la armo­nía. Dicho de otro modo: bus­ca un espa­cio a la medi­da del hom­bre.

Espe­ran­do a los bár­ba­ros es aca­so el más céle­bre de los poe­mas de Cava­fis. Al igual que el super­hom­bre de Nietz­sche, no es fácil deter­mi­nar el ver­da­de­ro sig­ni­fi­ca­do de los “bár­ba­ros” de los que habla el poe­ta. Su inmi­nen­te lle­ga­da tal vez sea lo úni­co que man­tie­ne en pie a un impe­rio en des­com­po­si­ción. La his­to­ria nos ha ense­ña­do que una cul­tu­ra en cri­sis nece­si­ta una ame­na­za para sobre­vi­vir. Sin el odio anti­se­mi­ta, qui­zás habrían des­apa­re­ci­do las señas de iden­ti­dad del pue­blo judío. La fan­tas­ma­gó­ri­ca for­ta­le­za de El desier­to de los tár­ta­ros no exis­ti­ría sin el peli­gro de inva­sión que se agi­ta más allá de sus muros. Sin embar­go, los “bár­ba­ros” son algo más que una ame­na­za. Son una fuer­za reno­va­do­ra des­ti­na­da a vivi­fi­car el vie­jo mun­do. Pero “la noche cae y no lle­gan los bár­ba­ros. /​Y gen­te veni­da des­de la fron­te­ra /​afir­ma que ya no hay bár­ba­ros. /​¿Y qué será de noso­tros sin bár­ba­ros?” Hay cier­to eco nietz­scheano en esta lamen­ta­ción. Sólo los bár­ba­ros podrán liqui­dar un mun­do enfer­mo y cadu­co para abrir un nue­vo hori­zon­te. Los datos de que dis­po­ne­mos apun­tan que los bár­ba­ros del poe­ma alu­den a la revuel­ta suda­ne­sa con­tra el impe­rio bri­tá­ni­co. Los egip­cios espe­ra­ban que el éxi­to de la rebe­lión con­tri­bu­ye­ra de algu­na mane­ra a la cau­sa de la inde­pen­den­cia. En reali­dad, el poe­ma tras­cien­de su coyun­tu­ra his­tó­ri­ca. Su valor no resi­de en su fun­ción deno­ta­ti­va, sino en su carác­ter míti­co y meta­fó­ri­co. La poe­sía de Cava­fis no des­pre­cia lo inme­dia­to y, en más de una oca­sión, yux­ta­po­ne pla­nos, fun­dien­do épo­cas y esta­ble­cien­do para­le­lis­mos que igno­ran los lími­tes físi­cos y cro­no­ló­gi­cos. Por eso, su espa­cio no es lo real, sino el mito. No es nece­sa­rio ser un nacio­na­lis­ta egip­cio para com­pren­der el sen­ti­do de un poe­ma que, con cada lec­tu­ra, abre nue­vos cam­pos semán­ti­cos. Los bár­ba­ros pue­den ser los otros, pero tam­bién noso­tros mis­mos o lo que de noso­tros mis­mos des­co­no­ce­mos: el ins­tin­to, las fan­ta­sías oní­ri­cas, la com­pla­cen­cia con el dolor o la muer­te. Indis­tin­ta­men­te, pue­den ser los “persas”(que es la expre­sión uti­li­za­da por Cava­fis para refe­rir­se a los ingle­ses), el gro­se­ro mate­ria­lis­mo del mun­do moderno o el nacio­na­lis­mo agre­si­vo de los poe­tas grie­gos neo­rro­mán­ti­cos. Y la poli­se­mia del tér­mino no se ago­ta con estas posi­bi­li­da­des, pues en el futu­ro sur­gi­rán nue­vos sig­ni­fi­ca­dos, cuan­do las cir­cuns­tan­cias sean otras. En cual­quier caso, el tex­to des­bor­da al autor y a la épo­ca. Siem­pre dice algo nue­vo, nun­ca cesa de hablar. Y lo cier­to es que ya no pode­mos leer­lo con la inme­dia­tez del que igno­ra su his­to­ria efec­tual (esto es, el con­jun­to de inter­pre­ta­cio­nes que ha ido gene­ran­do). Eso expli­ca que, de algu­na mane­ra, nun­ca ter­mi­ne de decir lo que quie­re decir. En defi­ni­ti­va, no es algo clau­su­ra­do, sino un pro­ce­so. Sin dejar de ser él mis­mo, cam­bia con cada ejer­ci­cio de com­pren­sión. Es his­to­ria (Cava­fis se con­si­de­ra­ba un “poe­ta-his­to­ria­dor”), pero tam­bién lite­ra­tu­ra dra­má­ti­ca o, más exac­ta­men­te, tra­ge­dia áti­ca ele­va­da al más alto gra­do de con­den­sa­ción, de acuer­do con los prin­ci­pios de la poé­ti­ca moder­na, que exi­ge con­cen­tra­ción e inten­si­dad, pero sin elocuencia.

Cava­fis se lamen­ta en uno de sus poe­mas del esfuer­zo ago­ta­dor que acom­pa­ña a la crea­ción lite­ra­ria. “Dos años hace que escri­bo /​y sólo un idi­lio he com­pues­to. /​Es mi úni­ca obra ter­mi­na­da. /​Qué alta es, pue­do ver­lo /​la esca­la de la Poe­sía.” Al igual que otros poe­tas, dedi­có su vida al empe­ño de encon­trar la for­ma que le expre­sa­ra. No escri­bió mucho, pero nun­ca renun­ció a ese pro­pó­si­to esen­cial. Esa ten­sión se refle­ja en sus poe­mas, que, a pesar de su dis­per­sión, recrean las dife­ren­tes eta­pas de su bio­gra­fía espi­ri­tual. Rela­to, con­fe­sión o des­aho­go, la poe­sía de Cava­fis nos habla de su autor, pero tam­bién de noso­tros mis­mos. Tal vez eso sea lo que expli­que que vol­va­mos a ella una y otra vez.

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