Dickens nos ha contado que acudía a la fábrica con una mezcla de pesar y humillación. Las visitas a la cárcel no resultaban menos dolorosas. La desgracia de su padre no era algo insólito, sino un destino relativamente común en una época de grandes desigualdades. En 1837, cerca de 40.000 personas se hallaban en prisión preventiva en Reino Unido por su incapacidad de afrontar las deudas contraídas por necesidad o imprudencia. Las desigualdades casi siempre están acompañadas de odiosas políticas represivas aplicadas por una justicia, donde no se aprecia una independencia real. En una época de crisis, no parece casual que España soporte unos niveles intolerables de superpoblación penitenciaria. Con 76.000 reclusos, nuestro país duplica las cifras de Alemania. La sociedad exige penas más duras, ignorando que nuestro Código Penal es uno de los más punitivos de Europa, y los políticos responden con demagogia e irresponsabilidad, saturando las cárceles, que en algunos casos se encuentran al 190% de su capacidad real. Casi nadie se preocupa de la vida del preso, hacinado y sin esperanza después de que las reformas del Código Penal en 1995 y 2003 eliminaran la posibilidad de recortar su condena por estudios, trabajo o cualquier otra circunstancia, lo cual ha provocado un incremento de los suicidios. Cada mes se suicidan dos presos en nuestros cárceles entre la indiferencia generalizada.
El 70% de los reclusos españoles están acusados de delitos contra la salud (tráfico de estupefacientes) y contra el patrimonio. Los asesinatos, homicidios y violaciones son crímenes inusuales, estadísticamente irrelevantes. España tiene una de las tasas de delincuencia más bajas de Europa, pero muchas veces los medios de comunicación fomentan el alarmismo y alimentan las pasiones más bajas, olvidando su compromiso ético con la verdad y la objetividad. Cada recluso le cuesta al Estado español 60 euros diarios, lo cual significa 4’5 millones de euros cada día, 1.650 millones al año. Mientras se aplican recortes en sanidad y educación, las cárceles no dejan de acoger nuevos presos y se incrementa las plantillas policiales. Esta aberración es un indicador del déficit de humanidad y racionalidad de una sociedad poco compasiva y escandalosamente insolidaria. Es cierto que un tercio de la población reclusa está compuesta por extranjeros, pero ese dato no puede utilizarse para justificar posturas xenófobas que se disfrazan de presuntas diferencias culturales. El contrato de inmigración que planteó Sarkozy y que en España ha asumido el Partido Popular sólo refleja que el racismo y la intolerancia no pertenecen al pasado. Los inmigrantes están soportando los efectos más perversos de la crisis y su situación les expone a cometer más delitos que a otros grupos menos castigados. Conviene recordar que UNICEF ha señalado que cerca del 10% de los hijos menores de los extranjeros residentes en España está pasando hambre. Acuden a la escuela sin desayunar (a veces sólo realizan una comida al día) y sus viviendas son frías, húmedas e insalubres. Recuerdo el caso de una madre de 45 años, colombiana, que cometió el error de convertirse en “mula” de los narcotraficantes para conseguir dinero y ofrecer a sus dos hijos una existencia con menos penalidades. Detenida en el aeropuerto de Barajas, se le impuso una condena de doce años. No descarto que en su situación yo hubiera obrado de la misma manera. No reivindico la impunidad, pero sí medidas más humanas, penas más razonables y un cambio político que rebajaría notablemente el nivel de delincuencia al garantizar a toda la población los bienes elementales: educación, sanidad, vivienda, trabajo, protección social. La cárcel siempre representa un fracaso y es un excelente medidor del progreso moral y material de una sociedad. En ese sentido, España obtiene un suspenso rotundo.
Se ha relatado una y otra vez el origen y la propagación de la actual crisis económica, pero nunca está de más recordar lo esencial. En 2007, las hipotecas basura y los productos financieros de alto riesgo provocaron pérdidas colosales en la banca norteamericana, propiciando la caída del gigante Lehman Brothers, que había soportado la Depresión del 29, pero que no pudo aguantar el desplome de una ingeniería financiera basada en la búsqueda de beneficios desmedidos, donde el enriquecimiento de unos pocos no implicaba la creación de empresas o puestos de trabajo. Los bancos norteamericanos perdieron liquidez y solvencia. Sus dificultades se tradujeron en una restricción del crédito que contrastaba con su expansión irresponsable en la década anterior. La limitación del crédito estranguló a la economía, provocando la quiebra de infinidad de empresas. El desempleo aumentó exponencialmente, los impagos se generalizaron, los desahucios adquirieron proporciones inauditas, las clases medias se empobrecieron, se interrumpió el crecimiento y comenzó la Gran Recesión (o tal vez sería más correcto hablar de una Gran Depresión tan aguda como la que se inició con el Jueves Negro de la Bolsa de Nueva York, cuyo desenlace consistió en una guerra mundial con 50 millones de víctimas). Los Estados respondieron liberando billones de euros para evitar una quiebra del sistema financiero, disparando el déficit y la deuda pública. Los beneficiarios de esta medida no se conformaron con saquear las arcas del Estado, sino que además exigieron la liquidación de los préstamos emitidos en el pasado, obligando a los gobiernos a convertir el pago de la deuda en una prioridad nacional. Los gobiernos aceptaron la imposición imponiendo recortes salvajes en los servicios públicos y, en algunos casos, reformando la Constitución mediante un trámite de urgencia. Joaquín Estefanía, economista y antiguo director de El País, considera que no deberíamos hablar de Gran Recesión, sino de Gran Saqueo.
En el presente, Europa sigue aplicadamente los dictámenes del Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, agravando la crisis con medidas impopulares, injustas y despiadadas. Mario Draghi, director ejecutivo del Banco Central Europeo y ex vicepresidente de Goldman Sachs International, ha reconocido que alcanzar el equilibrio presupuestario profundizará la recesión, pero ha augurado que los mercados recobraran la confianza con esta política y la economía se recuperará. Es difícil creer o conceder algún crédito a un economista que ayudó a falsear las cuentas de Grecia para ocultar la magnitud de su déficit. No descubro nada, pues casi todos conocen el dato. Los gobiernos de la Unión Europea descartan medidas para estimular el crecimiento, regular los mercados y garantizar la equidad, pese a que esta línea de actuación ha permitido crecer hasta dos dígitos anuales a las economías emergentes de India, Brasil o Argentina. En estos países, se han apartado de la ortodoxia neoliberal y están incrementando las reservas de divisas, los gastos en infraestructuras y las subvenciones a los proyectos de investigación y desarrollo (I+D). El efecto ha sido un significativo descenso de la pobreza.
En las últimas décadas, la historia se ha encargado de desmentir y ridiculizar cualquier profecía. Nadie fue capaz de anticipar la caída del muro de Berlín, la primavera árabe o la actual crisis económica. En España, el paro se encuentra en una cifra insoportable, ya se han desahuciado a 200.00 familias y los comedores públicos acogen a personas de todas las edades que hasta hace poco pertenecían a la clase media. Se han recortado salarios, se ha impuesto el copago sanitario en Cataluña, se retrasa la edad de jubilación, se dilatan las jornadas de trabajo, se incumplen convenios, se prepara una reforma laboral que posibilitará los “miniempleos” (400 euros por 4 horas diarias, sin derecho a paro ni Seguridad Social), se ataca a los derechos y libertades, prohibiendo concentraciones similares a las del 15‑M, se mantiene una legislación antiterrorista que permite aplicar un régimen de aislamiento incompatible con los principios más básicos del Estado de Derecho, se exigen nuevos sacrificios a los trabajadores, mientras se acentúan las diferencias entre pobres y ricos. Nadie esperaba el 15‑M. Se trató de una revolución pacífica que no ha obtenido ningún resultado. ¿Cuál es el siguiente paso? Dejo la pregunta en el aire, pero es evidente que la crisis ha puesto en peligro la paz social. ¿Puede recriminarse a los parados de larga duración o a los jóvenes sin futuro que manifiesten su ira? Yo sé cuál será la reacción de los gobiernos. Cualquier brote de descontento será calificado como terrorismo y se responderá con violencia, represión e incluso leyes especiales que permitan a la policía actuar con una brutalidad digna de los años más negros del franquismo. Se ha acusado a Platón de establecer las bases teóricas del Estado totalitario en su República, pero yo no aprecio ningún autoritarismo en su definición del mal absoluto: “sufrir la injusticia y no poder luchar contra ella” (República, Libro II, 367 – 368). Los clásicos siempre nos iluminan, sin exigirnos nada, salvo un ejercicio de rigor y honestidad. No hacen profecías, pero sí nos recuerdan las consecuencias de la injusticia, la arbitrariedad y el abuso de poder sobre los más débiles y vulnerables. Ningún país puede encarar el futuro con esperanza, cuando sus jóvenes no tienen otra alternativa que la emigración, el trabajo precario o la marginación.