El dirigente comunista Valeri Rashkin afirmó que los resultados habían sido un fraude y que los votos de Rusia Unida eran notablemente menores que los oficiales, y que el Partido Comunista habría obtenido, según sus cálculos, un 15 % más de votos. Muchas de las convocatorias a actos en la calle hechas por los comunistas para explicar el robo, y las protestas, fueron reprimidas por la policía. De acuerdo con los resultados oficiales, el esquema de partidos en Rusia queda compuesto por cuatro organizaciones presentes en el Parlamento: Rusia Unida , con una mayoría fraudulenta del 49 %; y, junto a ella, sus dos organizaciones clientelares: Rusia Justa (que tiene una ideología de izquierda socialdemócrata y fue creada por Putin como instrumento para pescar votos en los caladeros comunistas), que consiguió el 13 %, y el Partido Liberal Democrático de Zhirinovski, (cómplice de la Rusia capitalista desde los días de Yeltsin y que nunca se ha comportado como un partido de oposición), el 11’7 %. La fuerza restante es el Partido Comunista, la verdadera oposición, que consiguió el 20 % de los votos. Otros partidos no han conseguido representación, como Yábloko , de Grigori Yavlinski (financiado por el magnate Jodorkovski, hoy en la cárcel), que obtuvo el 3’4 %, o como otro partido liberal, Právoye delo , Causa Justa (que estuvo dirigido por el millonario Mijail Prójorov, quien fue expulsado por un escándalo de corrupción), que consiguió el 0’6 % de los votos. Partidos menores como Libertad Popular , son irrelevantes. El Partido Comunista ha efectuado denuncias en más de mil cuatrocientos colegios electorales. Viacheslav Titiokin, dirigente comunista, declaró que su partido respaldaba las protestas populares por el fraude electoral, y que exige la dimisión de Chúrov, presidente de la Comisión Electoral central, y la actuación contundente de los tribunales, pero que, al mismo tiempo, es consciente de que las redes occidentales trabajan en la confusión: entre algunos organizadores de actos de protesta, se encuentran activos agentes de Occidente, y la sombra de una “revolución naranja” se cierne sobre Rusia. No van a renunciar, pese a ello, a organizar protestas en la calle, puesto que el gobierno de Putin está destruyendo el país. El Partido Comunista ha denunciado el fraude electoral, y ha traducido miles de documentos para presentarlos en los tribunales de Estrasburgo, sin que esa iniciativa haya tenido respuesta. En las elecciones, el Partido Comunista movilizó a cuatrocientos mil apoderados, y, en Moscú, incluso llegaron a grabar el proceso electoral en quinientos colegios: en todos ellos los comunistas ganaron a Rusia Unida . La posibilidad de un frente unido contra el fraude, propuesto por el Partido Comunista, se encuentra con el muro de la complicidad con el poder tanto de Rusia Justa como del Partido Democrático Liberal de Zhirinovski, que mantiene una feroz postura anticomunista. Ziugánov ha afirmado públicamente que esos dos partidos colaborarán con el gobierno ruso para hacer olvidar el fraude y que desempeñarán el mismo papel que Alexander Lébed en 1996: en la confrontación entre Yeltsin y Ziugánov, se presentó como candidato independiente, para, en la segunda vuelta, llamar al voto por Yeltsin: fue premiado por ello con el cargo de Consejero de la Presidencia. Está fuera de toda duda que los mayores perjudicados por el fraude electoral han sido los comunistas, aunque en las cancillerías occidentales se silenció el hecho. Los liberales rusos, en cambio, que ni siquiera obtuvieron representación parlamentaria, recibieron el apoyo inmediato del gobierno norteamericano, con declaraciones públicas, como si fueran ellos los principales afectados. Curiosamente, los sectores liberales, sin representación en la Duma, son los que se han mostrado más radicales llamando a que los diputados de la oposición renunciasen a sus escaños: era una trampa, porque los únicos perjudicados por ello hubieran sido los comunistas, que se hubieran visto privados así de la plataforma parlamentaria para denunciar la corrupción del sistema. Yavlinski, sin nada que perder, se pronunció por esa opción, y, de forma sintomática, el presidente de la Comisión Electoral central, Vladimir Chúrov, hacedor de las trampas de Putin, propuso lo mismo al Partido Comunista. Esos liberales, tan preocupados ahora por la democracia, son los que apoyaron el asalto armado de Yeltsin al Parlamento ruso en 1993, los que respaldaron el golpe de Estado, los cómplices de un sistema corrupto. El Partido Comunista, pese a las intoxicaciones de la prensa occidental, articula un duro discurso, calificando a las autoridades rusas de ladronas y delincuentes; clama contra el Estado policial, y mantiene que utilizarán todas las posibilidades a su alcance para protestar contra el fraude: exige una investigación parlamentaria, la actuación de los tribunales, aunque sabe que forman parte de la maquinaria del Estado que defiende a los oligarcas, a los burócratas y al capitalismo, y, también, impulsa las protestas en la calle. Exige la dimisión de Vladimir Chúrov, y pretende conseguir que en la Comisión Electoral haya representantes de los cuatro partidos parlamentarios. Al mismo tiempo, denuncia que el gobierno está limitando las manifestaciones en las calles, y cree que puede dejar de tener acceso a la televisión, aunque sea de forma episódica como hasta ahora. De hecho, teme la imposición de un Estado de excepción, y por eso llama a luchar por las libertades democráticas.Putin acusó directamente a Estados Unidos de interferir en el proceso electoral ruso, buscando la desestabilización de Rusia, criticó las declaraciones públicas de Hillary Clinton, y aseguró que “centenares de millones” de fondos extranjeros están estimulando protestas y financiando organizaciones. La oposición auspiciada por Occidente y presentada por los medios de comunicación europeos y norteamericanos como tal, está compuesta por personajes como Boris Nemtsov (que fue vicepresidente del gobierno con Yeltsin), Mijail Kasiánov (presidente del gobierno con Putin), Anatoli Chubais, sin arraigo ni influencia electoral, y representan la voluntad de Occidente. Son liberales que participaron en el gran robo de la propiedad pública soviética en los años noventa. Aunque han cambiado de denominación desde los días de Yeltsin, y pese a que algunos sectores se hayan desgajado a consecuencia de sus enfrentamientos internos, en lo esencial la élite rusa sigue siendo la que se benefició del gran robo de la propiedad pública bajo Yeltsin y que ha continuado prosperando gracias al favor del Estado. El bloque de poder que representa Rusia Unida tiene demasiados delitos que ocultar, demasiados robos de los que no quieren responder: por ello, los comunistas, que exigen una decidida lucha contra la corrupción y el control de las actividades de los oligarcas, plantean la incautación de sus propiedades fruto del robo y de la privatización. Tras las elecciones parlamentarias, el poder ruso está haciendo concesiones en la Duma, pero no por ello piensa renunciar al control del Estado. Unas élites corruptas, criminales, como las califica el Partido Comunista, no van a ceder fácilmente el poder.
La mayoría de los análisis de la prensa occidental se empeña en reproducir una imagen falseada de la realidad. Pueden servir de ejemplo la página escrita por Bill Keller (analista y director hasta hace unos meses de The New York Times), titulada “Los hijos de Putin”, donde viene a mantener que los problemas de Rusia no son consecuencia de veinte años de capitalismo corrupto y criminal, sino de la herencia de la URSS, convirtiendo a Putin, pese a las evidencias, ¡en continuador del sóviet! Una falsificación similar comete el artículo de dos investigadores del CIDOB (Carmen Claudín y Nicolás de Pedro), que repetían en El País los lugares comunes y los tópicos de la prensa occidental y hablaban de la oposición a Putin ¡con la notable proeza de ignorar al Partido Comunista!, como si no existiese. En una curiosa coincidencia, Rusia Hoy (publicación de Russia Beyond The Headlines, empresa ligada a Rossiyskaya Gazeta y al poder ruso actual, que distribuye millones de ejemplares en los principales países europeos y americanos con ayuda de diarios como El País, The Washington Post, y Le Figaro, entre otros) destacaba también las protestas de la oposición liberal minoritaria y desdeñaba las organizadas por el Partido Comunista. Esos sectores liberales opuestos a Putin, son quienes reciben el aval de Occidente: desde Nemtsov y Kasiánov, hasta el multimillonario Mijail Prójorov (dirigente de la patronal rusa, que fue detenido en Francia en 2007 por su implicación en una red de prostitución) que fue quien propuso para Rusia una semana laboral que llegase hasta las sesenta horas, el retraso de la edad de jubilación, y la imposición por ley del despido libre en las empresas sin ninguna obligación para los empresarios. En ellos se mira la prensa occidental y la diplomacia norteamericana y europea.
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El origen de la inquina occidental contra Putin no reside en sus tentaciones autoritarias, comunes por otra parte a todos los liberales rusos, pese a la propaganda. Putin es el continuador del régimen de Yeltsin, que recibió apoyo norteamericano desde su ruptura con Gorbachov. Sin embargo, a diferencia de Yeltsin, la política exterior de Putin no depende de Washington (como ocurrió en los años del ministro de Exteriores, Andrei Kozirev, entre 1991 y 1996, y, en general, durante toda la etapa yeltsinista) sino que ha intentado articular de nuevo una política exterior autónoma, contribuyendo al desarrollo de la OCS, Organización de Cooperación de Shanghai, al fortalecimiento de los lazos con las antiguas repúblicas soviéticas, y a la reconstrucción de un nuevo espacio político y económico que se acerque a la realidad social que fue la URSS. Responde a los intereses de la nueva plutocracia rusa, de perfil nacionalista, que pretende recuperar en lo posible el papel estratégico que desempeñó Moscú, y, al mismo tiempo, se siente atraído por Oriente (sobre todo, por el desarrollo económico chino) como socio para la modernización de la economía rusa. Ese esquema no está exento de contradicciones y de enfrentamientos en el seno del poder ruso, que mira también hacia la Unión Europea (sobre todo, a Alemania) y que no desdeña acuerdos con Estados Unidos.
El discurso pronunciado por Putin en la Conferencia de Seguridad, en Munich, en 2007, denunciaba la voracidad norteamericana en el mundo, su utilización de la fuerza militar, y, al mismo tiempo, ilustraba el fracaso del mundo unipolar. La nueva orientación de la política exterior rusa disgustó profundamente en Washington. El acercamiento ruso a China, el intento de recuperar la influencia de Moscú en las antiguas repúblicas soviéticas, la voluntad de construir una política exterior propia, limitando la dependencia de Washington que fue el eje de Yeltsin, han agriado las relaciones con Washington, pese a la oferta de “reinicio” hecha por Hillary Clinton en Moscú con ocasión de la nueva presidencia de Obama. De hecho, en el diseño estratégico acariciado por Washington, Rusia debería ser una suerte de gran Polonia: es decir, un aliado fiel, un vasallo confiable, casi lacayuno, útil para presionar a la Unión Europea, y que fuese capaz incluso, como ha hecho Varsovia, de albergar cárceles secretas de la CIA y de cerrar los ojos a las operaciones militares de los grupos especiales secretos del Pentágono que actúan en Asia y en otros escenarios del planeta; un país, en fin, que aceptase el despliegue militar norteamericano en Europa y el nuevo escudo antimisiles, y que, además, se prestase a colaborar en la contención de China. Pero, aunque esa Rusia ideal para Estados Unidos es una quimera, Putin no deja de ser un estorbo, porque su régimen no es ni tan confiable ni tan benevolente con Washington como fue bajo Yeltsin.
Las diferencias entre Moscú y Washington son muchas. Aunque se han producido avances en las negociaciones sobre la OMC, y en la colaboración en Afganistán, las diferencias subsisten sobre Irán y Siria. El escudo antimisiles sigue siendo motivo de desconfianza: Obama planteó cambios, y la prensa occidental se apresuró a anunciar el fin del proyecto, pero lo cierto es que sigue adelante, y la redefinición decidida por Washington supone un serio peligro para las fuerzas nucleares estratégicas rusas. Las duras declaraciones de Medvéded sobre la hipotética respuesta rusa al escudo antimisiles norteamericano, y las noticias sobre nuevos sistemas de radares en Kaliningrado, deben interpretarse como el deseo de Putin y Rusia Unida de mostrar firmeza, como un mensaje a Washington, pero, sobre todo, a la población rusa. Por su parte, el presidente bielorruso Lukashenko comparte la preocupación con Moscú sobre el escudo antimisiles, el incremento de las tropas de la OTAN junto a las fronteras de Rusia y Bielorrusia, y, pese a las diferencias con Moscú, mantiene que los dos países son hermanos y deben aumentar su colaboración militar.
A su vez, el Partido Comunista critica la tibieza de la respuesta del Kremlin, y Ziugánov, que apoyó la respuesta de Medvéded (aunque matizando que llegaba varios años tarde), reclamaba la destitución del ministro de Defensa y una firme respuesta rusa a la agresividad norteamericana… que no esperan conseguir del gobierno de Putin. De hecho, el Partido Comunista se opuso a la ratificación de los acuerdos START‑3, por considerar que el escudo antimisiles invalidaba las obligaciones a las que se comprometían los norteamericanos. Estados Unidos también está muy interesado en reducir los arsenales nucleares tácticos, aunque Moscú se ha negado a vincular el START‑3 con ese tipo de armamento: al haber perdido peso los misiles estratégicos, que son los contemplados en el START, los misiles tácticos han adquirido más importancia. En el fondo del escenario, se vislumbra la pretensión de Washington de controlar el armamento nuclear táctico de Rusia.
Ni Rusia Justa ni el partido de Zhirinovski plantean objeciones a la política exterior de Putin y Medvéded, y la oposición liberal propugna, en la práctica, la aceptación de la supremacía norteamericana. En cambio, el Partido Comunista considera que Rusia ha hecho demasiadas concesiones a Estados Unidos, consiguiendo a cambio, paradójicamente, la apertura de nuevas bases militares norteamericanas cada vez más cerca de las fronteras rusas, y mantiene que la OTAN es “el mayor peligro para la paz en el mundo”, como demuestra su actuación en Yugoslavia, Afganistán, Irak y Libia. La abusiva y criminal interpretación de la resolución del Consejo de Seguridad sobre Libia, aunque fue criticada después por el ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, no deja de ser una prueba más para los comunistas de que las concesiones a Washington son un grave error estratégico para Rusia.
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Tras el fraude de las elecciones a la Duma, los comicios presidenciales de marzo de 2012 son determinantes para el futuro del país. Sólo dos candidatos tienen posibilidades: Putin y Ziugánov. El resto, desde el dirigente socialdemócrata de Rusia Justa, Serguéi Mirónov, pasando por Zhirinovski, por Leonid Kudrin (ministro de Finanzas de Putin hasta hace unos meses), por Nemtsov, Kasiánov, por el gobernador de Irkutsk, Viacheslav Pozgálev (que se presenta por indicación de Putin, para prevenir una hipotética retirada de todos los candidatos opositores que imposibilitaría las elecciones), por el turbio escritor nacionalista Eduard Limónov (aliado del ajedrecista Kasparov en La Otra Rusia), o por Prójorov (una de las mayores fortunas de Rusia, y principal dirigente de la patronal rusa), no tienen ninguna opción. Tampoco Vladímir Roizhkov, de Parnás. Kudrin (uno de los exponentes del partido de Putin, que abandonó el gobierno y está acercándose a la oposición liberal) lleva su radicalismo hasta el disparate de mantener que Rusia Unida ha ido adoptando posiciones de izquierda, y que ha dejado de defender a los empresarios, al tiempo que critica que el Estado retenga en su poder sectores de la economía nacional.
Entre bastidores, se percibe la intensa actividad norteamericana. Estados Unidos, además del trabajo diplomático y de su infiltración en instituciones estatales rusas, apoya a institutos y organizaciones diversas, a quienes financia, y ejerce una influencia indudable en la llamada oposición liberal, tanto entre los partidos de esa ideología como entre algunos medios de comunicación, entre ellos la emisora Eco de Moscú, y el diario Kommersant. Muchas supuestas ONGs son instrumentos de intervención norteamericana: Golos, una asociación creada hace una década que cuenta con presencia en más de cuarenta regiones rusas, y que se define como una organización que vigila los procesos electorales y ayuda a la organización de la “sociedad civil”, es una de las tapaderas de la agencia norteamericana USAID (United States Agency for International Development, con estatuto independiente pero bajo la autoridad del Departamento de Estado norteamericano), y mantiene relación con la CIA a través de los informes de sus actividades y del asesoramiento que recibe, y cuyos activistas son pagados con fondos de procedencia norteamericana. Su intensa actividad ha servido de ariete a los propósitos de la diplomacia estadounidense, y su protagonismo ha alcanzado gran relieve en las pasadas elecciones a la Duma, sobre todo por las constantes referencias a su trabajo en la prensa internacional. Human Rights Watch (HRW) ha intervenido también en la campaña de denuncia de Putin y de defensa de la actividad de Golos. Otra de esas organizaciones, el NDI, National Democratic Institut, ha exigido al gobierno ruso un cambio de actitud y está asociada con Golos: ambas participan en Global Network of Domestic Election Monitors (GNDEM), que, a su vez, recibe el apoyo del National Endowment for Democracy (NED) y de la USAID. También el IRI, International Republican Institute (que fue fundado por Reagan, y está financiado por el Departamento de Estado), cuenta con programas para Rusia: admite que su actividad consiste en “crear redes de activistas” y organizar “conferencias y cursos de capacitación”; y está también presente en Ucrania, Moldavia, el Báltico y en las repúblicas de Asia central. Su presidente es Lorne W. Craner, antiguo asesor del senador ultraderechista John McCain, uno de los más decididos partidarios de la intervención en Rusia, y uno de los principales impulsores de la célebre carta firmada en 2004 por 115 destacados dirigentes seguidores de la OTAN (Carta Abierta a los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea y la OTAN) pidiendo una mayor dureza occidental para presionar a Putin y a Rusia. (Entre los firmantes: Bronislaw Geremek, André Glucksmann, Vaclav Havel, Richard C. Holbrooke, Robert Kagan, Bernard Kouchner, Vytautas Landsbergis, Tom Malinowski, de HRW; John McCain, Adam Michnik, Simon Serfaty, y el exdirector de la CIA, R. James Woolsey). También Freedom House sigue atentamente la situación en Rusia: su presidente, David J. Kramer, declaraba en diciembre de 2011 ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano sobre “los derechos humanos en Rusia” y las “opciones de la política exterior norteamericana”. Su actividad en Rusia, y en todo el territorio de la antigua Unión Soviética, consiste en subvencionar a medios de comunicación “independientes”, crear “centros de investigación” y organizar asociaciones: su sede para Asia central está establecida en Kirguizistán, desde donde impulsa la creación de “prensa independiente” para las cinco antiguas repúblicas soviéticas. Por supuesto todas esas organizaciones, y otras semejantes, se visten con el ropaje de la “defensa de la democracia”, aunque en realidad son gestores de la influencia norteamericana en el exterior y, en Rusia, activos impulsores de la articulación de una revolución naranja.
Rusia Unida ha agotado ya sus posibilidades, y, al margen de que consiga ganar o no las elecciones presidenciales, el bloque de poder que ha gobernado Rusia en las dos últimas décadas está dividido. Los empresarios que rodean a Putin (gente como Arkadi Rótenberg, Guennadi Timchenko, así como Yuri Kovalchuk y Nikolai Shamálov), y el sector que Gennadi Ziugánov denomina “la gente de Rublevo-Uspenskoye shosse” (por el nombre de la zona residencial al oeste de Moscú donde residen buena parte de los plutócratas y nuevos millonarios rusos) se enfrentan a quienes están detrás de la “oposición liberal” que recibe el apoyo norteamericano. Rusia Unida se está debilitando, y los argumentos habituales que achacaban las dificultades del país a la herencia comunista no se sostienen ya. No hay que olvidar que el equipo Putin-Medvéded lleva ya doce años en el poder y las protestas en todo el país han encendido las señales de alarma, hasta el punto de que el actual presidente ha reconocido la conveniencia de reformar el sistema político ruso.
Las manifestaciones de diciembre de 2011 en Moscú (en la plaza Bolótnaya y en la avenida Sájarov) acogieron a opositores de todas las tendencias, pero el estrado estaba controlado por los liberales. La llamada “oposición liberal” intenta encabezar el rechazo al régimen de Putin, pero sus posibilidades de ganar las elecciones o de dirigir una revuelta popular son mínimas: en la práctica, aspiran a un recambio palaciego de poder, beneficiándose del apoyo norteamericano que ha acumulado experiencia en las “revoluciones naranja” de la periferia rusa. Pese a las sesgadas informaciones de la prensa occidental, dirigentes liberales como Nemtsov, Kudrin y Sobchak (el corrupto ex alcalde de San Petersburgo en tiempos de Yeltsin, y mentor de Putin) fueron abucheados por quienes se manifestaban en la avenida Sájarov. La mayoría de quienes intervinieron en el acto eran destacados liberales, que aunque consiguieron hegemonizar la convocatoria de las protestas moscovitas, con ausencia de la oposición comunista, no pudieron evitar que los militantes y simpatizantes comunistas, no obstante, fueran muy numerosos en las calles.
Pero los comunistas no pueden caer en la complacencia de haberse fortalecido electoralmente, aunque les hayan robado millones de votos. De hecho, aunque las manifestaciones por el fraude electoral han sido muy importantes en todo el país, y, en general, han sido dirigidas por el Partido Comunista, sus dirigentes son conscientes de que en las dos ciudades más pobladas, Moscú y San Petersburgo, los líderes liberales han tenido un relevante papel, precisamente porque es en esas ciudades donde abundan los sectores sociales beneficiados por la nueva economía capitalista y donde existen numerosos profesionales y jóvenes que se miran en el espejo de Occidente.
El Partido Comunista exige el cese de Chúrov, la convocatoria de nuevas elecciones a la Duma, una organización transparente y limpia del proceso electoral, el acceso democrático a la televisión y a los medios de comunicación del país, igualdad en los recursos financieros, pero el tiempo corre y las elecciones presidenciales pueden crear una nueva situación. El gobierno podría estar dispuesto a prescindir de Chúrov, como una forma de satisfacer las demandas de la población y, al mismo tiempo, de salvar la figura de Putin. No en vano, algunos cambios se han producido desde las elecciones parlamentarias: la información desde los medios públicos ha cambiado y se han hecho eco de las protestas y de las críticas a Putin. Algunos dirigentes de Rusia Unida han iniciado incluso acercamientos a la oposición liberal, como Vladislav Surkov (uno de los responsables de la administración del Kremlin e ideólogo de Rusia Unida, a quien Medvéded ha nombrado vicepresidente del gobierno ruso), quien incluso ha elogiado las protestas.
Ziugánov mantiene que tanto el régimen actual, como esa supuesta oposición liberal que patrocina y apoya Occidente, son grupos de la misma oligarquía que ha sido cómplice de la destrucción del país, y que sus objetivos son semejantes: consolidar el sistema capitalista ruso y reforzar su propio papel. Los comunistas quieren seguir impulsando las protestas, pero quieren evitar convertirse en la infantería que facilite el camino al gobierno a los dirigentes naranjistas, más complacientes con Occidente que Putin. Los liberales opuestos a Putin intentan controlar y dirigir las protestas, apoderarse de la indignación popular: Ziugánov ha declarado que la victoria de los naranjas supondría sustituir en el gobierno ruso a unos ladrones por otros; a unos, partidarios de un capitalismo nacionalista, por otros, defensores de un capitalismo prooccidental, en una nueva versión del alma rusa.
El Partido Comunista está forzado a realizar un difícil equilibrio entre la dura oposición que mantiene a la Rusia burguesa de Putin, a quien no duda en calificar de ladrona y corrupta, y su denuncia de la oposición liberal, ante el riesgo que supone el evidente impulso norteamericano a una nueva edición de las revoluciones naranja. Como en Ucrania, dos sectores defensores del capitalismo se enfrentan: allí, la derecha representada por Yanukóvich escapaba más a los designios de Washington que el títere pronorteamericano Yúshenko, que fue aupado al poder por la revolución naranja. Tras años de gobierno, el proyecto Yúshenko fracasó, pero, en el proceso, el Partido Comunista ucraniano ha visto mermadas considerablemente sus fuerzas. El Financial Times (7.12.2011), transparente y preciso, define con rigor el interés de Occidente: el objetivo es conseguir que nuevos partidos sustituyan a los comunistas y nacionalistas que “son ahora la única oposición”, aunque los editorialistas del diario saben perfectamente que los nacionalistas de Zirinovski son cómplices del poder capitalista ruso, antes bajo Yeltsin y ahora con Putin, de manera que la única oposición que preocupa es la del Partido Comunista, cuyo arraigo entre la población sigue siendo indudable. Y los riesgos son muchos, porque el futuro del país está en juego. El Partido Comunista plantea la nacionalización de la economía, y la apertura de un nuevo período en la historia rusa, sin olvidar los lazos históricos con las otras repúblicas históricas: un vídeo de su campaña se cerraba con la declaración de una mujer joven, que decía: “Quiero volver a la URSS”, como resumen de una economía y un país al servicio de la población y no al de una plutocracia corrupta.
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