Las palabras pusieron el infinito al alcance de nuestras manos y, con la impaciencia de un amante que se desnuda por primera vez, nos adentramos en ellas, anhelando la carne y el alma, el placer y la ternura. Pensamos que nos libraríamos del dolor, pero las palabras no son hijas de la ternura, sino de la crueldad. No lo descubrimos en seguida, pero ahora lo sabemos y nos hemos enredado con la muerte, soñando desnacer y contemplar cómo nuestros huesos se enfrían en una noche pálida, sin memoria del tiempo ni expectativa de un porvenir.
Pensamos que escribir sería como volver a nacer, sin sospechar que nacer no es algo hermoso, sino terrible. Escribir es aprender que los afectos son tan frágiles como la ilusión de un paraíso inexistente. Escribir es como tocar una guitarra, con el temor de olvidar la siguiente nota. Las palabras son cuerdas que tiemblan en una vieja estación de tren, estremecidas por el tacto de una mano hambrienta de no ser. Escribir es huir de la soledad. Escribir es pensar que el otro puede caer dentro de ti y descifrar lo que calla tu voz. Escribir es fracasar y no deplorar que el olvido extienda sobre tu nombre una mañana fría. Escribir es pasear por una plaza en sombra y sentir que la piedra pulveriza tus ojos. Escribir es buscar un rincón para morir.
Naciste cuatro años más tarde que yo. Eso nos permitió escuchar los mismos vinilos. El vinilo es un atrio donde el silencio se mezcla con unos pasos. Es un sonido imperfecto, pero verdadero. El vinilo es un mendigo que murmura algo ininteligible, sin ignorar que su tiempo se acaba. Te imagino, querido Kurt Cobain, deslizando tus yemas por el filo de un disco de Led Zeppelin, observando tu rostro reflejado entre los surcos de una negrura, con aspecto de cielo en las altas horas de la madrugada, cuando los insomnes se asoman a un balcón y experimentan la tentación de saltar al vacío. Te imagino sosteniendo un brazo con aguja de diamante, sobrecogido por la inminencia de unas canciones que te ayudarían a huir de las cenizas de una infancia desdichada. Nuestra niñez se rompió a los nueve años. Nuestros recuerdos son un bosque calcinado que no cesa de humear, ocultando el sol con grandes manchas de sombra. Te imagino escuchando a AC/DC. Yo apenas escuché a Bon Scott, ebrio de ira y decibelios, expulsado del colegio y de la Armada australiana por sus pasiones autodestructivas, pero su voz estridente y poderosa es el grito de una gárgola que aúlla por sus hijos no nacidos. Escucho su voz y siento que un alarido brota de mis entrañas, preguntándose por qué el tiempo es una lluvia que nos borra poco a poco, sin dejar otro rastro que una nada roturada por la pena y un sol roto flotando en un charco de agua helada.
El éxito apenas mitigó tu dolor. Nirvana no era rock-alternativo. Nirvana no era grunge. Nirvana era el proyecto de sumergirse en una avalancha de sonidos para no escuchar el ruido del mundo. Nirvana significa liberación, extinción del deseo, paz interior, pero no encontraste nada de eso, sino horripilantes alucinaciones que pretendían recluirte en un cuarto amarillo. Te comparaste con Frances Farmer, la actriz inmolada por Hollywood, que no toleró su resistencia a ser arcilla y celofán, simple materia bajo unos focos con la avidez de un dios antiguo, reclamando nuevos sacrificios. Con la mente aniquilada por infinitos electrochoques y largas estancias en manicomios, Frances murió una y otra vez. Su muerte aún no ha terminado, pues la muerte es una caída interminable, donde la vida nos habita para no sentir la soledad de estar en el límite de lo inconcebible. Llamaste Frances a tu única hija y anunciaste que la venganza de Frances Farmer acontecería en Seattle. Te casaste con una mujer que vació calderos negros en tu corazón. Descubriste que se puede amar sin motivo. Descubriste que el amor está enemistado con la razón. Descubriste que el amor es como escalar por el fuego, aceptando arder en una hoguera de naufragios y mentiras. Después llegó la heroína, que transformó la noche en una larga vigilia y el día en una noche prisionera de la ansiedad y el miedo. La heroína es una flor de almendro que viaja por tus venas, alumbrando pavorosas visiones. La heroína es como hacer el amor con el silencio y sentir que unas piernas de nieve juegan con tu espalda, susurrándote al oído que no te alejes jamás.
Te suicidaste con 27 años, siguiendo el rastro de Jimi Hendrix, Janis Joplin, Brian Jones y Jim Morrison. Dejaste una nota de despedida, hablando de tus sentimientos de culpabilidad y de tu incapacidad de ilusionarte por las cosas. La música ya no lograba encender tu ambición de subir a un escenario y sentir el afecto de la gente. Te preocupaban los otros, pero el amor se mezclaba con la tristeza y el odio. Odiabas que los demás pudieran relacionarse entre sí, sin la necesidad de agradar y el miedo de ser rechazados. Te definías como una criatura lunática y voluble. Admitías que se te había acabado la pasión y que preferías arder a quemarte poco a poco. No voy a mentir. Descubrí tu música tarde. El rock se había muerto para mí en los ochenta, pero ahora noto tu proximidad. Nos ha reunido la melancolía, la vela de una quimera que se hundió en una noche de insomnio, el anhelo de ser querido y el temor de no conseguirlo, el amor a las palabras y el deseo de ser sombra. Nuestras vidas son un sueño que hierve entre espumas. Nuestra muerte es el aire que se adormece en las alturas. Querido Kurt Cobain, te escribo porque sé que la muerte no nos salvará. La muerte es una tarde roja que juega con nuestras ilusiones, fingiendo que es posible morir y no sentir el dolor del mundo. La muerte no es un misterio, sino una lumbre que se alimenta de nuestro hastío. Algún día nos encontraremos y nuestros ojos dibujarán paisajes con pájaros de fuego y ríos de ceniza.
RAFAEL NARBONA