Los habitantes de las Islas Canarias, enclave africano conquistado por la Corona de Castilla a fines del siglo XV y principios del XVI, después de una encarnizada resistencia de sus habitantes originarios guanches (a los que los invasores asesinaron por montones), identifican aún hoy a los invasores con el nombre de «godos».
Los mexicanos, que sufrieron el genocidio impulsado por Hernán Cortez en el Siglo XVI, cuando sus esbirros hicieron rendir a sangre y espada, el bastión de Tenochtitlán, los recuerdan con el despectivo apodo de «gachupines».
Los indígenas peruanos que resistieron la invasión española y que eran liderados por Manko Inka, los denominaron «chapetones», y recuerdan ‑en la memoria de cada una de sus etnias- los días de dolor y sufrimiento que les implicó semejante impostura colonial.
Los independentistas vascos, que han lidiado durante siglos con los hijos de Castilla, soportando invasiones, guerras sangrientas, y más cercano en el tiempo, cárcel, torturas, desapariciones y asesinatos, se refieren a ellos como «españolazos». Maldicen su voracidad conquistadora, que siempre vino acompañada de un comportamiento bestial, y jamás han dejado de resistir a quienes así se comportan. Homenajean así aquellas jornadas en que sus antepasados defendieron heroicamente el Castillo de Amaiur, en Navarra, hasta su caída en manos de los sicarios de Fernando El Católico, pero también denuncian en estos días del mes de abril de 2012, el talante guerrerista de los súbditos del Borbón Juan Carlos, ese mismo que asesinó a su hermano menor Alfonso,para quedarse con la corona y que ahora caza elefantes en peligro de extinción en Bostwana, y se parte la cadera por exceso de consumo etílico. El rey y sus vasallos Rajoy y Rubalcaba, más algunos pajes menores, son los que siguen cerrando las posibilidades de una paz justa en Euskal Herria, afirman estos tozudos y nobles vascos.
Godos, gachupines, chapetones y españolazos nos son más que formas autóctonas para denominar una forma de ser de quienes a lo largo de los siglos han gobernado esa entelequia autodefinida como «España», que en realidad no es otra cosa que el producto de territorios conquistados por los castellanos, sembrando muerte entre sus habitantes originarios. De la misma manera que hicieron aquellos que, llegados en barcos y carabelas, asolaron Indoamérica dejando un saldo de 90 millones de asesinados.
De un tiempo a esta parte, los conquistadores se hacen llamar Repsol, Telefónica, Endesa, Unión Fenosa, BBVA, Iberia, La Caixa, Iberdrola, Banco Santander. Sus métodos son tan crueles y devastadores como los que aplicaban sus antecesores. Estos también repartieron espejitos de colores, compraron mentalidades y cooptaron conciencias, generaron la idea de que su participación era esencial para amortiguar las pérdidas y desajustes que los «criollos» no supieron frenar con sus empresas locales. Se mostraron como «solidarios» y en realidad atenazaron países para amarrarlos a una dependencia que en todos los casos derivó en miseria y destrucción en cada uno de los sitios que se asentaron. No actuaron solos, siempre tuvieron cómplices entre los mandatarios y jerarcas locales. Algunos aprovecharon la «invitación» y entregaron la soberanía sin dudarlo, otros, se hicieron socios para llenar sus bolsillos de coimas y prebendas. Todos, sin excepción, sabían «de qué se trataba» y no dudaron en dar el mal paso.
Pero ahora las cosas son muy distintas en el continente. O por lo menos, empiezan a revertirse algunos escenarios de los que estos españolazos de la «nueva Conquista» se habían aprovechado.
Por eso, no es casual que el caso Repsol los ponga de golpe en paños menores. Y todos a una, como diría D’Artagnan, se han alineado ‑desde Rajoy y Brufau (este último titular de la petrolera española) hasta el «socialista» o socialisto Rubalcaba- para gritar que se sienten ofendidos, doloridos, enojados, hostilizados, por la mala noticia que les ha llegado desde Sudamérica.
Son de lo que no hay estos españolazos. No sólo roban y matan, sino que todavía protestan cuando sus víctimas se resisten. Pero esta vez, para su desgracia, están muy mal ubicados en la foto. Ya se les conocen las mañas, hay bronca frente a sus reclamos, y a nivel popular, esta muestra de dignidad producida a través de la nacionalización anunciada por el gobierno argentino ‑tardía decisión pero más que necesaria- ha servido para cerrar filas y enrostrarles a los conquistadores todas las ofensas acumuladas a lo largo del tiempo.
El ultraderechista Rajoy puede decir y hacer lo que quiera, pero ahora todos saben que sus carabelas están haciendo agua, y lo que es peor, amenazan con hundirse. El presidente de Repsol, puede batir las campanas al aire, pero no le conviene insistir demasiado ya que, como el efecto dominó, la decisión argentina puede ser utilizada también por otros países de la región, que están hastiados del prepotente trato que reciben de la petrolera española. De poco le va a servir la solidaridad cipaya que le hiciera llegar su socio en la empresa, el mandatario mexicano Calderón, ya que es sabido que su reinado está en plena caída libre.
Es bueno doblemente que YPF deje de ser española. Por un lado, porque se recupera la posibilidad de que las regalías de la explotación petrolífera puedan servir ‑como en Venezuela y Bolivia- para distribuirlas entre los que menos tienen. Que esto sea así y que finalmente no se acepten los pedidos histéricos de indemnización pedidas por Repsol, dependerá del control popular hacia quienes hoy han tomado esta decisión. Por otra parte, el anuncio ha puesto en evidencia, como ocurre con Inglaterra en el caso de las Malvinas, que España ha sido y pretende seguir siendo, un imperio destructor y rapiñero. Pero por primera vez, en las últimas décadas, sus amenazas ya no asustan a nadie. Los españolazos se parecen cada vez más a esas republiquetas bananeras con las que tanto comparaban a los países latinoamericanos, cuando querían ofenderlos y humillarlos.