La separación de poderes es una de las máximas de los sistemas democráticos, esos que se rigen por el nivel de apoyo a candidaturas políticas cada cierto tiempo. La imparcialidad de los árbitros es una de las claves del sistema. Su erosión, precisamente, provoca esa desconfianza general contra el sistema que, en situación sostenida de crisis económica, es capaz de alentar incluso la apertura de puertas totalitarias.
España, a lo largo de su reciente historia, se ha especializado en la mezcla de sus poderes (jueces diputados y viceversa), en la intromisión de elementos ajenos a las dinámicas políticas en el entramado de mando (Ejército, Policía y víctimas) y, sobre todo, en una autarquía socio-política que únicamente con la llamada Foto de las Azores intentó superar. No lo hizo porque eligió la peor opción de las posibles.
El conflicto vasco-español ha permitido reconocer con detenimiento las esencias sobre las que se asienta la mayoría sociológica española. Desde la derecha a la izquierda. Y ahora que el mismo entra en una nueva fase, sin perder un ápice el concepto de enfrentamiento que busca Madrid, la crudeza con la que el Gobierno de Rajoy plantea el nuevo escenario es sintomática.
¿Sintomática?
Efectivamente. Porque la apuesta española sigue siendo la de la «guerra preventiva». El mundo post-Bush todavía no ha llegado a la España de Frascuelo y de María, de charanga y de pandereta. La respuesta española a la Comisión de Verificación y a los mensajes de la mayoría social vasca está sustentada, precisamente, en las percepciones de la guerra preventiva: «el enemigo no es tal y como se presenta, sino tal y como yo lo engendro».
Me da igual que diga que hay desarme, voluntad y determinación en abandonar las acciones armadas. Me da igual que señale su disposición a apaciguar los ánimos y buscar una salida. Todo me da igual porque, dicen los ideólogos hispanos, yo ya he construido mi peculiar y particular contrincante. Y de ahí no me voy a mover.
Esta idea ha sido ampliamente desarrollada en los últimos tiempos por José María Aznar y Felipe González. Los padres de la España moderna. A la sombra de cada uno de ellos se podrán esconder Mayor Oreja, Acebes, Rajoy, Solana, Pérez Rubalcaba o apellidos más o menos conocidos. Todos ellos coinciden, sin embargo, en la construcción colectiva y virtual del contenido del conflicto. Nada que ver con la realidad.
Por eso las declaraciones previas de la Europol, cuyo director hasta hace bien poco era el español Mariano Simancas, señalando que ETA seguía en sus trece. Por eso esas filtraciones de cobros del impuesto revolucionario las pasadas Navidades. Por eso las declaraciones de Fernández de que ETA no atentará antes de las elecciones autonómicas de Gasteiz, como dejando caer que lo hará después de las mismas.
La construcción del escenario no tiene nada que ver con la realidad. Desde las armas de destrucción masiva, la emergente «guerra preventiva» ha sido capaz de justificar todo y hacer que una sociedad, con sus representantes incluidos, vayan detrás de la misma tesis, como experimentó Konrad Lorenz con sus patos de laboratorio.
Resulta patética la unanimidad entre Rubalcaba y Fernández a cuenta de la Comisión de Verificación. Lo dijo el «socialista» a comienzos de 2011, lo ha dicho el «popular» hace unos días: «El gobierno no necesita verificadores internacionales. Para ello ya tiene a la Guardia Civil y a la Policía». Árbitros comprados, sería el comentario más extendido. ¿No hay separación de poderes?
La Policía y la Guardia Civil son, precisamente, una de las partes activas en el conflicto. La que presiona desde Europol, la que inunda de informes capciosos a fiscales y jueces (¿quién intoxicó si no fue la Guardia Civil de que «Egunkaria» y «Egin» eran los sustitutos de «Zuzen» y «Zutabe»?), la que continuamente realiza informes en los que una camiseta del Ché Guevara es símbolo de etismo y una pegatina contra la incineradora de «apología y connivencia con el terrorismo».
No pretendo hacer una lista, que por otro lado sería larguísima, sino recordar algunos pasajes en los que el protagonismo policial fue el santo y seña de, en todos los casos, la postura más intransigente del Estado en relación al conflicto vasco-español. Cuando en 1981 Tejero dio el golpe de Estado, no lo hizo entrando en el Parlamento hispano con la comparsa de Caldereros, sino con dos centenares de guardias civiles.
Cuando desde las entrañas del Estado fue diseñado tanto el BVE como el GAL, los correos, los ejecutores en ocasiones, los que fijaban los objetivos… no eran aprendices de alfarería o animadoras del Fuenlabrada, sino policías. Cuando dispararon fuego real para reprimir («tirar a matar») no lo hicieron en barracas de tiro al blanco o en el polígono de las Bardenas, sino en plazas y calles.
Cuando las grandes mafias del contrabando, de la droga, del tabaco o de la maquinaria más sofisticada tejían sus redes y estas emergían por investigación, siempre aparecían mandos policiales o militares. Extorsiones a establecimientos nocturnos, prostitución, estafas, atracos a mano armada, venta de armas, corrupción, sobornos… ¿A pesar de su condición? ¿O por ella misma?
En 2011, los sindicatos de la Guardia Civil y de la Policía alumbraron un documento conjunto en el que decían que la declaración de ETA de alto el fuego era una trampa al objeto de que la izquierda abertzale tuviera una cobertura legal para presentarse a las elecciones. ¿Quién defiende eso a estas alturas? Pues la Policía y la Guardia Civil, la misma que, según Interior español, tiene medios para verificar mejor que los de la CIV.
Algunos jueces de la Audiencia Nacional, nada sospechosa de connivencia con el separatismo vasco, ya han hecho saber que los textos de los «peritos» policiales son manuales de opinión y no, precisamente, informes periciales. Lo dijo Gómez Bermúdez: «Del examen de la documentación unida a los informes y del resultado del propio interrogatorio en el plenario de los comparecientes, concluimos que no estamos ante una auténtica pericial, pues los funcionarios actuantes lo que hacen es plantear al instructor una tesis tras el análisis de diferentes fuentes de conocimientos».
Los verificadores de Fernández son los mismos que en los últimos 50 años han provocado 10.000 denuncias de tortura. ¿Se les puede hacer caso? Denuncias de tortura de todo tipo y modo. Hace poco el juez Ramón Sáez Valcárcel afeaba a Grande-Marlaska por no haber tenido en cuenta que la condena a un ciudadano vasco se había efectuado con la única prueba de cargo de alguien que había denunciado torturas. Más de lo mismo. Verificación de la no verificación, ese es el juego macabro.
La madre del cordero. Si España abre la espita a la verificación internacional, saldría de su cascarón para admitir que lleva 50 años torturando en sus comisarías, matando a decenas de ciudadanos en ese tiempo en controles visibles o invisibles, aplicando la pena de muerte extrajudicialmente, negando el ejercicio de derechos fundamentales… Y, a lo mejor, que ETA tenía razón política.
Una CIV, no olvidemos que con participantes de ese stablishment que Madrid ha defendido permanentemente, que ha verificado que ETA está en stand bye con voluntad de pasar a situación de off. Es cuestión de tiempo que las miradas se deriven hacia la otra de las partes. Y entonces todo se desmoronará. A no ser de que los favoritos de Rubalcaba y Fernández saquen de nuevo los tanques a la calle.
Nadie, en su sano juicio, puede pretender que un conflicto, mayor, menor o del tamaño que sea, se cierre con la intervención arbitral de una de las partes. Intervención, además, de quienes más han puesto la carne en el asador para que el orden establecido se mantenga ad eternum. Una parte que, a pesar de la larga lista de aduladores mediáticos que hacen de apologetas, da golpes de Estado, tortura e informa de manera torticera y claramente motivada por una situación política que le reporta beneficios de todo tipo en su particular «guerra preventiva». Guerra, no perdamos la perspectiva, contra el independentismo, no contra el terrorismo.