Los mis­mos vicios, los mis­mos erro­res- Xabier Silveira

No sé si voy o ven­go, ni sé si soy o solo ten­go inten­ción de algu­na vez. No sé si será debi­do a que per­te­ne­ce­mos a esta espe­cie, si será que no nos leí­mos el manual de ins­truc­cio­nes o es que lo hemos hecho a pos­ta para ver, de una vez, si espa­bi­la­mos o mori­mos masi­va­men­te. ¡Qué más dará! Lo inne­ga­ble, la mayor, la pura neta, es que somos sub­nor­ma­les. Y yo en par­ti­cu­lar, creo, -¡me atre­vo a dudar! ¡Hik dauz­kek, Sil­ver!- soy plus­mar­quis­ta mun­dial. Eso sí, eh, empa­ta­do con mucha gen­te que se las da de inte­li­gen­te y cree que el inte­lec­to es un cocien­te. Ya no hay fil­tro, nadie, sal­vo horro­ro­sas excep­cio­nes, se libra de la epi­de­mia que hace de nues­tros cere­bros un híbri­do de melón y acei­tu­na. Lis­tos o bue­nos, malos o feos, ren­co­ro­sos o deja­dos, todos, sal­vo los men­ta­dos, esta­mos infec­ta­dos. O, al menos, lo parece.

Has­ta ama­ne­ci­do el pre­sen­te pare­ce que nun­ca haya sido ayer y que hoy solo es hoy para poder arre­pen­tir­nos de lo que deja­mos sin hacer. Como si el pasa­do nun­ca hubie­ra pasa­do has­ta que una vez con­su­mi­do en el tiem­po nada poda­mos hacer por él. Ley de vida, güey. ¡Qué impor­ta­rá aque­llo! Lo que aho­ra mis­mo vale no es aque­llo, sino esto. El aho­ra nos hace quien aho­ra somos, quien fué­ra­mos ayer hoy ya no impor­ta, solo es humo, es nada; a lo sumo, no es.

No sé, es como si una amne­sia pun­tual­men­te inopor­tu­na se mul­ti­pli­ca­ra y flu­ye­ra de unos a otros en sigi­lo­so exter­mi­nio. Como si nada que­da­ra en noso­tros de quien has­ta ayer fui­mos. O, al menos, lo parece.

La vida, esta vida, está pre­co­ci­na­da ya, cual noria de olvi­da­di­za cabe­za que sube y baja eter­na­men­te pero siem­pre por cami­nos dife­ren­tes, hacien­do que sea­mos per­so­na a veces, otras gen­te y cosas mayor­men­te. Entes super­fluos aje­nos por com­ple­to a nues­tra pro­pia reali­dad, el fan­tas­ma de nues­tra pro­pia alma, la silue­ta que dibu­ja la ausen­cia de nues­tra som­bra. Deci­den por noso­tros a cada momen­to, en cada cosa que haga­mos, que diga­mos, que sin­ta­mos, inter­vie­nen acto­res que de nada cono­ce­mos. Mul­ti­tud de fac­to­res com­ple­ta­men­te aje­nos a nues­tra capa­ci­dad de deci­sión con­di­cio­nan has­ta el lími­te nues­tras vidas y lo segui­rán hacien­do mien­tras deje­mos que otros deci­dan por nosotros.

Si algún cam­bio ha de lle­gar, si un mun­do jus­to en el que se pue­da vivir en paz hemos de inven­tar, debe­ría­mos aca­bar con el vie­jo ya. Adap­tar a nues­tro gus­to las reglas del jue­go, esas mis­mas reglas que siem­pre estu­vie­ron del lado del enemi­go e hicie­ron que no qui­sié­ra­mos jugar más, no va a ser­vir para cam­biar nada. Cam­biar es cam­biar, lo que no cam­bia sigue igual. Y si esta­ba mal, obvia­men­te, con­ti­nua­rá estan­do mal.

Pero, fal­ta­ría más, no qui­sie­ra que se con­fun­die­ra lo que digo con lo que no. La espe­ran­za es bue­na com­pa­ñe­ra y, aun­que bien disi­mu­la­da, en mí abun­da. Otra cosa es que la con­fun­da, ya sea con la ansie­dad, con la pere­za o con la fal­ta de cono­ci­mien­to. Y, a fin de cuen­tas, todo este turrón por que no soy capaz de cam­biar y decir lo que sien­to aho­ra. Ríe­te de mí, que soy tu espejo.

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