No sé si voy o vengo, ni sé si soy o solo tengo intención de alguna vez. No sé si será debido a que pertenecemos a esta especie, si será que no nos leímos el manual de instrucciones o es que lo hemos hecho a posta para ver, de una vez, si espabilamos o morimos masivamente. ¡Qué más dará! Lo innegable, la mayor, la pura neta, es que somos subnormales. Y yo en particular, creo, -¡me atrevo a dudar! ¡Hik dauzkek, Silver!- soy plusmarquista mundial. Eso sí, eh, empatado con mucha gente que se las da de inteligente y cree que el intelecto es un cociente. Ya no hay filtro, nadie, salvo horrorosas excepciones, se libra de la epidemia que hace de nuestros cerebros un híbrido de melón y aceituna. Listos o buenos, malos o feos, rencorosos o dejados, todos, salvo los mentados, estamos infectados. O, al menos, lo parece.
Hasta amanecido el presente parece que nunca haya sido ayer y que hoy solo es hoy para poder arrepentirnos de lo que dejamos sin hacer. Como si el pasado nunca hubiera pasado hasta que una vez consumido en el tiempo nada podamos hacer por él. Ley de vida, güey. ¡Qué importará aquello! Lo que ahora mismo vale no es aquello, sino esto. El ahora nos hace quien ahora somos, quien fuéramos ayer hoy ya no importa, solo es humo, es nada; a lo sumo, no es.
No sé, es como si una amnesia puntualmente inoportuna se multiplicara y fluyera de unos a otros en sigiloso exterminio. Como si nada quedara en nosotros de quien hasta ayer fuimos. O, al menos, lo parece.
La vida, esta vida, está precocinada ya, cual noria de olvidadiza cabeza que sube y baja eternamente pero siempre por caminos diferentes, haciendo que seamos persona a veces, otras gente y cosas mayormente. Entes superfluos ajenos por completo a nuestra propia realidad, el fantasma de nuestra propia alma, la silueta que dibuja la ausencia de nuestra sombra. Deciden por nosotros a cada momento, en cada cosa que hagamos, que digamos, que sintamos, intervienen actores que de nada conocemos. Multitud de factores completamente ajenos a nuestra capacidad de decisión condicionan hasta el límite nuestras vidas y lo seguirán haciendo mientras dejemos que otros decidan por nosotros.
Si algún cambio ha de llegar, si un mundo justo en el que se pueda vivir en paz hemos de inventar, deberíamos acabar con el viejo ya. Adaptar a nuestro gusto las reglas del juego, esas mismas reglas que siempre estuvieron del lado del enemigo e hicieron que no quisiéramos jugar más, no va a servir para cambiar nada. Cambiar es cambiar, lo que no cambia sigue igual. Y si estaba mal, obviamente, continuará estando mal.
Pero, faltaría más, no quisiera que se confundiera lo que digo con lo que no. La esperanza es buena compañera y, aunque bien disimulada, en mí abunda. Otra cosa es que la confunda, ya sea con la ansiedad, con la pereza o con la falta de conocimiento. Y, a fin de cuentas, todo este turrón por que no soy capaz de cambiar y decir lo que siento ahora. Ríete de mí, que soy tu espejo.