Y que nadie se escandalice. Se trata únicamente del lema de una concepción del mundo, la que pasa por la centralidad hispana. Los judíos montaron una gran fábula para considerarse el pueblo elegido por Javeh. Y, a veces, tengo la impresión de que muchos españoles, esa sección de pillos y maleantes coronados precisamente por un monarca, tienen una envidia supina por los hebreos. Porque ellos son, precisamente, los elegidos.
Me pasó esa idea por la mente cuando el Gobierno español imploró el rescate al Banco Central Europeo. Finlandia pidió avales, y la caverna se echó encima contra los nórdicos, por haber tenido la osadía de poner en entredicho su palabra de que devolverían los préstamos. Sabemos del valor de la palabra de un montaraz desde que el «Thimes» señaló, ya cuando Espartero prometió respetar los Fueros, que la misma, avalada por Borbones, no tenías más valor que el de una piedra de la playa. Nada.
Más de uno pensará, después de leer estas líneas, que voy a referirme a tiempos pretéritos, cercanos a los temas a los que he dedicado buena parte de mi vida. No es esa, sin embargo, mi intención. Quizás alguna reflexión cargada por añoranzas o viejos tópicos. Porque el tema da mucho juego. Demasiado.
Viene esta introducción a cuento de la que está cayendo. España es un país que se arrastra a lomos de un pasado truculento, de un presente triturado por una maquinaria vetusta y de un futuro inexistente. La presencia de ese trozo de tierra al sur de Europa, que una vez anunció al mundo que no se ponía el sol en sus dominios, pervive gracias a fantasías, cuentos a la vera del Manzanares y, sobre todo, a una farsa monumental.
Una farsa alimentada por toneladas de una noción de españolidad que, a pesar de la vecindad, es capaz de sorprendernos un día sí y otro también. Una farsa histórica, que tuvo su esplendor precisamente con el «¡Arriba España!», de obligada referencia en nuestras escuelas, fábricas y municipios. Una expresión jaleada por quienes nacieron al mundo predestinados en la obcecación.
España es un país en ruina, en demolición. Sus calles guardan lo más crudo de la condición humana, miseria, abandono. Uno de cada cuatro españoles vive en los umbrales de la pobreza. Cifras que debieran sonrojar a aquellos que se llenan la boca con expresiones como «justicia social». Y que, por el contrario, animan al «que se jodan». A que las diferencias sean cada vez más abismales entre la city y los arrabales.
España es un país con la tasa de paro más alta de Europa. Cerca de seis millones de parados. Familias obligadas a pensar en la misma clave que hace miles de años, cómo subsistir al día siguiente. Obligadas a rascar de una economía que llaman sumergida, porque la que está a flote les ha expulsado violentamente. Seis millones de hombres y mujeres al borde del abismo.
Un porvenir inexistente: 500.000 millones de euros necesitará España en la próxima década para poder pagar su deuda, para insuflar a su economía de mimbres, para no caer en el agujero negro y en la miseria colectiva. Hazaña imposible. La deuda se hace impagable cuando solamente el pago de intereses es mayor que el de la amortización.
A pesar de todo eso, el mensaje es el de la España eterna.
Decenas de miles de desahucios, universidades de chiste, monarcas que ejercen de payasos en alcobas repartidas por la faz de la tierra, osos borrachos como dianas, duquesas que pasean su semblante como si fueran divas, hinchas de fútbol con tricornios anclados entre sus sienes, intermediarios que llenan sus bolsillos con pregoneros al lado, ladrones y asesinos reportados en revistas del corazón, ciclistas drogados con filetes de label, empresarios con pensiones escandalosas, aeropuertos sin aviones, jueces que justifican la violencia de género a militares por su labor precisamente, trenes fantasmas sin viajeros.
España eterna.
Sin embargo, en el infierno, a sus puertas, parece que la gran preocupación, la única, es la de cómo arruinar las últimas semanas de vida a un preso vasco. Azuzando los viejos argumentos que sirvieron de colchón a la Inquisición durante siglos, alentando las líneas de la Causa General franquista que llevó a miles de trabajadores a ser ejecutados, en función de la legalidad vigente. Ruiz Mateos, estafador reincidente que ha condenado a la pobreza a miles de familias, sale de prisión a los días. Por razones humanitarias. Las políticas son para los vascos.
Lo aventado estas dos últimas semanas en la casi totalidad de la prensa española en relación a la agonía de Iosu Uribetxebarria es el síntoma de un sistema podrido hasta la médula. Esos medios han sido los vehículos de un discurso y una actitud, la del ungido de Dios, que se pierde en la noche de los tiempos.
Banqueros, petroleros, Iglesia y militares apoyaron a Franco. Y en la misma ola, la eterna, el de la foto de las Azores, el dueño de las empresas de escoltas y seguridad y todo un grupo de poder en la sombra, entre los que se encuentran los que armaron al tirano, quieren marcar el porvenir inexistente de esa España de la pandereta, de Frascuelo, de toquillas y abanicos en el tendido de la plaza.
Como si fuera en ello la salvación, la recuperación de esa fábula que es la España eterna. Como si matar al débil, demonizar al demócrata, reivindicar ese proyecto medieval, fuera la piedra filosofal que dejara a la prima de riesgo en niveles de Primer Mundo. Como si sirviera para devolver a millones de familias a un escenario digno. Circo.
Y este «arribaespañismo» es la portada continua de la mayoría de los medios de comunicación españoles. Todos ellos en quiebra, sostenidos de una manera deshonesta por bancos también en quiebra y salvados con nuestro dinero, con el dinero de la sanidad, de la educación. Con decenas de millones de euros en negativo, cada mes, cada trimestre…
Estos proyectos editoriales españoles, esos mismos que se recrean en la agonía de un preso vasco, son el humo de un fábrica que no tiene máquinas, el capricho de un banquero que sabe que, gobierne quien gobierne en Madrid, sea PSOE o sea PP, recibirá el único apoyo que necesita: dinero. Dinero a espuertas para que pueda seguir ejerciendo lo de siempre, la explotación.
Es la España eterna.
El trinomio (aznarismo, banqueros y medios) apoyado por esos poderes fácticos eternos no es, sin embargo, la única nota de la España rancia y torera. Hay otra España, lo ha habido siempre. Digna. Los medios distorsionan las apuestas vascas para gestionar, para democratizar nuestro país recorrido hasta hace unas fechas por el apartheid político. Esos mismos medios, en esa misma medida, deforman la realidad española.
De esa España a la que una parte le heló el corazón como recordó el poeta, que la masacró hace unas décadas, de la que surgen iniciativas tan íntegras como las de los sindicalistas andaluces, llegan los vientos del pueblo. De esa España en ocasiones tan lejana también se han acercado a ofrecerle solidaridad a nuestro preso vasco. Hasta las puertas del hospital.
En una situación extrema como el desmoronamiento español, experiencias quizás desconocidas deben ser referencia para esa solidaridad que reclamamos los vascos y, por extensión, para la que demandan para sí otros colectivos en la península.
En las visitas a los presos, en las luchas obreras, en la defensa de los derechos humanos, en la recuperación de la memoria, en la conservación de la tierra, en la recuperación de la lengua, en decenas de espacios, caminamos hombro con hombro y recibimos y ofrecemos esa solidaridad, la de los pueblos oprimidos pero también la de los que desean ser pueblos libres. El vasco, como es obvio, pero también el español.
Frente a esa España eterna, frente a los farsantes, a los dueños del dinero, a los inquisidores de la pluma y la porra, del parqué y de las manchetas, hay otra España sumergida que debe de ser la referencia. Son nuestros vecinos. También compañeros y compañeras en esa complicada, lenta, pero ilusionante tarea de la liberación. Con Alberti, «a galopar, hasta enterrarlos en el mar».