La economía de mercado ha herido de muerte al mundo de la cultura y nos ha dejado sin intelectuales. De hecho, el mundo de la cultura ya no es sinónimo de creatividad, rigor e inconformismo, sino de premios venales, campañas de promoción y volumen de ventas. El lenguaje empresarial ha contaminado la actividad literaria y artística. Las artes plásticas están más cerca del espectáculo mediático que de la búsqueda interior y el anhelo de perfección. La novela y el cuento sólo se preocupan de proporcionar entretenimiento a un público poco exigente y conformista. La filosofía se ha convertido en un academicismo estéril y previsible, renunciando a su función crítica y transformadora. Casi nadie se atreve a hablar de utopía, revolución o compromiso. La revolución neoliberal se ha infiltrado en todos los estratos de la sociedad y ha impulsado un conservadurismo que estrangula cualquier forma de innovación o disidencia. No es extraño que Margaret Thatcher describiera la pintura de Francis Bacon como „trozos de carne“ sin ningún mérito artístico o que la América de Ronald Reagan se escandalizara con los desnudos Robert Mapplethorpe, hasta el extremo de que varios congresistas impulsaran un procedimiento judicial para determinar si sus fotografías podían ser consideradas „obscenas y pornográficas“. Es imposible no recordar las reacciones de los nazis contra el „arte degenerado“, acusando a las vanguardias históricas de ser meras apologías de la inmoralidad y la decadencia.
Se afirma que la figura del intelectual nace con el famoso „J’Accuse…!“ de Émile Zola, pero si entendemos por intelectual una voz con el propósito de influir en la opinión pública, hay que retroceder en el tiempo y citar a casi todas las corrientes filosóficas de la Antigüedad, el Renacimiento y la Ilustración. Es cierto que el término se acuñó en Francia durante el „affaire“ Dreyfus, pero la función del intelectual, que consiste básicamente en „entrometerse“ en las cuestiones morales, sociales y políticas, ya existía en la Grecia clásica. Tal vez Sócrates o Diógenes de Sinope (un „Sócrates furioso“) son los mejores ejemplos del papel social del intelectual, un „outsider“ que muchas veces se enfrenta a sus contemporáneos, desatando su ira y exponiendo su propia vida. La aparición de la prensa a mediados del siglo XIX actuó como una gigantesca avalancha que rebasó cualquier límite conocido. El periódico se reveló como un medio de propagación de ideas mucho más eficaz e influyente que el libro. Se ha dicho que el siglo XX es el siglo de los intelectuales: Sartre, Camus, Bertrand Russell, Simone de Beauvoir. En las últimas décadas, se ha elogiado a Camus, adornado su memoria con la aureola de un santo laico sin miedo a denunciar la represión comunista en el Este de Europa, mientras se vituperaba a Sartre, acusándole de silenciar o minimizar el horror del Gulag soviético. Se tiende a olvidar que Camus se mostró partidario de que Argelia permaneciera bajo dominio francés, obviando las torturas y los asesinatos extrajudiciales cometidos por el gobierno colonial contra los independentistas. En cambio, Sartre reconoció el derecho de los argelinos a constituirse como nación soberana, se solidarizó la lucha del pueblo vietnamita y apoyó a la revolución cubana. Su actitud me parece mucho más valiente y coherente que la de Camus, flotando entre un anarquismo difuso y un nihilismo de salón.
Entre los intelectuales españoles del siglo XX, podemos citar a Unamuno y Ortega y Gasset. Su conducta durante la Segunda República y la guerra civil no resultó ejemplar, sino decepcionante y errática. Ortega y Gasset nunca ocultó su rechazo hacia los planteamientos revolucionarios, contemporizando con el franquismo, y el famoso incidente de Unamuno con Millán Astray no puede borrar su simpatía inicial hacia la rebelión militar. Por el contrario, Antonio Machado y Miguel Hernández nunca titubearon en su defensa de la legalidad democrática. Su coraje estuvo a la altura de las circunstancias, pero no son exactamente intelectuales, sino poetas, que se enredaron en las querellas de su tiempo, apostando por un porvenir sin injusticias ni desigualdades. Durante la dictadura, los intelectuales permanecieron en el exilio, dispersos y muchas veces desmoralizados. María Zambrano, Rafael Alberti y Jorge Guillén se opusieron al franquismo desde el extranjero, pero todos aceptaron los honores que les dispensó la España surgida de la transición. Sólo unas pocas voces se mostraron discrepantes con el proceso reformista, sufriendo una marginación creciente que les excluyó de los grandes medios de comunicación. José Bergamín atacó a la monarquía, asegurando que los pactos de la transición ultrajaban la memoria de las víctimas de la dictadura. En su artículo „La confusión reinante“, publicado en 1978 por Sábado Gráfico, Bergamín describía la transición como „la continuidad cadavérica del franquismo“, evidenciando una vez más su talento para las metáforas y las paradojas: „Yo no sé si reina la confusión porque manda el rey o el rey manda porque reina la confusión“. El artículo le costó un proceso judicial y el veto en casi todos los medios. Su identificación con los postulados de la izquierda abertzale profundizó su aislamiento, que sólo comenzó a ceder cuando se trasladó a San Sebastián e inició sus colaboraciones con la revista Punto y Hora y el diario Egin. Fallecido en 1983, pidió ser enterrado en Fuenterrabía „para no dar mis huesos a tierra española“.
Alfonso Sastre fue de otro los escasos intelectuales que se mostraron críticos con la transición: „No soy un pacifista a ultranza. Y desde luego prefiero la resistencia a la rendición. Sin justicia, el orden público es la peor guerra posible“. Sastre señaló que el reformismo de la transición era la vía concebida por las clases dominantes para defender sus privilegios, enmascarando su violencia bajo un parlamentarismo que no contemplaba la posibilidad de cambios profundos y reales. Me atrevo a sugerir que el tiempo le ha dado la razón, especialmente en una época donde se ha penalizado hasta la resistencia pasiva y se limita el derecho de reunión y manifestación. Eva Forest, ensayista, narradora y compañera sentimental de Alfonso Sastre, permaneció tres años en la prisión de Yeserías por su presunta implicación en el atentado contra Carrero Blanco. Desde su liberación en 1977 hasta su muerte en 2007, simultaneó la vocación literaria y el compromiso político. Al reflexionar sobre el papel de los intelectuales en las actuales democracias representativas, afirmó que „salvo rarísimas y heroicas excepciones, cierran los ojos y se arriman al poder. A veces de una manera muy visible y ostentosa“. El que se atreve a cuestionar el modelo social, argumentando que la pobreza es la peor forma de violencia o señalando que el Estado español ha sido denunciado por torturas por Naciones Unidas, Amnistía Internacional y Human Rights Watch, se convierte de inmediato en „enemigo“ y no tarda en ser acusado de „terrorista“. No está de más recordar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos acaba de condenar al Estado español a indemnizar con 24.000 euros a Martxelo Otamendi, director del periódico vasco Egunkaria. El periodista denunció que la Guardia Civil le torturó durante los cinco días de aislamiento contemplados por la legislación antiterrorista. La Audiencia Nacional desestimó su presunta vinculación con ETA, pero eso no influyó en el esclarecimiento de los hechos. Su caso saca a la luz una verdad incómoda que nadie desea conocer. La brutalidad de la Unidad de Intervención Policial durante el 25‑S ha puesto de manifiesto las gravísimas carencias de la democracia española. El acoso policial y judicial contra el Sindicato Andaluz de Trabajadores sólo corrobora que la modélica transición no logró desarraigar los viejos hábitos de la dictadura.
Sería inútil buscar en la actualidad figuras como Herbert Marcuse o Bertolt Brecht. Sólo Noam Chomsky mantiene una actitud beligerante contra la revolución neoliberal desde una perspectiva anarcosindicalista. Ha triunfado la figura del intelectual domesticado, que se limita a repetir las consignas del poder político y financiero. Mario Vargas Llosa sería el perfecto ejemplo de este triste devenir. Brecht no se equivocaba al afirmar: „El que no sabe es un imbécil, pero el que sabe y no habla es un canalla“. Me temo que vivimos en un tiempo de canallas. Saber que esta mañana un hombre se ha quitado la vida en Granada poco antes de ser desahuciado, disipa cualquier duda al respecto. TVE ha dedicado tres segundos a la noticia. Al conocer el suceso, he recordado los versos de Miguel Hernández: „¿De dónde saldrá el martillo /verdugo de esta cadena?“, pero no he encontrado respuesta.