Con los últimos acontecimientos del 25S parece que la cuestión, nunca resuelta, de la naturaleza de la violencia como herramienta de liberación o como coartada del poder para la represión sigue siendo espinosa. No pretendo resolver la cuestión, ni para este caso ni para los que puedan presentarse en el futuro. Pretendo contribuir a desplazar el foco del debate de los planteamientos que enfrentan y debilitan las posiciones de quienes queremos acumular poder del lado del pueblo a otros que nos ayuden a avanzar en acuerdos y combinación de tácticas en una estrategia común a medio plazo.
El debate actual se enroca en la bronca moralista. De un lado las posiciones «pacifistas», apologéticas de la indefensión, criminalizan la autodefensa y dan al estado el derecho de reprimirnos cuando nos salimos de sus cauces, llegan a señalar y entregar a «los violentos» a la policía, demostrando la subordinación intelectual del ciudadano medio (incluido el manifestante) a la ética apropiada y destilada por el poder («El sentido común es la racionalización de los que obedecen de lo que dicen los que mandan» que decía Gramsci). Es habitual en los sectores sumados recientemente a la lucha, sin formación política y con una cultura democrática a la altura de nuestra «ejemplar transición» que, en contra de las ilusiones que pudiéramos albergar, no ha solventado su identificación de lo moderado con lo cierto a pesar del estallido asambleario nacido de las plazas.
Su posicionamiento moral esconde la percepción de no estar preparados para una lucha en un terreno en el que la inmensa mayoría no sabe ni quiere desenvolverse. Si planteasen su posición sin los velos pseudoético-estéticos contribuirían a un debate necesario sobre los tiempos y las formas de la movilización destituyente, evitando caer en una falsa conciencia que impida medir cuanto consentimiento sustenta el r€gimen y hasta que punto la coerción esta sustituyéndolo y/o reforzándolo como valedor último («no podemos ganar»).
Del otro lado, los «radicales» mayoritariamente militantes desmovilizados o «ciberactivistas», hacen una apología apolítica de la violencia que choca con las líneas de flotación de cualquier ideal emancipador, especialmente el libertario, y contribuyen a engrandecer, como monstruos, a unos funcionarios que no se atreven a desobedecer a sus jefes políticos, que a su vez son serviles bienpagados de la élite económica que está beneficiándose de nuestra ruina; convirtiendo al perro del limpiabotas del sistema en el chivo expiatorio de toda nuestra frustración.
Se auto-marginan de las movilizaciones por ser demasiado «blandas» o participan de ellas mirando por encima del hombro a casi todo el mundo. El posicionamiento pseudoético-estético se puede resumir en la «valentía» como excusa para la ausencia de táctica y estrategia, una cuestión de cojones a la que es imposible contraargumentar. El principal crimen de este sector es renunciar a hacer pedagogía y llegar a acuerdos con quienes no están dispuestos a enfrentar la represión físicamente, en ocasiones la coartada es la horizontalidad en forma de «quien quiera entender que entienda» o el vanguardismo en forma de «tenemos que agudizar las contradicciones»; en ambos casos se renuncia a la comunicación y se opta por imponer torpes intentos de imitación de métodos ajenos a las experiencias moyoritariamente compartidas.
Ambos posicionamientos convierten el necesario debate sobre la violencia en una ciénaga de mutuos reproches que debilitan la respuesta social a la verdadera violencia institucional, sin precedentes, que estamos sufriendo.
Un principio de acercamiento sería evitar que las distintas tácticas se entorpecieran, evitando violentar movilizaciones pacíficas o estigmatizar la resistencia activa, ahondando en el debate sobre la definición de la violencia («600€») para evitar que sea el poder el que decida cómo nombramos y pensamos la realidad, profundizando en la creación de una moral autónoma, que nos demos y que limite nuestro repertorio de tácticas, no por lo que definan nuestros enemigos como aceptable/inaceptable, sino por lo que nuestro proyecto moral y de sociedad sea capaz de asumir como medio para su consecución sin convertirnos en los monstruos que tratamos de combatir.
Octubre de 2012, Sierra de Madrid.