“No se olvida a nadie y nada se olvida”. Es lo que está grabado en oro en la piedra de granito, directamente detrás de la estatua de la Patria, que extiende sus brazos en señal de sufrimiento.
El Cementerio Memorial Piskariovskoye está en la ciudad de San Petersburgo, tiene 186 fosas comunes en las que están enterradas cerca de medio millón de personas, incluida la mayor parte de mi familia materna.
En la Segunda Guerra Mundial, durante 900 días (2 años y medio), la ciudad de Leningrado se mantuvo firme, desafiando el asedio más horrible de la historia moderna. Detuvo el avance de las tropas nazis, resistió continuos bombardeos aéreos, un frío glacial, hambre y la falta de todas las necesidades básicas. Casi la mitad de la población desapareció quemada por las bombas, congelada en trincheras y en apartamentos sin calefacción o muerta de hambre.
Esta capital cultural de Rusia realizó el máximo sacrificio: se alzó en desafío y valor y jugó un papel importante en la derrota del nazismo, y por lo tanto salvó al mundo.
Todo esto mientras la mayor parte de Occidente colaboraba con el nazismo o trataba de “apaciguarlo”.
Naturalmente la URSS en general y Leningrado en particular, no salvaron al mundo que pertenecía a la raza blanca; salvaron al mundo de “no humanos”, según los fascistas alemanes, de seres exterminables: gente del subcontinente indio, africanos, judíos, gitanos, eslavos y la mayoría de los asiáticos y árabes.
Con la derrota del fascismo, el colonialismo también recibió un golpe decisivo (ya que el fascismo y el colonialismo están hechos del mismo material), permitiendo a docenas de naciones de Asia y África que lograran la independencia y la libertad. Por lo menos por cierto tiempo; por lo menos hasta que las naciones occidentales lograron reagruparse.
Es algo que, naturalmente, nunca perdonaron las capitales europeas y norteamericanas. La Unión Soviética y todos sus ideales y principios se han vilipendiado y se han arrastrado por el barro. Aunque salvó al mundo del nazismo, se hizo común compararla con la Alemania fascista, y numerosos intelectuales occidentales progresistas adoptaron ese juicio torcido e insultante.
Sentado en un banco cerca de la Estatua de la Patria, estaba en compañía de Artem Kirpichenok, uno de los principales historiadores rusos; un judío que vivió en Israel durante 15 años pero decidió volver a su nativa San Petersburgo después de desilusionarse debido al racismo y la discriminación institucionalizada de las minorías residentes en el Estado judío.
“Es increíble que la propaganda occidental haya logrado que la mayoría de la gente del mundo crea que el nazismo y el comunismo soviético sean comparables”, dije. “Incluso algunos intelectuales progresistas pronuncian ambos «ismos” al mismo tiempo”.
“La Alemania nazi, así como Inglaterra, EE.UU. y Francia, se basaban en un modo de pensar racista y colonialista, principios ampliamente aceptados por la burguesía occidental en los años treinta”, dijo Artem Kirpichenok. “Hitler estaba construyendo su imperio en Europa Oriental basándose en el diseño colonial británico en India. Las teorías racistas nazis no diferían demasiado del racismo en el sur de EE.UU. o de las teorías raciales de los imperios francés, belga, británico u holandés implementadas en las colonias. El colapso del Tercer Reich afectó fuertemente todos esos ideales de colonialismo y racismo. Y la Unión Soviética fue el principal “culpable” de ese colapso. La base ideológica de la dominación europea sobre Asia, África y Latinoamérica resultó dañada”.
Evidentemente fue algo imperdonable.
Durante el sitio, mi abuela maternal cavó trincheras en las afueras de la ciudad. Combatió a los alemanes y fue condecorada en varias ocasiones por su coraje. No tengo idea de cómo lo hizo, cómo logró combatir y sobrevivir, era tan amable, frágil y muy tímida, Muchos años después de la guerra, años después de mi nacimiento, mientras me leía poemas y cuentos de hadas, me resultaba muy difícil imaginarla sosteniendo una Kalashnikov, granadas de mano o incluso una pala. Pero lo hizo; combatió, y estaba dispuesta a morir por lo que, entonces pensaba, era la batalla épica por la supervivencia de la humanidad. Y estuvo muy cerca de morir en diversas ocasiones.
Era una señora cristiana ortodoxa, pero también firme partidaria del comunismo, una combinación extraña. Se casó con mi abuelo, un brillante musulmán de la minoría china en Kazajstán, Husain Ischakov, lingüista y Comisario de Salud y más tarde de Suministro de Alimentos (básicamente un puesto ministerial en aquella época).
Lo que siguió fue un fragmento que parece cortado directamente de la propaganda oficial occidental. Mi abuelo cayó en desgracia ante Stalin, fue arrestado y ejecutado. En 1937 (el primer recuerdo que mi madre tenía de su ‘infancia’) ese hombre alto y elegante estaba inclinado sobre la cuna, levantando a mi madre en sus brazos y apretándola contra su pecho, antes de que se lo llevaran los agentes del Estado hacia el olvido y la eternidad. Lloraba cuando le miró la cara; sabía exactamente lo que le esperaba. Nunca volvió.
Mi abuela combatió. Fue condecorada. Pero no obstante, cuando terminó la guerra, fue arrestada y arrojada a la cárcel por “casarse con un enemigo del Estado”. Pasó años en prisión mientras mi madre vivía en el infierno, prácticamente como una huérfana. Cuando liberaron a mi abuela dijo a mi madre: “Fue tan terrible que pensaba: dos años más aquí y me colgaré”. Pero nunca traicionó a mi abuelo: todo lo que tenía que hacer era firmar que “lamentaba” haberse casado con él. Nunca lo hizo. Obviamente, su lealtad le era más importante que su propia vida.
¡Abandonó esa cárcel, como cristiana ortodoxa, y siguió siendo comunista!
Finalmente «limpiaron» el nombre de mi abuelo; volvió a ser un «héroe», póstumo. Escribieron libros sobre él y permitieron que mi madre estudiara arquitectura.
Lo que le pasó a mi familia fue por cierto brutal y terrible. Y sería demencial afirmar que la URSS fue un paraíso en la tierra.
Pero estamos hablando de los años treinta y cuarenta. Y en ese contexto, la URSS fue definitivamente más humana que Europa Occidental o EE.UU. Discutir ese hecho sería negar las estadísticas más básicas.
“Comparemos”, me dijo repetidamente uno de los escritores más destacados del Sudeste Asiático, el novelista Pramoedya Ananta Toer, quien fue nominado innumerables veces para el Premio Nobel de Literatura, pero nunca lo recibió porque, a diferencia de Solzhenitsin, estuvo en los campos de concentración equivocados, pro occidentales. “Recordemos que todo ocurre en un contexto histórico”.
La propaganda occidental logró poner en pie algunas mentiras tremendamente efectivas, verdades a medias y patrañas totales, que no podían comprobarse o cuestionarse (lo que no significa que la mayoría de la gente haya intentado hacerlo): el número de víctimas de los gulags fue exagerado y regularmente se sumaba con el número de criminales políticos y comunes (en la época de Stalin se enviaba a todos los condenados por cualquier crimen a cumplir su condena a algún tipo de campo de trabajo en condiciones terribles, ya que el país seguía siendo pobre. Muchos prisioneros nunca volvieron).
Algunos miembros de las elites intelectual y militar soviéticas (incluido mi abuelo) fueron ejecutados. ¿Pero se debió solo al ‘terror estalinista’? Muchos analistas (rusos, chinos y otros) afirman ahora que el aparato de espionaje nazi infiltró exhaustivamente los servicios de inteligencia soviéticos. Alemania quería librarse de los dirigentes y generales soviéticos más talentosos, leales y tolerantes. Los identificaron y comenzaron a inyectar y propagar la información más dañina, pero amañada, sobre su deslealtad. Mi abuelo, por ejemplo, fue ejecutado por la acusación de ‘espiar para Japón’, una acusación ridícula pero en algo ‘lógica’ ya que era lingüista y hablaba varios idiomas asiáticos.
Y además, Stalin y los que lo rodeaban tenían muchos motivos para ser ‘paranoicos’: la hostilidad de Occidente hacia el joven Estado comunista era obvia. La URSS fue atacada por EE.UU., el Reino Unido y devastada por brutales Legiones Checas y otras fuerzas invasoras.
Cualquiera con un ápice de objetividad tendría que admitir (a menos que esa persona quiera negar el principio básico del humanismo que declara que todos somos iguales sin importar la raza o la nacionalidad, que la Unión Soviética comunista cometió muchos menos crímenes que los países occidentales bajo la bandera de ‘monarquías constitucionales’ o ‘democracias multipartidistas’.
Mientras los soviéticos estaban ocupados sacando a decenas de millones de personas de la pobreza (y hablamos, por ejemplo, de los musulmanes de Medio Oriente, las áreas donde el nivel de vida finalmente alcanzó el de partes europeas de Rusia, así como las demás incontables minorías que habitan ese enorme país), aproximadamente en la misma época que los belgas se las arreglaron para matar a unos 10 millones de personas en el Congo, cortando manos y quemando vivos en sus chozas a mujeres y niños.
Los alemanes cometieron un monstruoso genocidio (o llamadlo Holocausto) contra la tribu Herero en Namibia, sin otra razón evidente que porque no les gustaban sus miembros. Los primeros campos de concentración del mundo fueron construidos por el Imperio Británico en África, y los ataques coloniales franceses en el Sudeste Asiático, en África Occidental y del Norte y en otros sitios están bien documentados. Los holandeses saquearon, violaron, mataron y se enriquecieron en un gran archipiélago que ahora se llama Indonesia.
Los genocidios, los asesinatos masivos y el terror que fueron realizados por Occidente en el resto del mundo, han sido innumerables; evidentemente se informó poco al respecto, ya que la ‘ayuda exterior’ para la educación y los medios, logró entrenar y disciplinar colaboradores en el mundo pobre para garantizar que la verdad sobre el pasado generalmente se omitiera.
Incluso el final de la Segunda Guerra Mundial no condujo al final del trato bestial infligido a ‘los nativos’ por los colonialistas europeos y norteamericanos. Hay que recordar el trato dado a la gente de Medio Oriente por Winston Churchill y otros glorificados dirigentes británicos. Todo eso, por cierto, está bien documentado, incluso en los libros escritos por el propio Churchill, pero apenas mencionados por los disciplinados y fiables medios dominantes y círculos académicos en las naciones colonizadoras y colonizadas.
Hay incontables estatuas de Winston Churchill y del rey belga Leopoldo II en todas las capitales de Europa.
En la segunda mitad del Siglo XX, durante la denominada ‘Guerra Fría’, la Unión Soviética estuvo firmemente del lado de los oprimidos, del lado de las luchas por la liberación, por la libertad en África, Asia y Latinoamérica. Hay que preguntarse cuán poderosa ha sido la propaganda para que haya logrado que todo esto se olvide.
Mientras Europa y EE.UU. (y sus monarquías constitucionales y ‘democracias’ multipartidistas) promovían déspotas en Irán, Egipto, el Golfo, Medio Oriente, Vietnam del Sur, Camboya, Corea del Sur, Chile, Argentina, Guatemala, Nicaragua, Uruguay, la República Dominicana, Haití, Brasil, Kenia, Sudáfrica, Indonesia y tantos otros desafortunados lugares, la Unión Soviética apoyó las revoluciones en Cuba, Nicaragua, Tanzania y Vietnam del Norte, apoyó a sus líderes, verdaderos héroes y liberadores como Patrice Lumumba y el presidente Salvador Allende.
Y nosotros dos –Noam Chomsky y yo– llegamos a la conclusión durante nuestro reciente debate en el MIT, de que se permitió que los estándares de vida en Riga, Praga o Berlín Oriental fueran significativamente superiores a los de Moscú, mientras los de Tashkent o Samarcanda eran solo marginalmente más bajos. El nivel de vida en las colonias y los Estados clientes de Occidente eran diez, veinte, incluso cien veces inferiores a los de Washington, París o Londres, resultando a menudo en la pérdida de millones de vidas humanas.
Calculé que unos 55 millones de vidas se han perdido desde la Segunda Guerra Mundial como resultado del colonialismo, neocolonialismo, invasiones directas, golpes de Estado patrocinados y otros actos de terror internacional. Probablemente estoy subestimando sobremanera las cifras, ya que hubo vidas perdidas por hambrunas, desgobiernos terribles y la miseria total provocada por el imperialismo occidental.
Decenas de millones de vidas se perdieron también como resultado de las terribles semillas sembradas por el imperialismo y el colonialismo; el caso más obvio fue la partición del subcontinente indio.
Sugeriría que en lugar de comparar el fascismo y el comunismo soviético, la izquierda y todo el mundo pensante deberían comenzar a comparar lo que es verdaderamente comparable: el fascismo, el colonialismo occidental y el fundamentalismo de mercado (la fe fundamentalista más violenta en el mundo actual), servidos y representados por los “sistemas multipartidistas occidentales” y las “monarquías constitucionales”.
Cuando me entrevisto con alguien nuevo, lo que sucede con gran frecuencia, no enfrento nada más aterrador que la pregunta más simple y natural: “¿De dónde proviene usted?”
No sé qué decir, no puedo responder e incluso si pudiera, la respuesta sería demasiado confusa, demasiado compleja y demasiado filosófica. Y además, a menos que optara por una respuesta larga y detallada, la información sería muy inexacta.
Soy un internacionalista dedicado, pero no es algo que acepten como identidad la mayoría de las personas con las que me entrevisto.
Mis entrevistadores y críticos a menudo escogen Praga, la antigua Checoslovaquia o la actual República Checa como mi identidad, pero es absolutamente falso. Praga nunca fue mi hogar. Checoslovaquia fue donde viví una infancia infernal, donde durante el invierno llenaban mis zapatos de orina y luego los otros niños dejaban que se congelaran delante de la escuela o gimnasio, uno de los innumerables castigos por tener una “madre asiática”. Es donde tuve que luchar después de cada clase, desde los 6 años, por mi vida, simplemente porque mi madre no era solo medio asiática, sino porque también era medio rusa.
En realidad mi verdadera identidad está diseminada por doquier: yace en lo profundo y en lo alto de los Andes peruanos y bolivianos donde enfrenté la muerte en varias ocasiones mientras cubría la “Guerra Sucia” peruana. Está en Chile, rebotando en los muros de las estrechas, serpenteantes y a menudo hechizadas calles de la ciudad portuaria de Valparaíso, yace con los poetas chilenos y las canciones de los pescadores de su costa. Mi identidad se extiende por esa enorme masa de agua del Océano del Pacífico Sur salpicado de pequeñísimos pedacitos de tierra, ahora ‘Estados isleños’ que fueron colonizados y terriblemente destruidos por las potencias coloniales tradicionales.
Mi identidad proviene de la costa swahili de África y de alrededor de los Grandes Lagos del continente, todos estos sitios que sufrieron el peor genocidio de la historia moderna, el genocidio provocado por los intereses políticos y económicos europeos y norteamericanos. Mi identidad también yace en los desiertos de Medio Oriente, y si conociera el subcontinente con un poco más de detalle, también sería de allí. Estoy en mi casa en La Habana, Caracas, Buenos Aires, Onomichi, Pekín, Ciudad del Cabo y Kuala Lumpur. Y también vivo en Japón, Indonesia y Kenia.
Es un lío total, lo sé, es muy complicado y no puedo explicarlo, pero así es.
Durante años, incluso décadas, mi hogar estuvo donde había una lucha por la justicia y la independencia; he escrito libros y artículos, he hecho películas y he participado directamente en la lucha. Ya me cuesta identificar mi raza, cultura o identidad nacional, y ni siquiera trato de hacerlo. Voy donde se me necesita. Y finalmente, también como escribió García Márquez: mi casa está donde leen mis libros.
Nací en Rusia, en Leningrado (lo siento, pero simplemente no puedo llamarla San Petersburgo, como la llaman ahora, para mí será siempre Leningrado). Nunca he vivido allí, porque mis padres me llevaron a Checoslovaquia cuando solo tenía unos meses. Pero todos los años mi madre me ponía en un avión, uno de esos viejos jets soviéticos Tupolev con mesas de caoba, pantallas y caviar negro servido en todos los vuelos internacionales, con solo una clase, y me enviaba a Leningrado donde me esperaba mi abuela, armada de un juego de llaves para alguna humilde habitación en la Bahía de Finlandia, una habitación que, para mí, era como un paraíso. Mi abuela siempre iba armada de interminables entradas y pases para óperas, espectáculos de ballet y exposiciones de arte. En los días del comunismo no costaban nada, pero no era fácil conseguirlos.
Y tenía montones de libros esperándome. Dejaba que ella me los leyera aunque yo era capaz de leer. Me leía hasta bien entrada la noche y cuando llovía afuera, esos momentos eran especialmente mágicos.
Desde el momento en que abandonaba Leningrado comenzaba a contar los días que quedaban hasta mi retorno. Tenía mi libro secreto especial para marcar cada día que pasaba. La profunda y fría agua del río Neva, sus puentes, sus espacios abiertos, la belleza de la excapital rusa, cubierta tan a menudo por la niebla, el pathos de la historia rusa y luego soviética, el pathos de la historia de mi propia familia, todo eso cautivaba mi mente, me hacía soñar, me conmvirtió en un adulto prematuro.
En Checoslovaquia, mi madre echaba terriblemente de menos a Rusia. Lloraba casi cada noche. También me leía libros y mucha poesía.
De esta manera, no tuve una infancia natural, pero lograron convertirme en un escritor y desde temprana edad. Heredé su lucha, sus 900 días de asedio, su guerra, su Rusia.
Ambas mujeres me transmitieron todo, pero no fue solo el sufrimiento, las prisiones y las guerras, sino mucha esperanza, la capacidad de soñar, entusiasmo, optimismo, así como mucha solidaridad. Me enseñaron que siempre se puede construir de la nada o reconstruir de las cenizas. Y que el amor, si es verdadero amor, no es algo que pueda desaparecer, ni se desvanece en un mes o incluso en varios años.
También me transmitieron el amor por su ciudad; su amor perdido pero nunca olvidado.
Ahora, después de todos esos años volví a Leningrado. Para entonces era mucho más latinoamericano o asiático que ruso. Mi lengua materna se sentía repentinamente tan pesada y mohosa: era perfecta en términos de pronunciación, pero arcaica y demasiado cortés.
Volví agotado, después de lanzar mi gran libro en Londres, el libro sobre Indonesia y cómo la arruinó Occidente tras el golpe patrocinado por EE.UU. en 1965. Volví después de terminar mi documental de 160 minutos sobre el genocidio en la República Democrática del Congo y después de trabajar en la frontera de Uganda y luego en la de Turquía con Siria.
De repente me sentí solitario y ansiaba desesperadamente contar mi historia a alguien que me fuera cercano. Pero sucedió que no encontré a nadie en Leningrado.
Vagué por las calles, tan queridas y al mismo tiempo tan ajenas.
Fui a la vieja playa en Zelenogorsk, pero había cambiado: la dársena estaba llena de embarcaciones privadas y yates en lugar de mis viejos remolcadores y naves patrulleras.
Fui a visitar el bosque donde arrojaron el cadáver de mi abuelo desde el tren. Ahora era el cementerio memorial, de hecho un bosque encantado con nombres y fotografías clavados en los árboles. No quise viajar al lugar desde la ciudad en la que nací, desde Leningrado. Quise llegar desde Helsinki, un lugar neutral, pero no fue posible.
El bosque estaba silencioso. Había unos pocos deudos, pero fuera de eso un silencio total. Mi abuelo, comunista, chino, estaba allí. Mi abuelo, un lingüista, ministro de Salud de Kazajstán, un hombre que ofrendó toda su vida a la revolución, pero cayó en desgracia y fue asesinado, tirado en este bosque tranquilo, sin ningún respeto ni ritual.
Era fácil sacar conclusiones, condenarlo todo. Pero había oído lo suficiente sobre su persona para saber que no traicionaría sus creencias, tal como mi abuela nunca lo hizo.
Antes de su muerte, pregunté a mi abuela: “Nunca te volviste a casar. Seguiste siendo hermosa durante décadas después de la muerte de mi abuelo. ¿Por qué?”
Sonrió con su modesta sonrisa: “Tu abuelo”, dijo, “Fue un gran hombre. Es muy raro encontrar un hombre semejante. Otros no le llegaban ni al hombro”. Y no hablaba de la altura de mi abuelo.
Era comunista, y lo que eso significaba para él, era simplemente el proceso de construir un mundo mucho mejor que el que conocía desde su infancia.
En el bosque me senté en el pasto. Hacía frío. Después de todas las guerras que había cubierto, después de los 145 países que había visitado, las docenas de libros y películas que había producido, después de toda esa lucha, sentí repentinamente la necesidad de aferrarme a algo, solo por ese momento; tenía que hablar, que me abrazasen, contar la historia desde el principio hasta el fin. Nunca fui adepto a las autobiografías, pero ahora necesitaba que me comprendieran. Pero finalmente llegué solo, con mi Leica y un pequeño libro de poesía escrito por Antonio Guerrero Rodríguez, uno de los 5 cubanos patriotas brutalmente encarcelados en Miami.
Toda mi familia materna había sido despedazada y dispersada. Pero éramos todos combatientes. Como mi abuela y mi abuelo tenía que seguir adelante: tenía que luchar y combatir por lo que creo. Como ellos sabía cuán corta es la vida, qué poco tiempo tenemos, cuán precioso es y cuán poderoso es el enemigo.
Después viajé en el legendario metro de Leningrado, con todos esos palacios subterráneos y los desvencijados vagones de la era soviética.
Seguí leyendo a Antonio Guerrero Rodríguez, la edición bilingüe en español y ruso que me regaló en Kiev el traductor de mis escritos.
El amor que expira no es amor
El verdadero amor pertenece
A todo el tiempo, a la tierra toda,
Sin temor enfrenta tempestades,
Resiste hasta el filo de la muerte
Y, como la natura, es eterno.
Sentí que una joven leía por encima de mi hombro. Después de un momento, me preguntó en un español aceptable: “¿Es verdad lo que dice?” Respondí, también en español: “Sí, están en la prisión, todos ellos. Es terrible”.
“No es lo que quiero decir”, me dijo con cierto apremio. “¿Es verdad lo que dice? ¿Qué el amor es eterno o no es amor?”
Me sorprendí, ya que algo semejante no habría ocurrido ni siquiera en Buenos Aires, esa conversación solo podía tener lugar en La Habana… y aquí. Entonces me di cuenta de que después de todo era mi ciudad, la ciudad donde los poetas son leídos por millones de personas, la ciudad que me convirtió en escritor. Miré a la muchacha, la miré directamente a los ojos y respondí en ruso: “Mis abuelos pensaban lo mismo. No sé si es así, pero siempre he vivido como si lo fuera”.
La joven asintió. No dijo nada, pero al descender del vagón en la estación siguiente, me dio la sonrisa más brillante que he recibido en años. Obviamente la ciudad tenía su manera de darme fuerzas.
Afuera, en la orilla del río Neva, puse apoyé la frente un momento en el muro de granito que separa la acera de la inmensa vía fluvial. La piedra estaba fría, refrescante.
Leningrado no trató de retenerme. Es demasiado orgullosa, demasiado enorme. Pero sentí que me estaba abrazando antes de dejar que volviera a la guerra, a la batalla. Tenía que continuar el legado de los que lucharon por la supervivencia de la humanidad en los años cuarenta. Conocía todos esos lugares que estaban sitiados; conocía muchos sitios en esta tierra peores que cualquier infierno descrito por las teorías religiosas. Realmente conocía muchos. Estaba obligado a luchar y trabajar, día y noche.
Como saben Rodríguez y otros uno tiene que luchar cuando se masacran hombres, mujeres y niños, cuando se destruyen naciones y culturas enteras. Cuando llaman justicia a la injusticia y en su nombre reina la crueldad.
Con las profundas aguas del Neva frente a mí, murmuré como lo hice de niño dirigiéndome a la ciudad: “Ahora me voy, pero volveré. Por favor espérame”.