Anto­nio Lobo Antu­nes: Las naves- Rafael Narbona

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El por­tu­gués Antó­nio Lobo Antu­nes per­te­ne­ce a esa estir­pe de escri­to­res que entien­de la pin­tu­ra del mun­do como un arti­fi­cio de la inte­li­gen­cia. No hay mayor impos­tu­ra que el rea­lis­mo, pues el arte ver­da­de­ro no copia lo real, sino que tam­bién lo reinventa.

Esta con­cep­ción del hecho artís­ti­co es incom­pa­ti­ble con las exi­gen­cias de orden, vero­si­mi­li­tud y seme­jan­za. Al pres­cin­dir de la tra­ma y los per­so­na­jes, Lobo Antu­nes esbo­za una poé­ti­ca, don­de la com­pren­sión des­pla­za a la his­to­ria, exi­gien­do en el lec­tor la dis­po­si­ción de trans­for­mar el tex­to en un orbe satu­ra­do de sen­ti­do. Se tra­ta, en defi­ni­ti­va, de lle­var a cabo un ejer­ci­cio de cono­ci­mien­to. Este pro­yec­to está sos­te­ni­do por un len­gua­je, cuyo pro­pó­si­to no es narrar, sino cap­tar lo esen­cial. De ahí el recur­so a la intui­ción poé­ti­ca, que atri­bu­ye a la pala­bra un mis­te­rio ausen­te en el con­cep­to. En Las naves, no se bus­ca la fide­li­dad en la recons­truc­ción his­tó­ri­ca, sino la per­cep­ción exac­ta de las cosas. Esto sig­ni­fi­ca que para com­pren­der el des­arrai­go de los por­tu­gue­ses for­za­dos a aban­do­nar las colo­nias afri­ca­nas, hay que pres­cin­dir del orden cro­no­ló­gi­co, reu­nien­do en el mis­mo espa­cio a los pro­ta­go­nis­tas de la con­quis­ta de Bra­sil y a los últi­mos mora­do­res del impe­rio de ultra­mar. Los ojos de un marino del siglo XVI o de un hidal­go empo­bre­ci­do se mues­tran más pers­pi­ca­ces que la inme­dia­tez del pre­sen­te, inca­paz de des­pren­der­se de lo mera­men­te anec­dó­ti­co y cir­cuns­tan­cial. La pre­sen­cia de Cer­van­tes en la joven demo­cra­cia por­tu­gue­sa tie­ne un efec­to ilu­mi­na­dor sobre un tiem­po de caos y confusión.
Lobo Antu­nes cono­ció la expe­rien­cia del regre­so trau­má­ti­co. Duran­te sus años en Ango­la, des­cu­brió que en la gue­rra se esta­ble­ce una extra­ña pro­mis­cui­dad entre el horror y la belle­za. Las masa­cres no podían borrar el asom­bro ante los cam­pos de gira­so­les. La vuel­ta a Lis­boa no estu­vo mar­ca­da por los sen­ti­mien­tos de cul­pa, sino por la extra­ñe­za ante un espa­cio, don­de ya no pre­va­le­cía la inti­mi­dad con la muer­te ni la mono­to­nía de un pai­sa­je ajeno a las esta­cio­nes. Es la mis­ma per­ple­ji­dad que en Esplen­dor de Por­tu­gal pro­vo­ca­ba la sen­sa­ción de no per­te­ne­cer a nin­gu­na par­te. Los per­so­na­jes de Las naves no se iden­ti­fi­can con la ciu­dad que les aco­ge tras una pro­lon­ga­da ausen­cia. Lis­boa ha per­di­do su vie­ja iden­ti­dad. El cemen­to ha reem­pla­za­do a la pie­dra y la elec­tri­ci­dad al gas. Los que regre­san, ape­nas logran ocul­tar su nos­tal­gia por las colo­nias, con sus espe­luz­nan­tes atar­de­ce­res y su olor a tie­rra cal­ci­na­da. Su des­am­pa­ro es como el de esos “búhos de ojos ama­ri­llos” que sucum­ben bajo las rue­das de los coches. Exi­lia­dos de sí mis­mos, su peri­pe­cia evo­ca la suer­te de los con­quis­ta­do­res, cuya ambi­ción les hizo tran­si­tar entre dos mundos.
Lobo Antu­nes rom­pe las dis­tin­cio­nes tem­po­ra­les, situan­do a Vas­co da Gama y Manuel I en una Lis­boa sal­pi­ca­da de tran­vías y cines don­de se pro­yec­tan pelí­cu­las de Errol Flynn. El recur­so a lo fan­tás­ti­co impreg­na de ver­dad un orbe que des­pre­cia la dupli­ca­ción de lo real. El estra­go del tiem­po, agra­va­do por la inexis­ten­cia de raí­ces, abo­ca a los per­so­na­jes al reco­no­ci­mien­to de que ya no se per­te­ne­cen ni siquie­ra a sí mis­mos. “Este país nos ha comi­do las gra­sas y la car­ne sin pie­dad. Aho­ra no somos de nin­gu­na par­te”. Lis­boa es una noche opa­ca, de color “de car­bón de tubo de esca­pe”. La liber­tad es más inhós­pi­ta que “los caba­rés de Luan­da”, con su hedor a mula­dar. El Tajo hue­le a cloa­ca y el monas­te­rio de los Jeró­ni­mos ya no es más que “un monu­men­to arcai­co con­sa­gra­do a la boda de los domingos”.
Nove­la oní­ri­ca y nada com­pla­cien­te, Las naves nos ofre­ce una ima­gen de Por­tu­gal idén­ti­ca a la visión de una aldea­na de negro que mira hacia den­tro de sí mis­ma y sólo des­cu­bre “un hue­co absoluto”.
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