No perdamos el tiempo en estériles letanías o en mimetismos nauseabundos. Dejemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo. Los condenados de la tierra
I. Introducción
El movimiento comunista está en crisis. Decir esto no es decir nada nuevo. Pero el aspecto teórico de esta crisis reviste sus propias características. En determinados círculos, el marxismo como campo teórico se ve reducido a una repetición necia de tópicos mal asimilados y peor expuestos. Jóvenes voluntariosos (y, a juzgar por las fotos, bastante folklóricos) se han reunido en la I Escuela Unitaria Juvenil Comunista. Al parecer, hay entre ellos quien se cree inmunizado contra la inoperancia política por el mero hecho de incrementar el número de hoces y martillos bordados en sus puristas banderas.
Mientras tanto, el movimiento real de los explotados y víctimas de la crisis capitalista se articula y se desarrolla en las calles, con escasa influencia del marxismo como movimiento organizado. Tras el 15M, un nuevo contexto político, tal vez complejo pero que ofrece sin duda mayores espacios para la intervención política anticapitalista, se abre frente a estos librescos y endogámicos jóvenes, sin despertar entre ellos el menor interés. ¿Tal vez esperaban que el estallido social se articulara de manera directa en soviets y las masas se convirtieran automáticamente al marxismo-leninismo? Lo que está claro es que, mientras el mundo gira, nosotros seguimos parados. Movámonos.
Esa etiqueta, la del marxismo-leninismo, es aquella bajo la que he desarrollado hasta ahora mi actividad política y, probablemente, es también aquella con la que encuentro una mayor convergencia. ¿Por qué? No se trata de una cuestión identitaria. Simplemente, mi ideario y mi manera de entender los procesos históricos y las luchas de clases me convierten en marxista y en leninista.
Sin embargo, una serie de reflexiones me surgen al leer el libro Tesis sobre la crisis del comunismo, del preso político del Estado español Manuel Pérez Martínez «Arenas». Este libro forma parte de una serie de debates (es destacable el referido a la cuestión de «lo universal y lo particular») en los que se han producido aportaciones teóricas que pueden suscitar reflexiones de gran importancia. Algunos de los participantes negaron terminantemente que puedan existir varios desarrollos marxistas diferentes y aplicables a las distintas épocas o nacionalidades. La influencia de esta postura «universalista» tiene, en realidad, un alcance más hondo y menos anecdótico de lo que se piensa.
Trataré de exponer por qué, a mi entender, existe un problema en el guión intermedio de la fórmula «marxismo-leninismo» y en sus implicaciones teóricas (al menos tal y como es concebido por los autodenominados representantes políticos de esta doctrina ideológica, en particular la Conferencia Internacional de Partidos y Organizaciones Marxistas-Leninistas). Desde un punto de vista teórico, y teniendo en cuenta dicha traducción política por parte de los m‑l, una fracción importante de los marxistas y leninistas han decidido que no pueden hacer otra cosa sino combatir eso que han optado por denominar «guionismo».
A ellos me sumo. Porque el guionismo, en su primera fase, conlleva una rusificación del marxismo, al presentar la fórmula «marxismo-leninismo» como una unidad orgánica en la cual ninguno de los dos términos puede comprenderse sin el otro, elevando uno de los desarrollos «laterales» del marxismo (el leninismo) a centro, a canon; y, en su segunda fase («marxismo-leninismo-maoísmo»), supone una chinización del marxismo análoga; pero, tanto en un caso como en el otro (por no hablar de otros –ismos agregados posteriormente), dificulta la introducción de desarrollos más realistas en pos de un culto a «lo universal» que no atiende al despliegue que de lo particular se da frente a nuestros ojos.
Trataremos de argumentar todo esto.
II. Guionismo como cierre epistemológico
Desde un punto de vista provocador, un compañero de luchas enunció la tesis con las siguientes palabras: «Soy marxista y soy leninista, pero no soy marxista-leninista». Incluso podría matizarse así: «soy marxista; por ello, leninista; y más leninista aún por no caer en el m‑l».
Ya hemos adelantado la idea de que el marxismo-leninismo, tal y como es traducido políticamente por la mayoría de sus partidarios, no es más que un dogma cerrado, fosilizado y sin la menor posibilidad de avance. Esto se debe a que el guión intermedio es empleado como un elemento subordinante o actualizador cuya función es cerrar epistemológicamente la teoría a fin de preservar su «pureza». Naturalmente, el problema no es el guión como elemento formal en sí mismo. No es una cuestión nominalista, sino teórica e interpretativa.
Hemos adelantado que la teoría m‑l se niega a admitir nuevos desarrollos teóricos; a lo sumo, se presta a ser simplemente «aplicada» a las distintas realidades (que en realidad son una sola: la de la época del imperialismo). Pero esa «pureza», esa cerrazón hermética, tan alabada por ciertos m‑l, es en realidad la perfecta garantía de su inoperancia política y de su incomprensión de la dialéctica. El propio marxismo (el mismo Lenin lo admite) es un híbrido impuro de diversas fuentes, como la filosofía alemana, el socialismo francés y la economía política inglesa.
Dadas la riqueza cultural y la diversidad socioeconómica del mundo, para que la teoría marxista sirva a los objetivos revolucionarios es estrictamente necesario que permanezca «abierta», que articule desarrollos creativos y que no se limite a reproducir «nuevas aplicaciones» de lo mismo. Ya lo dijo Machado: «caminante, no hay camino, se hace camino al andar». El marxismo ha de estar abierto por el sencillo motivo de que la historia también está abierta, es contingente, no cuenta con ningún tranquilizador final escrito en ningún libro revelado y, en consecuencia, tampoco constituye ninguna sucesión de etapas preconcebidas y obligatorias.
Esto lo comprendió el propio Marx mucho mejor que sus continuadores. En contraste con la rígida sucesión teleológica de modos de producción con la que nos han deleitado tantos «marxistas» (al feudalismo sigue necesariamente el capitalismo, y a este el socialismo), en el Prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto Comunista leemos:
En Rusia, al lado del florecimiento febril del fraude capitalista y de la propiedad territorial burguesa en vías de formación, más de la mitad de la tierra es posesión comunal de los campesinos. Cabe, entonces, la pregunta: ¿podría la comunidad rural rusa —forma por cierto ya muy desnaturalizada de la primitiva propiedad común de la tierra— pasar directamente a la forma superior de la propiedad colectiva, a la forma comunista, o, por el contrario, deberá pasar primero por el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? La única respuesta que se puede dar hoy a esta cuestión es la siguiente: si la revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, de modo que ambas se completen, la actual propiedad común de la tierra en Rusia podrá servir de punto de partida para el desarrollo comunista.
III. La reconciliación entre Trotsky y Stalin
En su artículo «Bolchevismo y estalinismo», Trotsky decía que «para nuestra época, el bolchevismo es la única forma del marxismo». Stalin, por su parte, aseveraba en losFundamentos del leninismo que «el marxismo-leninismo es el marxismo de la época del imperialismo y de la revolución proletaria».
Así, los dos enemigos se reconciliaban en este aspecto, al convertir el modelo bolchevique en un esquema táctico y organizativo de aplicación universal válido para la época del imperialismo, así, vista en su globalidad. Tanto Stalin como Trotsky subestimaban la amplitud (espacial y temporal) de eso que llamaban «época del imperialismo», así como (lo hemos adelantado) la diversidad de las estructuras, niveles de desarrollo socioeconómico y pautas culturales existentes en el mundo. La teoría del desarrollo desigual y combinado o la táctica «diferenciada» para los países subdesarrollados por parte de la Komintern no modifican demasiado esta rigidez operativa, como veremos más adelante.
Por otro lado, sus epígonos (mejor dicho: los epígonos de sus figuras idealizadas que jamás existieron) no hacen más que copiar acríticamente el modelo bolchevique, generando importantes deformaciones. En La izquierda en el umbral del siglo XXI, Marta Harnecker enumera algunas de ellas: vanguardismo, verticalismo, copia de modelo foráneos, teoricismo, subjetivismo, concepción de la revolución como mero asalto al poder, insuficiente valoración de la democracia, percepción de los movimientos sociales como meras correas de transmisión, desconocimiento del factor étnico-cultural…
Ahora bien, detectar estos problemas es fácil: lo difícil será determinar si efectivamente contamos con una solución teórico-práctica para los mismos.
IV. Lo universal y lo particular
Che Guevara trató de demostrar en el Congo y Bolivia que las «condiciones de excepción» que hicieron posible la revolución cubana no tenían tanto de excepcionales. Tal vez se equivocara, pero una cosa está clara: cada coyuntura requiere su propia táctica, ya que el imperialismo no ha generado una realidad tan homogénea a nivel internacional como pensaba el marxismo soviético, o como auguraban ya los propios Marx y Engels, quienes, en el Manifiesto Comunista, analizaban cómo el capitalismo y el carácter mercantil de la producción estaban corroyendo, aceleradamente pensaban ellos, las formas de vida tradicionales de las diferentes naciones.
Todas las condiciones son, pues, condiciones de excepción. En su discurso Sobre diez grandes relaciones (1956), Mao declarará que «Nuestra teoría es la integración de la verdad universal del marxismo-leninismo con la práctica concreta de la revolución china». ¿Era eso cierto? ¿En qué sentido? ¿En el sentido táctico u organizativo? ¿Y la revolución cubana? ¿También esa revolución se basó en el leninismo? ¿En qué fase? ¿Era acaso el Movimiento 26 de Julio una estructura similar a la del partido leninista expuesta en el Qué hacer?
Realmente, hace falta una importante dosis de fe ciega para pensar eso. Tanto en sus tácticas como en su sujeto, así como en otros decisivos aspectos del proceso, la revolución rusa es muy diferente de las revoluciones china y cubana. En realidad, no podía ser de otro modo: como analiza Mao, lo particular está ligado a lo universal; pero lo particular no es un mero resumen o reflejo de lo universal; y menos aún en la conciencia subjetiva de los hombres, pues, como bien sabía Marx, hasta el más esforzado intento de visión general tiene sus límites históricos.
V. Lenin dentro de sus límites
Lenin comprendió bastante mejor que muchos «marxistas-leninistas» o trotskistas la necesidad de un tratamiento específico de lo particular, aun sin olvidar su relación con lo universal. Así, en los documentos del III Congreso de la Internacional Comunista(1921), Lenin declara que
no puede haber una forma de organización inmutable y absolutamente conveniente para todos los partidos comunistas. (…) Las particularidades históricas de cada país determinan, a su vez, formas especiales de organización para los diferentes partidos» (Tesis sobre la estructura, los métodos y la acción de los partidos comunistas).
Esto contrasta dramáticamente con la obcecación de gran parte de los actuales trotskistas y m‑l por reproducir, sin mayores consideraciones, unas estructuras organizativas calcadas del modelo bolchevique. Con todo, aunque gran parte de la obra de Lenin fuera perecedera, no estamos negando el carácter universal e imperecedero de otra importante fracción de los estudios teóricos del autor. La aportación de Lenin al conocimiento y estudio del imperialismo (o del Estado) es sencillamente imprescindible; su audacia política (precisamente audaz por enfrentarse a sus problemas, y no a «la vida de los otros»), impresionante; pero de ahí a que Lenin pudiera ser futurólogo hay un trecho; y de ahí a pensar que, aun conociendo el futuro, habría podido idear fórmulas válidas para cualquier contexto de un mundo tan complejo como este, otro.
Recurramos a Gramsci, quien, en Notas sobre la política y el Estado moderno, afirmará:
El concepto de hegemonía es aquel donde se anudan las exigencias de carácter nacional y se comprende por qué determinadas tendencias no hablan de dicho concepto o apenas lo rozan. Una clase de carácter internacional, en la medida en que guía a capas sociales estrictamente nacionales (intelectuales) y, con frecuencia, más que nacionales, particularistas y municipalistas (los campesinos), debe en cierto sentido «nacionalizarse». (…) Que los conceptos no-nacionales (es decir, no referibles a ningún país en particular) son erróneos, se demuestra reduciéndolos al absurdo. Ellos condujeron a la pasividad y a la inercia en dos fases muy diferentes: 1) en la primera fase, ninguno creía que debiera comenzar, o sea, consideraba que comenzando se habría encontrado aislado; y en la espera de que todos se moviesen en conjunto, nadie lo hacía ni organizaba el movimiento; 2) la segunda fase es quizás peor, ya que se espera una forma de «napoleonismo» anacrónico y antinatural (puesto que no todas las fases históricas se repiten en la misma forma). Las debilidades teóricas de esta forma moderna del viejo mecanicismo están enmascaradas por la teoría general de la revolución permanente que no es más que una previsión genérica presentada como dogma y que se destruye a sí misma al no manifestarse en los hechos.
VI. El guionismo como falsa solución
Así pues, el maoísmo, el castrismo, el guevarismo o el mariateguismo son distintos desarrollos del marxismo acaecidos en la época del imperialismo, y son tan fértiles como el propio leninismo (véanse si no experiencias como las revoluciones china, cubana, vietnamita o nicaragüense). Ahora bien, ¿son desarrollos legítimos? Teniendo en cuenta (y no debería ser necesario aclararlo) que, desde una perspectiva emancipadora, no existe mayor criterio de legitimidad que el de la fertilidad revolucionaria, indudablemente sí.
Ahora bien, ¿debemos añadir para cada coyuntura un nuevo guión (marxista-leninista-maoísta; o marxista-leninista-mariateguista- guevarista, etc.)? ¿O tal vez debamos suprimir el estrato ‘leninista’ para hablar directamente de marxismo-maoísmo, marxismo-guevarismo, etc.? No veo la necesidad de ninguna de las dos cosas, como no sea para añadir nuevas etiquetas divisoras del movimiento comunista. Este movimiento siempre contará con fracciones o tendencias internas, pero, frente a una lógica que busca definiciones cada vez más herméticas e identitarias (y casi siempre a causa de visiones demasiado sesgadas de polémicas que ni siquiera incumben al siglo XXI, sino con suerte al XX), muchos partimos una lanza en pos de que volvamos a llamarnos, sencillamente, comunistas. No se trata de hacer tábula rasa o evitar la autocrítica: al contrario. Sencillamente, podemos (es más: debemos) basarnos a la vez en Guevara y Mao, y también en Lenin, Ho Chi Minh y otros revolucionarios que emplearon las más diversas tácticas para lo que realmente importa: vencer, hacer la revolución y alcanzar el socialismo en diferentes países. Eso (¿qué si no?) es ser comunistas.
El leninismo no es más que un desarrollo del marxismo de acuerdo a las condiciones de la Rusia de los años previos y posteriores a 1917, de igual modo que el maoísmo lo es a las condiciones de la China de los años previos y posteriores a 1949. No ha de existir una única vía al socialismo, sino que puede haber multitud de vías nacionales.
VII. Las vías nacionales al socialismo
Así, en sus brillantes Cuadernos de la cárcel, escritos desde las mazmorras de Mussolini, Gramsci escribió:
Está por ver si la famosa teoría de Trotsky sobre el carácter permanente del movimiento no es el reflejo político de las condiciones económicas, culturales y sociales generales en un país en el que las estructuras de la vida nacional son embrionarias y laxas, e incapaces de convertirse en «trincheras» o «fortalezas». En este caso se puede decir que Trotsky, aparentemente «occidental», fue de hecho un cosmopolita –esto es, superficialmente occidental o europeo. Lenin, por su parte, fue profundamente nacional y profundamente europeo. Me parece que Lenin comprendió que era necesario un cambio de la guerra de maniobra, aplicada victoriosamente en Oriente en 1917, a la guerra de posición, que era la única forma posible en Occidente donde, como observó Krasnov, los ejércitos podían acumular rápidamente cantidades infinitas de municiones, y donde las estructuras sociales eran todavía capaces por sí mismas de transformarse en fortificaciones con armamento pesado. (…) La tarea fundamental era nacional; es decir, exigía un reconocimiento del terreno y la identificación de los elementos de trinchera y fortaleza representados por los elementos de la sociedad civil, etc. En Oriente, el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente existía una relación apropiada entre Estado y sociedad civil, y cuando el Estado temblaba, la robusta estructura de la sociedad civil se manifestaba en el acto. El Estado sólo era una trinchera avanzada, tras de la cual había un poderoso sistema de fortalezas y casamatas; más o menos numerosas de un Estado al otro, no hace falta decirlo –pero precisamente esto exigía un reconocimiento exacto de cada país individual.
Así pues, para Gramsci el verdadero internacionalismo no sería la simplificadora imposición de una sola táctica y un solo modelo organizativo únicos e independientes de las circunstancias concretas. Durante el proceso revolucionario chino, por ejemplo, la forma en que han de relacionarse las clases en los países atrasados y semi-coloniales es una cuestión que tiene menos de universal de lo que pensaban la Internacional Comunista por un lado, y Trotsky por el otro (ya que, aunque pensaran exactamente lo contrario, ambos coincidían en defender la existencia de una única táctica posible o adecuada para todas aquellas naciones que se encontraran en tal situación).
Mariátegui, en cambio, no tratará de imponer al resto del planeta su interpretación sobre la realidad peruana e indo-americana. En «Punto de vista antiimperialista» (1929), escribirá:
La colaboración con la burguesía, y aun con muchos elementos feudales, en la lucha anti-imperialista china se explica por razones de raza, de civilización nacional que entre nosotros no existen. El chino noble o burgués se siente entrañablemente chino. Al desprecio del blanco por su cultura estratificada y decrépita, corresponde con el desprecio y el orgullo de su tradición milenaria. El anti-imperialismo en la China puede, por tanto, descansar en el sentimiento y en el factor nacionalista. En Indo-América las circunstancias no son las mismas. La aristocracia y la burguesía criollas no se sienten solidarizadas con el pueblo por el lazo de una historia y de una cultura comunes. En el Perú, el aristócrata y el burgués blancos desprecian lo popular, lo nacional. Se sienten, ante todo, blancos. El pequeño burgués mestizo imita este ejemplo.
VIII. La determinación del sujeto revolucionario
La determinación del sujeto revolucionario (que a su vez condiciona sensiblemente la intervención política) es otro claro ejemplo de todo esto. Mao escribe en «Sobre la nueva democracia» (1939):
cualquier escolar sabe que el 80 por ciento de la población de China es campesina. Por eso, el problema campesino es el problema básico de la revolución china, y la fuerza de los campesinos constituye la fuerza principal de ésta.
Más tarde, además, en «La situación actual y nuestras tareas» (1947) describirá su táctica revolucionaria en los siguientes términos:
tomar primero las ciudades pequeñas y medianas y las vastas zonas rurales, y luego las grandes ciudades.
Esta alegría creadora resultaba desconcertante para el marxismo anterior, mucho más anquilosado, que consideraba al proletariado industrial como el único sujeto revolucionario posible y despreciaba al campesinado en su globalidad. Trotsky, en el Congreso de Londres de 1907, declaró que
sería indigno de un marxista pensar que el partido de los campesinos es capaz de ponerse a la cabeza de la revolución.
añadiendo que
es la ciudad la que posee la hegemonía en la sociedad moderna, y sólo la ciudad es capaz de desempeñar un papel importante. (El partido del proletariado y los partidos burgueses en la revolución)
En La revolución permanente (1930), Trotsky universalizaría su vulgata haciéndola extensible a cualquier nación del mundo:
[la experiencia histórica] «ha demostrado, y en condiciones que excluyen toda torcida interpretación, que, por grande que sea el papel revolucionario de los campesinos, el campesinado no puede ser nunca autónomo ni, con mayor motivo, dirigente. El campesino sigue al obrero o al burgués.
Naturalmente, tan extravagante tesis no puede ser defendida por nadie mínimamente serio en la actualidad, pues «la experiencia histórica» ha demostrado (y «en condiciones que excluyen toda torcida interpretación») que Trotsky se equivocaba. Por suerte, el marxismo posterior superó estas limitaciones. Che Guevara, siempre partidario de «los guajiros» contra «el llano», escribirá acerca de «el ejemplo que nuestra revolución ha significado para la América Latina y las enseñanzas que implican haber destruido todas las teorías de salón», añadiendo, muy en la línea de Mao, que una de esas enseñanzas que debían extraerse del proceso cubano era «que hay que hacer revoluciones agrarias, luchar en los campos, en las montañas y de aquí llevar la revolución a las ciudades» («Proyecciones sociales del ejército rebelde», 1959). En otro texto del mismo año, («¿Qué es un guerrillero?»), el Che escribirá literalmente: «el guerrillero es, fundamentalmente y antes que nada, un revolucionario agrario».
Más allá de las valoraciones del Che, la historia misma del siglo XX ha dejado meridianamente clara una idea: que el sujeto revolucionario está constituido, sencillamente, por los explotados en sus múltiples formas (incluidos los campesinos pobres). ¿Habrá que recordarle a alguien cuál es el significado de que en nuestro símbolo la hoz aparezca junto al martillo? La revolución rusa fue comandada por obreros industriales, en alianza con el campesinado pobre. La revolución cubana (o la china, o la vietnamita, o la nicaragüense), por el campesinado guerrillero, en alianza con los trabajadores de las ciudades. Una revolución actual en el Estado español podría ser encabezada por una alianza de los trabajadores del llamado «sector terciario», los obreros industriales y los parados, por ejemplo (algo que, al parecer, no produciría sino espanto al «monoazulismo vulgaris»). Es decir, por la clase asalariada capitalista (que, recordemos, puede producir objetos o servicios) realmente existente en el Estado español actual, por los proletarios, por los que, al no poseer medios de producción, sólo pueden vender su fuerza de trabajo (y, en demasiadas ocasiones, ni eso consiguen).
Pese a ello, una parte sustancial del pensamiento comunista se niega a subsanar este problema de un modo constructivo. Más bien se limita a generar una nueva escolástica. Si, por ejemplo, el marxismo tradicional subestimaba el rol del campesinado en determinadas formaciones sociales, esto se subsanaba creando la teoría del marxismo-leninismo-maoísmo.
Como algunos de los participantes en el debate sobre «lo universal y lo particular» señalaron, a cada nueva etapa, nuevo problema teórico o nuevo conjunto de problemas teóricos se añade, guión mediante, una nueva etiqueta a la fórmula (o se funda una nueva «Internacional», en el caso del trotskismo) y el problema se considera solucionado. Sin embargo, la teoría marxista, al no constituir un listado de consignas, sino un método o programa de estudio, lleva implícitos sus propios desarrollos sin necesidad de añadir subordinaciones o «pensamientos principales». El conocimiento es infinito, no sólo porque sea acumulativo, sino porque su objeto de estudio (la realidad física y social) es infinito y cambiante.
Si al enfrentarme a mi proceso particular, argumentó un camarada, niego los principios desarrollados históricamente (dejando de aprender de ellos y sustituyéndolos por otros), puedo cometer revisionismo; pero si ante un problema nuevo que todavía no se conoce demasiado (o cuyo conocimiento es general e impreciso) no me esfuerzo por extraer enseñanzas nuevas, tengo el riesgo de incurrir en el más burdo y paralizador dogmatismo, y entonces el pensamiento marxista se estanca y no sirve para absolutamente nada.
IX. Aufhebung: la clave del marxismo hereje
Por supuesto, el marxismo vulgar se olvida de algo: Lenin fue un hereje de Marx, y Mao un hereje de Lenin. Es más: si pudieron ser revolucionarios fue precisamente porque fueron herejes. Pero, en realidad, sólo fueron herejes en un sentido superficial o sintomático, ya que, en un sentido profundo o analítico, no se trata tanto de que Lenin fuera «hereje» de Marx como de que lo comprendió mejor que nadie. Mao fue también un gran «comprendedor» de Marx. En sentido estricto, con lo que Lenin fue hereje es con las interpretaciones limitadas y reformistas de Marx y del marxismo divulgadas en su época (véanse por ejemplo a Plejanov o Kautsky).
Sin embargo, añadir nuevos guiones no soluciona nada, y además supone una radical incomprensión de lo que es la dialéctica. Lenin y Mao no rechazaron (ni aceptaron) las aportaciones teóricas previas en bloque (ni tampoco Marx, cuya teoría laboral del valor se basaba en autores como Adam Smith). Lo que hicieron fue, como diría Hegel, «superar conservando» (aufhebung). Pero superar al fin y al cabo (y también desechar). Lo que hicieron con el marxismo anterior no fue matarlo, sino, como diría Carlo Frabetti, tragárselo vivo. El marxismo se va enriqueciendo y puliendo progresivamente, pues no realiza meras «adaptaciones» a diferentes circunstancias, sino auténticos desarrollos nuevos en función de la cambiante realidad de un mundo «ancho y ajeno».
En Historia y conciencia de clase, Lukács afirmó que «marxismo ortodoxo no significa reconocimiento acrítico de los resultados de la investigación marxiana, ni fe en tal o cual tesis, ni interpretación de una escritura sagrada. En cuestiones de marxismo la ortodoxia se refiere exclusivamente al método». Imre Lakatos, por su parte, afirmaba con toda razón que el marxismo es un programa de investigación cuyo núcleo duro es irrefutable y cuyas teorías laterales (el cinturón protector) pueden ser alteradas sin que dicho núcleo duro se vea afectado. Tenemos una «verdad universal capitalista», que es la fórmula D‑M-D’ (donde D’>D). El capitalista vuelca una cantidad de dinero a la esfera mercantil, valorizándolo y recuperando una cantidad mayor: el dinero inicial más la plusvalía. Los mecanismos de explotación y extracción de la plusvalía pueden ser más complejos y diversos que en tiempos de Marx; en algunos países puede predominar el sector terciario o la explotación capitalista del campo (muy distinta, naturalmente, al feudalismo); pero, en toda sociedad capitalista, la plusvalía sigue apareciendo como ganancia empresarial, comercial (y bancaria), a interés o como renta del suelo o la tierra.
Lo que el guionismo ha hecho es elevar algunos de esos desarrollos teóricos laterales de los que hablábamos (por ejemplo el leninismo) a nuevo núcleo duro o centro principal.
X. La esterilidad del marxismo analógico
Sin embargo, fuera de ese centro irrefutable que hemos señalado, el marxismo está abierto a nuevas aportaciones. El marxismo vulgar y dogmático, que funciona simplemente por analogía, no es funcional a los intereses transformadores, ya que en demasiadas ocasiones termina por llevar a la inoperancia.
No se analiza debidamente algo que la lingüística pragmática actual conoce a la perfección: que el contexto en el cual se produce un mensaje forma parte del mensaje mismo, transmitiendo tanta información como el propio contenido lingüísticamente codificado. Ignorando esto, se razona de la siguiente manera: aquello mismo que Lenin hizo, de ser repetido, ha de dar idénticos resultados en cualquier momento o lugar del mundo o de la historia. Dicha asunción vergonzante del «mito del eterno retorno» tiene más de circularidad metafísica que de espiral dialéctica; de pensamiento mágico que de pensamiento racional; de repetición idealista de los hechos históricos que de «repetición como farsa».
Desgraciadamente, los errores teóricos tienen sus consecuencias en el nivel de la práctica política, y esta analógica y antimarxista ignorancia del contexto conduce a posiciones sencillamente surrealistas. Véase por ejemplo la posición de aquellos «comunistas» que, por analogía, siguen obcecados en constituirse en la excepción dentro de CC OO, a pesar de la innegable constancia de que dicho «sindicato» sólo sirve a los intereses de la burguesía y es cada vez más odiado por el conjunto de la clase trabajadora (obcecación para ellos justificada merced a la burda repetición de una cita descontextualizada en la que Lenin llamaba a «participar en los sindicatos reaccionarios»).
Qué decir del modelo de partido del Qué hacer (adaptado a las durísimas condiciones de clandestinidad bajo la autocracia zarista, pero repetido en coyunturas muy diferentes, llegando incluso al ridículo); o de la boba creencia de que las opresiones nacional o de género no requieren un tratamiento específico (pues, según cierto cafre economicismo, serán subsanadas de manera automática por la implementación de una economía de corte socialista); o del eterno mito que ya hemos comentado según el cual el campesinado explotado no puede ser revolucionario (refutado hasta la extenuación por la «insignificante» realidad histórica de todo el siglo XX); o del burdo productivismo (que ignora los límites ecológicos del planeta por el sencillo motivo de que Marx, que vivió en el siglo XIX, no pudo conocerlos); o del inmovilismo purista (que se niega a participar en los movimientos sociales debido al carácter impuro de los mismos desde un punto de vista clasista, obviando las drásticas transformaciones sufridas en la estructura de la clase obrera desde los tiempos, ya superados, en los que el fordismo dominaba Europa); o del empeño en seguir empleando jerga teórica incomprensible para las masas (como aquello de la «dictadura del proletariado», como si lo que hubiera que preservar no fuera dicho concepto político, sino su expresión terminológica, aunque resulte anacrónica); o incluso del mito mesiánico según el cual el Estado, al ser definido –en análisis claramente insuficientes– como mero «instrumento clasista», se «disolverá» progresivamente bajo el socialismo (mito defendido por puro nominalismo o para ser más coherente con Lenin que con la realidad misma, pero que, en el fondo, nadie se toma demasiado en serio, dada la obvia necesidad, en sociedades complejas, de leyes y mecanismos coercitivos que las hagan cumplir).
XI. La fertilidad del marxismo real
Como fondo oculto de estas concepciones «analógicas» encontramos una aplicación rígida y abusiva del esquema base/superestructura, tras la estela de unos breves párrafos del célebre Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política de Marx (1859):
El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social.
Si toda superestructura, obra de arte, institución política o ideología no es más que el reflejo fijo y unívoco de determinadas relaciones de producción o de propiedad, entonces es lógico que a toda intervención política igual correspondan resultados iguales y análogos también. El determinismo unidireccional, aislante, que corta artificialmente el flujo dialéctico y recíproco de influencias entre estas esferas, lleva en no pocas ocasiones al culto de las estructuras formales en sí mismas.
Así, se razona de la siguiente manera: si el KKE griego ha sido capaz de generar el tejido social que ha generado (y, de hecho, si la propia revolución rusa fue posible), esto es debido a la implementación de una estructura política férreamente leninista. Pero decir esto es decir sólo una parte de la verdad, o, en otras palabras, media mentira. Efectivamente, el KKE ha generado un gran tejido social. Pero también lo ha hecho el MLNV (con una estructura organizativa completamente diferente). También lo hizo la revolución cubana (con otra estructura diferente, a su vez, de las dos anteriores). Y etcétera.
Si la implementación de «estructuras de PC» tuviera efectos tan milagrosos, multitud de hechos históricos pasarían a ser imposibles de comprender: véase el apoyo a Violeta Chamorro por parte del PC de Nicaragua, para expulsar del gobierno a los sandinistas. O la bochornosa actitud de Mario Monje, fundador y secretario general del PC de Bolivia, frente al foco guerrillero organizado por el Che Guevara en dicho país. ¿No ha sido, de hecho, el PC chino quien ha reinstaurado el capitalismo en su nación?
Con todo, por más que un regimiento de tertulianos, «todólogos» y profesores universitarios anticomunistas se empeñen en lo contrario, el marxismo purista y dogmático no es más que una rama, y además minoritaria, dentro de la teoría marxista. Además, puede decirse que la práctica política de las organizaciones comunistas ha ido siempre muy por delante de su teoría, y el comunismo, como movimiento político, ha sido mucho más antidogmático de lo que muchos querrían reconocer. Porque los «marxistas reales», en su praxis, han sido capaces de articular las tácticas políticas más dispares (y fructíferas) en función de los diferentes medios a los que se han enfrentado: desde los soviets obreros rusos, hasta las guerrillas campesinas cubanas, pasando por el Frente Popular antifascista o el empleo táctico de las instituciones parlamentarias en Chile o Venezuela, entre otras innumerables eventualidades.
Lo mismo cabría decir al nivel de la «superestructura»: los artistas marxistas han comprendido mejor que muchos «teóricos» (o estadistas) que no hay una única tendencia artística válida o revolucionaria, cultivando las más diversas formas estéticas: desde el realismo socialista de Máximo Gorki, hasta el surrealismo vanguardista de César Vallejo, pasando por el teatro épico de Bertolt Brecht o Alfonso Sastre y mil ejemplos más.
XII. Conclusiones
Como dijo Mariátegui en su «Aniversario y balance» de la revista Amauta
el socialismo, aunque haya nacido en Europa como el capitalismo, no es tampoco específica ni particularmente europeo. Es un movimiento mundial […] No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano».
Esa es la cuestión: jamás el calco y la copia dieron los frutos que a muchos m‑l les gustaría. Insistamos en algo: gracias a la revolución cubana, que no la hizo un partido sino un movimiento, sabemos que dar culto a determinadas estructuras organizativas no deja de ser puro folklore, pues lo determinante, como comprendió el citado MLNV, es el grado de inserción y tejido social que logremos crear. Por lo demás, aunque nos cojamos de los brazos en las manifestaciones como hace el KKE griego, eso no nos convertirá en el KKE griego (pues lo que efectivamente es referencial para los revolucionarios de toda Europa no es «lo externo», la forma, sino «lo interno», el contenido: por ejemplo, su línea política y sindical), de igual modo que tampoco el dejarnos barba y adornarnos con un gorro de estrella roja incrementará nuestras posibilidades hasta equipararlas a las que tuvo el M‑26.
El folklore, la lógica identitaria o de ghetto y el culto a estructuras inadaptadas son algunas de las manifestaciones prácticas del fenómeno teórico guionista. Pero las estructuras organizativas no las escogemos nosotros: las escoge el enemigo. Y aunque el enemigo sea la clase dominante internacional, ésta tiene siempre expresión a otro nivel: en un marco de relaciones nacional (a su vez interrelacionado con el resto de marcos nacionales existentes). Los distintos marcos jurídicos, políticos o históricos nacionales imponen muy diferentes formas de organización, que, en función de las circunstancias y avatares de la lucha de clases, pueden tener igual contenido o eficacia revolucionaria: desde frentes amplios, hasta clandestinidad, pasando por partidos, movimientos, organizaciones armadas, sindicatos… Además, las culturas de los pueblos oprimidos son mucho más ricas de lo que el culto a la «forma universal de partido leninista» se presta a aceptar.
También dijo Machado que «al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar». Si hay diferentes formas de hacer valer los contenidos revolucionarios, no se trata de defender uno u otro modelo, sino uno y otro modelo como referentes parciales en la búsqueda de nuestro propio modelo, de nuestra propia vía hacia la emancipación. No en vano, aquello que un chino como Mao, un argentino-cubano como el Che y un ruso como Lenin compartían y tenían en común no era un corpus teórico inabarcablemente pormenorizado por la lógica de los guiones, ni tampoco un modelo organizativo válido para tan dispares contextos, sino su intransigente deseo de destruir por la vía revolucionaria y –valga la redundancia– armada un sistema imposible de reformar como es el capitalismo, edificando sobre sus cenizas una sociedad socialista (objetivo que los tres alcanzaron en diversas naciones y de las más diversas maneras). Ese era su «universal».
El guionismo es una falsa salida para la crisis del movimiento comunista, una huida hacia adelante que, como un bucle, no lleva sino a retroceder; un modelo de comunismo acomplejado que intenta huir de sus defectos añadiendo guiones identitarios en una sucesión interminable; pero que, lejos de abrir las posibilidades del marxismo, efectúa un cierre epistemológico que lo esteriliza. Superar el guionismo (no, por supuesto, el guión como elemento formal, sino la lógica guionista que hemos tratado de rebatir) se nos antoja un requisito imprescindible para superar la crisis que sufre la producción teórica ligada a las organizaciones marxistas (y, en consecuencia, la intervención política de las mismas). Cada vez son más los marxistas que comienzan a comprender esto. Sin embargo, mientras la historia sigue pasando por delante de sus ojos, los guionistas se empeñan en seguir añadiendo guiones (o, peor aún, tratan de fijar la historia atrincherándose frente a cualquier herejía).
Así, nos encontramos con anécdotas significativas, como esos comunistas que, con orgullo, se declaran seguidores del «marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo-principalmente Gonzalo». Una cosa está clara: como sigamos añadiendo guiones, dentro de un siglo necesitaremos tres folios enteros nada más que para escribir el nombre de la ideología. Pero, por desgracia, la narración de nuestros éxitos revolucionarios seguirá requiriendo en cambio bastantes menos líneas.