La conformación del espacio económico-institucional europeo estuvo marcada desde sus inicios a nivel internacional por la necesidad de las burguesías europeas de asegurarse una posición aventajada en la pugna competitiva interimperialista y a nivel interno por su necesidad de afianzarse como clase dominante. Aunque esta institucionalización dio sus primeros pasos en el inmediato periodo de posguerra (CECA, CEE), su afianzamiento como herramienta estratégica de la clase dominante europea no se materializó antes de 1992 con la firma del Tratado de Maastricht. Y es que para estas fechas las condiciones posibilitaban y requerían una superestructura jurídica, política e ideológica para la implementación sistemática de su apuesta estratégica ya puesta en marcha tras la crisis de los 70: el capitalismo en su declinación neoliberal.
La necesidad de recomponer la tasa da ganancia, un contexto internacional marcado por el derrumbe del bloque socialista y un marco interno de debilitamiento de las resistencias y organizaciones obreras delineaban las condiciones objetivas y subjetivas para sistematizar el desmantelamiento de las políticas redistributivas impulsadas por el pacto interclasista de posguerra. Así es como los nuevos criterios de convergencia acordados se empezaron a desgranar de forma coordinada convirtiendo a la flexiblización, privatización, deslocalización y desregulación en nuestro pan de cada día. Como expresión más flagrante de este compromiso histórico, esta vez no inter- sino intraclasista aunque hegemonizado por la fracción financiera industrial, se adoptó el euro como moneda única y se creó el Banco Central Europeo. Finalmente, para apuntalar este marco de acumulación había que mantener obediente y disciplinada a la fuerza de trabajo creando un espacio policial europeo y, en general, desactivar por pasiva o por activa el menor cuestionamiento del status quo, como en el caso del «No» a la Constitución europea.
La fase que estamos atravesando actualmente no es más que una aceleración en la materialización de este proyecto estratégico. Así es como la respuesta capitalista a su propia crisis estruc- tural combinando una ingente transferencia directa («salvataje bancario») e indirecta («rescate») de dinero público al sector privado financiero con un recrudecimiento directo (reforma laboral) e indirecto (reforma de las pensiones, etc.) de los niveles de explotación se inscribe en unas directrices marcadas hace ya tiempo. Finalmente, a nivel político-ideológico para controlar y canalizar el malestar popular la clase dominante está aumentando las medidas represivas (cierre de fronteras, militarización del conflicto social), alimentando los planteamientos ultras y xenófobos de rechazo y expulsión de los migrantes, sin dudar cuando las circunstancias lo requieren en imponer banqueros-tecnócratas de confianza en el poder (Italia, Grecia). Esta creciente oligarquización y fascistización de las instituciones políticas europeas, necesaria para la reproducción del sistema, es la que subyace en la tramposa disyuntiva planteada en 2009 por Durao Barroso a los sectores populares: «recortes y austeridad o golpe militar».
Por lo tanto, no es extraño que para llevar adelante medidas que atacan frontalmente las conquistas históricas de los sectores subalternos un elemento clave de la estrategia neoliberal fuera dotarse de una institución construida ad hoc que además de proveerle de un valioso marco de coordinación, permitiera desplazar la adopción de estas medidas hacia una esfera supraestatal y evitar así su difícil y costosa aprobación en los estados de la Unión. Verdadera coartada de los estados miembros para implementar medidas antipopulares previamente consensuadas, la Unión Europea crea la ficción fetichista de que los estados miembros, al autopresentarse como meras correas de transmisión de las decisiones tomadas en una instancia superior, ya no representan espacios de decisión ni, por lo tanto, de lucha. Pero no nos despistemos: aunque con diferentes velocidades y subordinación entre un evidente centro y periferia interna, los estados y el Capital siguen siendo los principales actores de este teatro macabro llamado Unión Europea.
Complementariamente a este papel funcional interno en la reordenación del modelo de acumulación y dominación capitalista, a su vez la UE ha servido a nivel mundial para asegurar a la clase dominante europea una posición estratégica en el reparto del botín imperialista. Así es como en estos últimos veinte años no se ha cansado de fomentar y respaldar el expolio realizado por sus grandes corporaciones en sus antiguas y añoradas colonias; ha participado por pasiva o activa junto a su hermano mayor estadounidense y la OTAN en intervenciones militares ya sea en los Balcanes, Irak, Afganistán o en los últimos capítulos militares y paramilitares en Libia, y actualmente Siria. El respaldo incondicional a su poderosa y criminal industria armamentística, y el apoyo político-económico y militar que brinda a los Es-tados terroristas de Israel y Marruecos en su afán de exterminar a los indomables pueblos palestino y saharaui respectivamente no hacen más que alargar una lista infinita de conculcación de derechos básicos, tanto individuales como colectivos, que desde su nacimiento perpetra esta gran potencia imperialista que es la Unión Europa.
Llegados a este punto parecería que sobran las razones para quedar un tanto perplejos tras la reciente concesión del premio Nobel de la paz a semejante candidato. Pero no nos engañemos: además de condecorar a un criminal de guerra más con este ya desacreditado galardón esta decisión responde a la urgente necesidad (al igual que al concederle hace tres años el mismo premio a Obama) de inyectar una desesperada dosis de legitimidad a un sistema capitalista imperialista que debido a la agudización de sus contradicciones internas no puede seguir tergiversando tan fácilmente su más profunda naturaleza: la guerra abierta y prolongada en contra de los pueblos trabajadores. Tanto a nivel interno como mundial el cuento de la «Europa Democrática y de los Derechos Humanos» se hace cada vez más insostenible. Y ante una situación explosiva, ¿qué mejor que entregarse a la pericia del padre de la dinamita?