El Ejecutivo ultraconservador de Mariano Rajoy, a través de la Audiencia Nacional, ha prohibido la manifestación que iba a tener lugar en Euskadi este sábado 11 de enero. En esta ocasión, al igual que en tantas otras, el instrumento operativo ha sido el conocido juez ultraderechista Eloy Velasco, un antiguo servidor del Partido Popular en la Administración de una de las Comunidades autónomas más corruptas.
El argumento que se ha usado para prohibir la manifestación está montado sobre un «razonamiento” jurídico miserable. En el auto del juez, que se asemeja mucho en el estilo a las proclamas que a principios de los años 50 lanzara el famoso senador norteamericano Joseph McCarthy, infiere que “si bien la convocatoria de manifestación es aparentemente inocua, no puede consentirse» porque existe una resolución que prohíbe las actividades de una de las organizaciones pro Derechos Humanos que llamaba a manifestarse, «y que con esta convocatoria lo que se pretende es violar la resolución judicial». Eloy Velasco añadió, además, que «las actuaciones que en sí mismas no podrían ser calificadas como actos terroristas, sin embargo, obedecen a consignas».
El hilo del razonamiento para prohibir la manifestación carece de sentido incluso para aquellos no habituados a manejar resoluciones judiciales. Forma parte de la jerga argumental vacía de la antigua judicatura franquista. En realidad, lo que sucede es que el viejo aparato de la dictadura ha sido heredado no solo a través de la propia Jefatura del estado, sino también de la genealogía de sus prebostes y legatarios ideológicos.
La tensión social que ha caracterizado estos últimos años en el Estado español ha contribuido a clarificar ante el conjunto de la sociedad el auténtico papel que han jugado las instituciones, las organizaciones políticas y también los sindicatos afectos al sistema. Como si de una fachada de cartón piedra se tratara, uno tras otro han ido cayendo a un ritmo históricamente vertiginoso, inconcebible.
Unas veces lo han hecho bajo el peso abrumador de la corrupción. En otras, porque las instituciones afectadas ni siquiera pudieron cumplir los mínimos que le exigía el articulado de una Constitución hecha ad hoc para forzar el enlace entre una dictadura fascista y una hipotética democracia. A la postre, la farsa ha quedado al descubierto. Apenas la sociedad se ha puesto en marcha prescindiendo del tutelaje de las organizaciones políticas del sistema, las luces de alarma del Régimen monárquico han comenzado a centellear. Una oleada de leyes, disposiciones legales, represión, prohibiciones y mutilación de derechos han acudido a salvaguardar la integridad del sistema y de los intereses de las clases sociales que lo administran.
Se equivocan los que reducen los efectos de la prohibición a la geografía de Euskadi. En el País Vasco ya no hay lucha armada que pueda ser utilizada como argumento para barrer a los movimientos sociales. Lo que este fin de semana ha sucedido allí es una severa advertencia para las organizaciones ciudadanas del resto del Estado que han decidido emprender la lucha para defender sus derechos. Y así debiera ser entendido. Porque, de lo contrario, si esta sociedad sigue manteniéndose inerme y desmovilizada ante los ataques brutales provenientes de los actuales albaceas de la pasada dictadura, el retorno a la clandestinidad será lo que nos depare el próximo futuro.