Hacia finales del siglo pasado el economista y sociólogo marxista norteamericano James O’Connor elaboró un muy interesante argumento en torno a lo que dio en llamar “la segunda contradicción del capitalismo”. La primera era la que oponía trabajo asalariado a capital. Era la contradicción “clásica” analizada en los textos fundacionales del marxismo. Trabajo asalariado que no era otra cosa que la culminación del proceso por el cual con el advenimiento del capitalismo hombres y mujeres dejaron de ser personas para convertirse en un tipo muy especial de mercancía, la fuerza de trabajo. Tipo muy especial porque, a diferencia de cualquier otra mercancía, la fuerza de trabajo posee el don único de valorizar al capital y de esa manera asegurar su reproducción ampliada. Esto es lo que Marx en El Capital llamó “el recóndito secreto de la plusvalía.”
El aporte de O’Connor fue advertir que el capitalismo tenía que vérselas también con una segunda contradicción, la que oponía el desarrollo de las fuerzas productivas y la consecuente acumulación del capital con la naturaleza, que en gran medida se compone de (a) un stock fijo de los así llamados “recursos naturales”, en realidad bienes comunes, y (b) una porción decreciente de recursos renovables, todos los cuales condicionan y establecen límites tanto al capital constante como al capital variable. Esta “segunda contradicción” había sido atisbada por Marx tanto en los Grundrisse como en El Capital, pero en una época, como la segunda mitad del siglo XIX, caracterizada por una sobreabundancia de “recursos naturales” en relación a la demanda exigida por el proceso de desarrollo capitalista era poco menos que inevitable la subestimación de su importancia, algo que sería inadmisible el día de hoy cuando la naturaleza: el agua, el aire, los bosques y selvas, las especies vegetales y animales, todo ha sido convertido en mercancía por la dinámica capitalista. En esta segunda contradicción la acelerada tasa de agotamiento de algunos minerales (o de los hidrocarburos, para citar apenas un par de ejemplos) impacta frontalmente sobre los costos de producción de ciertas ramas industriales y, en consecuencia, sobre la tasa de ganancia de la empresa capitalista. El argumento es muy complejo y no es este el lugar para desarrollarlo con el nivel de detalle que sería preciso, pero creemos que con lo dicho basta para formarse una idea del argumento de O’Connor y, más en general, de todo el “ecosocialismo.”
Ahora bien: si el capitalismo demostró tener la habilidad de neutralizar gran parte –pero no todas, y como prueba están las revoluciones del siglo veinte- de las reacciones contestatarias que brotaban de la contradicción trabajo asalariado-capital (gracias a su capacidad de construir una hegemonía sobre el conjunto de la sociedad, tema sobre el cual Gramsci teorizó profundamente) los dispositivos de “dirección intelectual y moral”, para seguir con las categorías del fundador del PCI, o la eficacia de la “industria cultural” de la sociedad burguesa (Adorno y Horkheimer), no tienen efecto alguno sobre la “segunda contradicción.” Se puede intentar persuadir a la clase obrera y a los trabajadores en general de que el capitalismo es el único sistema realista y posible, porque reconcilia el “egoísmo natural” del hombre con los imperativos de la organización económica y que, en consecuencia, fútil será cualquier intento de construir una nueva sociedad. Si el indoctrinamiento ideológico del capitalismo tiene éxito la contradicción será atenuada, impidiendo una ruptura revolucionaria. Pero nada de esto se aplica a la “segunda contradicción”: puede haber mucho cobre y carbón en la tierra, pero más pronto que tarde se acabarán, como se han ido acabando bosques y selvas y la incompatibilidad entre la acumulación capitalista y la salvaguarda de la naturaleza no responde a las estrategias de manipulación ideológica. Se puede manipular la conciencia social –de eso trata la industria de la publicidad, nos recuerda Chomsky- como para que una sociedad inherente e insanablemente injusta como el capitalismo aparezca como una “sociedad libre”, donde quienes se quedan hundidos en la pobreza es exclusivamente por causa de su indolencia o ignorancia; pero nada de ello es posible en el terreno de la “segunda contradicción”. Allí los discursos, relatos, propaganda y manipulación ideológica chocan, literalmente, contra las capas geológicas del planeta, contra la tierra, contra el agua cada vez más inalcanzable para mil millones de seres humanos. Este límite, el que opone la naturaleza al capitalismo, es infranqueable; el otro, el que enfrenta al trabajo asalariado con el capital, puede ser relativamente controlado, aunque mediante operaciones cada vez más complicadas y costosas. Si el límite tradicional remataba en un dilema: “socialismo o barbarie”, el segundo límite es mucho más radical, es “socialismo o extinción de la especie humana”, como lo advirtiera Fidel en la Cumbre de la Tierra (Río, 1992). Por eso, en el trabajo que subimos a continuación en nuestro blog, Manuel M. Navarrete habla de los “comunistas sin saberlo” ante un mundo que, visto desde esta perspectiva, sólo puede salvarse si los bienes comunes de la Madre Tierra pasan a ser utilizados siguiendo una lógica diametralmente opuesta a la que marca la ley del valor. En otras palabras, si se utilizan en una nueva organización económica claramente pos-capitalista, tendencialmente orientada hacia la construcción de una sociedad comunista. Esto es lo que, con otras palabras, propone Navarrete en su artículo.
Comunistas sin saberlo
Manuel M. Navarrete *
Rebelión, 19 de Abril de 2009
Es nuestra solución final, un nuevo Auschwitz invertido en el que
en lugar de encerrar a las víctimas, nos encerramos nosotros
a salvo del arma de destrucción masiva más potente de
la historia: el sistema económico internacional.
(Carlos Fernández Liria)
El 90% de la gente es comunista sin saberlo. Sé que podrá sonar a afirmación excéntrica para llamar la atención. Nada más lejos de mi intención.
Supongamos que somos astronautas y descubrimos un pequeño planeta. Este planeta está habitado por una especie de seres, algunos de los cuales son verdes y otros azules, aunque todos se alimentan de bananas. Lo que pasa es que sólo hay cinco bananeras en todo el planeta. Cuatro de ellas están en la zona donde viven los 90 verdes; la quinta, donde viven los azules, que son sólo 10. Sin embargo, los 90 verdes (que se mueren de hambre) trabajan para los 10 azules (que, para colmo, viven en la opulencia).
Supongamos que volvemos a la Tierra y hacemos una encuesta. ¿No están seguros de que, como poco, el 90% de los encuestados pensaría que esa situación es injusta y abominable? ¿No están seguros de que al menos nueve de cada diez encuestados serían razonablemente partidarios de colectivizar las cinco bananeras, puesto que de este modo nadie tendría que morir de hambre en pos del disfrute ajeno?
Cualquier persona que piense esto; cualquier persona a la que le parezca inmoral e incluso nazi la postura del 10% restante (que he dejado por margen de error, más que por otra cosa) es ya comunista sin saberlo.
Porque nosotros vivimos en ese mundo de los verdes y los azules (aunque los colores aquí sean otros…). Pensémoslo. ¿Cuánto petróleo, oro, diamantes, coltán o plata tiene España? Prácticamente nada. En cambio, ¿cuánto tienen África o Latinoamérica? Inmensas reservas. ¿Cómo es posible, entonces, que allí estén peor? ¿Quizá algo inherente a su raza? ¿O tal vez elaboran Constituciones más imperfectas que la española y ello les lleva misteriosamente al hambre? ¿No tendrá algo que ver el hecho de que, hace unos siglos, esos países fueran esclavizados por nosotros? ¿Será también casualidad que, cada día, nuestras multinacionales sigan explotando sus recursos y reinvirtiendo los capitales aquí, en la metrópoli?
Incluso la FAO (la organización específica de la ONU ocupada de asuntos alimentarios) reconoce que este planeta es capaz de abastecer a más del doble de su población. Incluso el Global Footprint Network (California) demostró matemáticamente que el nivel de vida de un país como España es imposible de generalizar a todo el planeta (harían falta tres planetas Tierra para ello).
Dado que sólo disponemos de un planeta Tierra, ¿cómo justificaremos nuestro derecho a vivir por encima de otros pueblos, si no es mediante tesis supremacistas? Si mi nivel de vida es imposible de generalizar a cada ser humano del mundo, no puedo defenderlo como argumento de nada, porque es sencillamente defender un privilegio.
Según ese mismo estudio, hay otros países cuyo nivel de vida sí es sostenible para el planeta, pero en ellos existen situaciones de miseria y muerte de hambre. Existe un único país en el mundo (insisto: sólo uno) que cumple al mismo tiempo los requisitos de sostenibilidad y bienestar, sin muerte de hambre: Cuba.
Así pues, el único modelo económico que cabe defender sin estar defendiendo privilegios es el cubano. Se piense lo que se piense de su modelo político, lo que acabo de decir es irrefutable, por un motivo bastante sencillo: no es una opinión. Cuando un profesor explica en la pizarra que dos más dos son cuatro, no está diciendo que su opinión sea que dos más dos son cuatro. Lo que yo acabo de escribir tampoco se sitúa en el terreno de las opiniones. No está por encima ni por debajo de ellas, tampoco a su izquierda o a su derecha. Sencillamente está en otro plano completamente diferente: el de los hechos objetivos.
Si hay recursos sobrados para abastecer a todos pero no se hace; si, además, mi nivel de vida no es generalizable a todo el planeta; si, para colmo, las zonas más ricas en recursos son otras y precisamente las más hambrientas, entonces ¿cómo negar que estoy viviendo a costa de la explotación de quienes no están abastecidos? Es lógica matemática, ¿cómo refutarla? No se trata de superioridad intelectual, sino de que yo, con mayor o menor suerte, al menos busco la verdad, y no la justificación de intereses espurios.
El quid de la cuestión está en que el hambre no es producto del mal funcionamiento del sistema, sino del buen funcionamiento del sistema. La concentración creciente de los recursos es inherente a la propia lógica del sistema económico capitalista. Por eso éste asesina a 40.000 personas de hambre cada día, una por una. En otras palabras, cada día hay doscientos 11‑M en el mundo, pero de hambre. ¿Por qué nos importará tan poco? ¿Será precisamente porque sospechamos miserablemente su causa y, en lugar de comunistas sin saberlo, somos nazis sospechándolo?
Nos han escamoteado el verdadero debate: ese es el problema. Nos lanzan cien patrañas sobre Cuba (que no hay elecciones, que las hay pero sólo pueden presentarse los del PC, que viven peor que el resto de Latinoamérica, que no tienen permiso para opinar, que su prensa es menos libre que la que controlan multinacionales como PRISA…) para que nos dediquemos a rebatirlas y, agobiados, no demos abasto. También ‑y aquí hemos fallado nosotros- nos centramos con frecuencia en debatir sobre el pasado, o nos obcecamos en interminables discusiones terminológicas, sin estar tan en desacuerdo como de ese modo hacemos ver.
El verdadero debate no va por ahí, y debemos intentar recuperarlo. Aunque se demostrara que lo que las multinacionales mediáticas afirman sobre Cuba es cierto; aunque se demostraran cosas mil veces peores, yo seguiría siendo partidario de una economía socialista, por sentido común. Es irracional permitir que con los medios fundamentales de vida se hagan negocios privados, y no hay nada en la economía socialista que la haga inherente a políticas más represivas que las aplicadas por países capitalistas. La Alemania nazi era un país capitalista y asesinó a millones, por no hablar de los EE UU (Vietnam, Irak…) o ‑como dijimos- de las víctimas cotidianas del hambre.
Si soy comunista (o anarquista, o anticapitalista), no es por una cuestión ideológica a priori; tampoco porque me apasione la política (prefiero el ocio). Sino por una cuestión racional y a la vez moral: es la única opción que me permite conservar la dignidad como ser humano. Porque un privilegio puede ser placentero, y muchas cosas más, pero es por definición indigno. Como también lo es buscar mil excusas para no alzar al menos la voz contra semejante genocidio silencioso una vez que se hace innegable (por ejemplo, los pretextos torremarfilistas que exigen la perfección a quienes sí se oponen, como si la pasividad no fuera de entrada mucho más imperfecta).
En las películas de Ciencia-Ficción, los extraterrestres suelen retratarse superdesarrollados sólo tecnológicamente. Supongamos que algún día nos visitaran, pero estuvieran también superdesarrollados éticamente. En ese caso, lo primero que harían sería realizar estadísticas parecidas a las de la FAO y el Global Footprint Network, y seguramente, con cara extrañada, nos preguntarían: perdonad, pero… ¿qué estáis haciendo? ¿Qué clase de seres sois? Aquí hay comida para todos, ¿cómo es que una minoría vive en la opulencia mientras la mayoría se muere de hambre? Lo mismo dirían Jesucristo y Mahoma, si Dios existiera y les permitiera volver.
Si ese día llegara, me gustaría que no se me tuviera que caer la cara de vergüenza; me gustaría poder decirles: yo siempre me opuse a esta barbarie. Y el único modo de hacerlo es siendo comunista.
___________
* Manuel M. Navarrete es Licenciado en Filología Hispánica y Máster en Profesorado por la Universidad de Sevilla (Andalucía). Activista de los movimientos sociales y del sindicalismo alternativo. Pesimista de la razón y optimista de la voluntad