La Historia está llena de escraches, aunque antes no se llamaran así. El mayor escrache se llama Revolución: los oprimidos se levantan, desobedecen las leyes, asaltan los cubiles de los poderosos y los tiran por la ventana como en Praga, o les separan la cabeza de los hombros, como en París. El paradigma fue ver a los reyes subiendo al cadalso, mientras el pueblo aplaudía: más que cercenar cuellos, la guillotina rompía cadenas. Sin llegar tan lejos, nuestros abuelos y abuelas estaban orgullosos de que, en 1908, apedrearan (violentamente, me consta) todas las casas de los ricos de Tafalla y lograran que el pueblo recuperara los comunales usurpados. La legalidad democrática y los guardias estaban con los corraliceros. Las piedras y la justicia eran comunaleras. La violencia madre, con aquellos; el resto, daños secundarios (¡Qué le vamos a hacer, Don Genaro, si le dieron una pedrada). La izquierda clásica, el humanismo en general y toda la literatura siempre fueron comprensibles, si no alentadores, con todo alzamiento popular. El debate no era violencia sí o no, sino el cuándo, el cómo, el dónde.
La Democracia actual y los Derechos Humanos se teorizaron para que los pobres ya no tuvieran que sublevarse ni los ricos esconderse. Una persona un voto, y unas reglas de juego para todos, ricos y pobres. Pero la prensa, el púlpito, el cacique, el dinero, los militares y los guardias siempre estaban en el mismo lado, y las piedras, la algarada (hoy escrache), la barricada y a veces la dinamita asturiana, actuaban como nivelador democrático. ¡Ay, esa tozudez de los de abajo, de no dejarse someter!
A veces llegaban tiempos espesos, en los que la protesta abierta era una quimera, y los oprimidos más conscientes recurrían a abstenerse del sistema, y los más audaces a la clandestinidad subversiva, al maquis, la acción directa o el guevarismo. Obvio los ejemplos, tan cercanos.
Pero apenas puede respirar, la gente necesita oír su propio grito. Recuerdo uno de los primeros escraches del franquismo, cuando el dueño del restaurante Iruñazaharra, expulsó de su local al Gobernador Civil de Navarra que acababa de detener a su hijo. O cuando comenzaron los primeros silbidos a las autoridades que desfilaban en el Riau-Riau o en las procesiones patronales. Subyace en la conciencia de los pueblos que la calle les pertenece y que no pueden pasear por ella, inmunes, sus opresores.
Con el neoliberalismo, los mandamases del planeta se han hecho los dueños: todo lo controlan. Amén del poder económico, los parlamentos, las iglesias y los medios de comunicación, ahora dominan o contaminan a sindicatos y partidos llamados de izquierda. Todos inciden en lo mismo: pase lo que pase, pide permiso y nosotros te diremos cómo te debes indignar. Puedes protestar y hacer huelgas, pero sin salirte de lo que te marque la policía, sin piquetes, ni insultos, ni cerrar el Corte Inglés, ni romper luna de un banco, ni dar un tartazo a un político, ni menos hacer barricadas o quemar mobiliario urbano porque, si eres vasco, puedes morir en una cárcel, como Arkaitz, 13 años más tarde.
En aquella endeble democracia de la Restauración, nuestros abuelos pudieron destrozar las casas de los ricos sin apenas represalias. El sábado, en Tafalla, los nietos fuimos a llamar ladrones y chorizos a quienes han esquilmado Navarra y se están enriqueciendo obscenamente a costa de los demás. Y se hizo sin ningún tipo de violencia, mienten quienes digan lo contrario. Incluso se hizo dentro de los límites que marca la sentencia (39÷2005) del Tribunal Constitucional Español, que indica que los cargos públicos han de soportar no solo «críticas más o menos ofensivas e indiferentes sino también aquellas otras que puedan molestar, inquietar, disgustar o desabrir el ánimo de la persona a la que se dirigen».
¿Era el momento, el lugar, el método adecuado? Ese debería ser el único debate entre la izquierda y la ciudadanía honrada. Pero hay guardianes del régimen que no están de acuerdo, y que aplauden a cualquier Gamonal siempre que quede lejos de sus michelines. Y ahí están sus notas falaces, denunciando «las agresiones» de Tafalla, agresiones que no vieron docenas de policías, ni grabaron las numerosas cámaras. Lo único que quieren es a la gente inerme, arrebañada, sin un cartel en la mano (qué decir de una piedra), sin un grito de protesta, sin un adjetivo que incomode, sin nadie que diga lapurrak! a una manada de ladrones. La Policía Foral, quizás porque intuyen que mañana tendrá que detener a los que ayer protegía, se comportó mucho mejor.
La Democracia actual y los Derechos Humanos se teorizaron para que los pobres ya no tuvieran que sublevarse ni los ricos esconderse. Una persona un voto, y unas reglas de juego para todos, ricos y pobres. Pero la prensa, el púlpito, el cacique, el dinero, los militares y los guardias siempre estaban en el mismo lado, y las piedras, la algarada (hoy escrache), la barricada y a veces la dinamita asturiana, actuaban como nivelador democrático. ¡Ay, esa tozudez de los de abajo, de no dejarse someter!
A veces llegaban tiempos espesos, en los que la protesta abierta era una quimera, y los oprimidos más conscientes recurrían a abstenerse del sistema, y los más audaces a la clandestinidad subversiva, al maquis, la acción directa o el guevarismo. Obvio los ejemplos, tan cercanos.
Pero apenas puede respirar, la gente necesita oír su propio grito. Recuerdo uno de los primeros escraches del franquismo, cuando el dueño del restaurante Iruñazaharra, expulsó de su local al Gobernador Civil de Navarra que acababa de detener a su hijo. O cuando comenzaron los primeros silbidos a las autoridades que desfilaban en el Riau-Riau o en las procesiones patronales. Subyace en la conciencia de los pueblos que la calle les pertenece y que no pueden pasear por ella, inmunes, sus opresores.
Con el neoliberalismo, los mandamases del planeta se han hecho los dueños: todo lo controlan. Amén del poder económico, los parlamentos, las iglesias y los medios de comunicación, ahora dominan o contaminan a sindicatos y partidos llamados de izquierda. Todos inciden en lo mismo: pase lo que pase, pide permiso y nosotros te diremos cómo te debes indignar. Puedes protestar y hacer huelgas, pero sin salirte de lo que te marque la policía, sin piquetes, ni insultos, ni cerrar el Corte Inglés, ni romper luna de un banco, ni dar un tartazo a un político, ni menos hacer barricadas o quemar mobiliario urbano porque, si eres vasco, puedes morir en una cárcel, como Arkaitz, 13 años más tarde.
En aquella endeble democracia de la Restauración, nuestros abuelos pudieron destrozar las casas de los ricos sin apenas represalias. El sábado, en Tafalla, los nietos fuimos a llamar ladrones y chorizos a quienes han esquilmado Navarra y se están enriqueciendo obscenamente a costa de los demás. Y se hizo sin ningún tipo de violencia, mienten quienes digan lo contrario. Incluso se hizo dentro de los límites que marca la sentencia (39÷2005) del Tribunal Constitucional Español, que indica que los cargos públicos han de soportar no solo «críticas más o menos ofensivas e indiferentes sino también aquellas otras que puedan molestar, inquietar, disgustar o desabrir el ánimo de la persona a la que se dirigen».
¿Era el momento, el lugar, el método adecuado? Ese debería ser el único debate entre la izquierda y la ciudadanía honrada. Pero hay guardianes del régimen que no están de acuerdo, y que aplauden a cualquier Gamonal siempre que quede lejos de sus michelines. Y ahí están sus notas falaces, denunciando «las agresiones» de Tafalla, agresiones que no vieron docenas de policías, ni grabaron las numerosas cámaras. Lo único que quieren es a la gente inerme, arrebañada, sin un cartel en la mano (qué decir de una piedra), sin un grito de protesta, sin un adjetivo que incomode, sin nadie que diga lapurrak! a una manada de ladrones. La Policía Foral, quizás porque intuyen que mañana tendrá que detener a los que ayer protegía, se comportó mucho mejor.