El día 4 de febrero de 1981, en un operativo conjunto del Cuerpo Superior de Policía y de la Policía Nacional (hoy fusionados en el Cuerpo Nacional de Policía), eran detenidos en Madrid los militantes de ETA (militar) Joxe Arregi e Isidro Etxabe (este último en libertad tras renegar hace años de ETA y acogerse al programa gubernamental de “arrepentimiento”); dos días después, el 6 de febrero, aparecía en un bosque cercano a Zaratamo el cadáver del ingeniero Ryan; el día 12, los mismos policías que le habían torturado salvajemente durante ocho jornadas, asustados ante el estado de su “custodiado”, condujeron a Joxe Arregi al hospital penitenciario de Carabanchel; al día siguiente, viendo la gravedad de su situación, los médicos ordenaron su traslado a un centro hospitalario civil, pero Arregi murió en el camino; el lunes 16, una huelga general paralizaba el País Vasco, y por la tarde, Bilbao alojaba a una de las más grandes concentraciones humanas conocidas en la villa, esta vez en respuesta popular a la muerte por torturas policiales de Joxe Arregi; por fin, el 23 de febrero, ante la inminencia de un golpe de Estado que iba a protagonizar buena parte del descontento Ejército, el Rey (con la complicidad del CESID y de sus aliados de la UCD, de la AP y del PSOE) adelantó los acontecimientos y, aprovechando que el Congreso se reunía en pleno para la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, lideró un operativo político-militar que consiguió abortar la asonada prevista para mayo y afianzarlo en el trono como “salvador de la democracia”. En ese contexto de ebullición política y social se produjeron el martirio y la muerte de Joxe Arregi Izagirre a manos de los policías que lo custodiaban.
En la tarde del día 12 de febrero de 1981, a la hora de la siesta ‑recuerda Iñaki Agirre Errazkin‑, los presos comunes y políticos que nos encontrábamos en el hospital penitenciario de Carabanchel oímos una sirena de ambulancia ululando insistentemente. Nosotros sabíamos que unos días atrás habían caído en Madrid un par de “milis” y que uno de ellos ‑Isidro Etxabe- había resultado herido de bala, así que estábamos esperando su ingreso y dimos por supuesto que era él el que llegaba en aquella escandalosa ambulancia. Como ya es sabido, el que ingresó fue Joxe Arregi. Estaba hecho un ecce homo. Le costaba horrores respirar y los pies estaban tan hinchados que no le cabían en los zapatos, pero como llevaba puesto el pijama de rigor no pudimos observar con detalle su estado general. Él nos contó que le dolía mucho el pecho. “Ha sido muy duro”, me dijo en euskera. No sabíamos muy bien qué hacer, así que abrimos una ventana para ventilar la sala pensando que el aire le ayudaría a respirar, pero fue la luz entrante la que le animó un poco, una luz natural que no veía desde su detención.
Ahora parece increíble ‑continúa narrando Iñaki Agirre‑, pero lo cierto es que durante el primer día en el hospital penitenciario a Joxe no lo vio un solo médico. Nosotros protestamos ante tan inhumana situación y exigimos que le visitara, al menos, un ATS. Al fin se presentó el practicante de guardia quien, al ver el malísimo estado de Joxe, decidió por su cuenta inyectarle un antibiótico. Cómo sería la cosa que el curtido facultativo no pudo evitar preguntarse en voz alta, retóricamente: “¿Dónde le pincho yo a este hombre?”. Con el ATS delante, pudimos ver mejor el maltrecho cuerpo de Joxe. Tenía un derrame en el ojo derecho, las manos hinchadas, el cuerpo lleno de hematomas… Le preguntamos sobre las torturas sufridas. Él estaba aturdido, desorientado, y nos habló sólo de la “barra”. Con voz entrecortada, nos contó cómo los policías le habían colgado de una barra entre los pies y los brazos y cómo, los muy bestias, le pegaban porrazos en las plantas y al rato se los untaban en pomada antiinflamatoria, y que perdió el conocimiento. Yo estoy convencido de que, además de los golpes en los pies y de la barra, a Joxe le habían practicado la tortura conocida como “la bañera”.
Iñaki Agirre recuerda también que le preguntaron la dirección de la casa de sus padres y que enviaron allí un telegrama para que, al menos, su familia supiera dónde estaba Joxe después de tantos días de incomunicación. Ni siquiera pasó por el juzgado. Los mismos policías le interrogaron, le torturaron, y le llevaron al hospital. La abogada Paca Villalba nos explicaría tiempo después que la Policía aplicó a Joxe no sé qué ley franquista. Sea como fuere, al día siguiente, el 13 de febrero, a eso de las 9 de la mañana, vimos de nuevo a Joxe Arregi. Había empeorado visiblemente. Seguía aturdido, no había orinado, no había dormido y respiraba con más dificultad que la víspera, si cabe. “Creo que me estoy muriendo”, me dijo al oído. Las sábanas estaban sucias, teñidas con sus propios excrementos. Al fin, a las 10 de la mañana, un funcionario médico encargó a un enfermero italiano (en realidad, un preso común que hacía esas labores para redimir su condena) que lo llevara a Rayos X y a Extracciones para hacerle unas radiografías y unos análisis. Al regreso, el italiano me advirtió: “Tu compañero está muy mal, tiene muy bajo el hematocrito y casi no le queda sangre”. Tan mal estaba, que el médico, a la vista de las placas y de la analítica, consideró que era necesario trasladar urgentemente a Joxe a otro centro con más recursos. No lo vimos más, aunque sabemos que no llegó vivo a donde fuera que pensaran trasladarlo. Los médicos dictaminaron que la muerte de Joxe se produjo por una “infección pulmonar”. La palabra “bañera” no se mencionaba en el parte facultativo.
Una vez conocida la muerte de Joxe Arregi ‑continúa narrando Iñaki Agirre‑, mis compañeros Lois Alonso Riveiro y Xose Lois Fernández, y yo mismo, nos pusimos manos a la obra. Redactamos un comunicado explicando los hechos y lo sacamos de la cárcel usando las viejas tecnologias; esto es, envolvimos una moneda con el documento para que pesara más, y con una sonda vesical amarrada a los barrotes de la ventana a modo de un rudimentario tiragomas, lanzamos el comunicado a la calle. Allí lo recogió mi padre y al día siguiente apareció publicado en Egin.
Ahora sabemos que el parte médico oficial del hospital penitenciario de Carabanchel rezaba literalmente: “…hematomas periorbitales con derrame conjuntival en ojo derecho, diversos hematomas en hombro derecho, caras internas de ambos brazos y piernas, grandes hematomas en ambos glúteos, heridas por quemaduras de segundo grado en plantas de ambos pies… estado estuporoso, disnea intensa… dolor abdominal difuso, pulmones encharcados…”. Ahora sabemos también que, según la Comisión de Derechos Humanos de Madrid, fueron 73 los policías que participaron en las torturas y suplicios infligidos a Joxe Arregi durante los nueve días que lo tuvieron a su merced. De aquellos 73 salvajes, solamente dos fueron encausados… y absueltos. La familia recurrió el fallo y en octubre de 1989 se condenó la sentencia definitiva: siete meses de prisión para los dos torturadores sacrificados como cabezas de turco. Como se veía venir, los canallas no cumplieron la pena y siguieron ejerciendo de policías.