Car­los Marx: ¡Si la gen­te supie­se lo poco que sé yo de todas estas cosas!- Paqui­ta Armas Fonseca

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Carlos MarxMuy joven, sien­do aún estu­dian­te, Car­los Marx abra­zó la pro­fe­sión que ejer­ce­ría toda su vida: el perio­dis­mo, carre­ra de pobres como dice un pro­ver­bio latino. Des­de la Uni­ver­si­dad de Ber­lín envia­ba a dis­tin­tos órga­nos de pren­sa crí­ti­cas sobre arte o espe­cu­la­cio­nes filosóficas.

Su padre murió el 10 de mayo de 1838; tres meses antes le había escri­to de una for­ma menos dura. Le con­fe­sa­ba que no podía dis­cu­tir con él en el terreno de lo abs­trac­to y le pedía más cor­du­ra. Car­los tuvo en su padre a un ver­da­de­ro ami­go, no así en la madre, para quien Jenny no era la mujer ideal: aque­lla joven habla­ba de arte y filo­so­fía, no se le veía incli­na­da a cono­cer la admi­nis­tra­ción de una casa. Enri­que­ta en ese aspec­to tenía razón.

Ins­trui­da para casar­se, en cómo tra­tar a los sir­vien­tes, super­vi­sar la lim­pie­za de la pla­te­ría, Jenny, se le que­ja a su novio:

Des­de el peca­do de Mada­me Eva esta­mos des­ti­na­das a la pasi­vi­dad. Nues­tro des­tino es espe­rar, tener espe­ran­zas, sufrir y vivir en la estre­chez. Lo mejor que nos con­fían es tejer medias y cui­dar las llaves.

En sus apun­tes sobre Marx, Gui­ller­mo Liebk­necht, escribió:

La seño­ra de Marx gober­na­ba la casa, pero Len­che era la dic­ta­do­ra, y Marx se subor­di­na­ba a este estado.

Así que la madre de Car­los, quien que­ría mucho a su hijo pero nun­ca lo com­pren­dió, vis­lum­bra­ba que “la prin­ce­sa de Tré­ve­ris” jamás deven­dría una bue­na ama de casa. Lo que Enri­que­ta no enten­dió fue que su hijo había esco­gi­do la mejor cola­bo­ra­do­ra del planeta:

No es exa­ge­ra­ción si digo ―expu­so Elea­nor Marx― que Car­los Marx jamás hubie­ra sido el que fue sin Jenny de West­fa­lia. Los dos armo­ni­za­ron per­fec­ta­men­te y se com­ple­men­ta­ron. De belle­za extra­or­di­na­ria, que des­per­tó la admi­ra­ción de Hei­ne, Her­wegh, y Las­sa­lle, lle­na de un bri­llan­te talen­to e inge­nio, se dis­tin­guió Jenny de West­fa­lia entre miles.

En 1838 se hizo públi­co el com­pro­mi­so entre Car­los y Jenny. Fer­nan­do de West­fa­lia, resi­den­te en Ber­lín, se tras­la­dó a Tré­ve­ris para acla­rar aquel malen­ten­di­do. Encon­tró la refle­xión sere­na de Luis quien ―lle­va­do por el matri­mo­nio feliz de sus padres, él pobre con un nom­bre recién adqui­ri­do, ella rica y noble― acce­dió a que Car­los y Jenny pudie­ran decir públi­ca­men­te que se amaban.
Luis por otra par­te, que­ría a su yerno, res­pe­ta­ba el talen­to increí­ble del mucha­cho, su faci­li­dad en los idio­mas, su sed de lec­tu­ra, sus razo­na­mien­tos filo­só­fi­cos y cono­cía dema­sia­do a su hija, a la que había dedi­ca­do pacien­cia y cui­da­do en su for­ma­ción, para com­pren­der que esta­ba ante una deci­sión madura.

Car­los pudo con­ti­nuar sus estu­dios uni­ver­si­ta­rios sin ocul­tar su gran pasión. En Ber­lín se incor­po­ró total­men­te al gru­po de los neo­he­ge­lia­nos. Estre­chó rela­cio­nes con Bruno Bauer, Arnol­do Ruge, Ruten­berg, Eduar­do Meyen y Car­los Fede­ri­co Koppen.
Bauer, docen­te libre de la Uni­ver­si­dad, Kop­pen, pro­fe­sor del ins­ti­tu­to, diez años mayo­res que Car­los, influ­ye­ron sobre él, pero se die­ron cuen­ta de la supe­rio­ri­dad inte­lec­tual del novel afi­lia­do y no vaci­la­ron en atraer­lo a sus posi­cio­nes polí­ti­cas, las más radi­ca­les para esa épo­ca. “A su ami­go Car­los Enri­que Marx de Tré­ve­ris”, dedi­có Kop­pen su obra polé­mi­ca publi­ca­da en 1840, en el cen­te­na­rio del rey Fede­ri­co de Prusia.

En un con­tex­to de dis­cu­sio­nes filo­só­fi­cas y polí­ti­cas, en las que Car­los bus­ca­ba la ver­dad, trans­cu­rrie­ron los últi­mos años de estu­dio en la Uni­ver­si­dad. Tenía la espe­ran­za de, al ter­mi­nar sus estu­dios, con­se­guir una cáte­dra en la Uni­ver­si­dad de Bonn en la que Bruno Bauer era docen­te, pero, una reac­ción esta­tal, en con­tra de los neo­he­ge­lia­nos, qui­tó a Bauer del pues­to y a Car­los la posi­bi­li­dad inme­dia­ta de ser pro­fe­sor y casarse.

Tal era la situa­ción en Ber­lín, que Car­los esco­gió otra uni­ver­si­dad, la de Jena, para pre­sen­tar su tesis e inves­tir­se como Doc­tor en Filo­so­fía; el dere­cho lo dejó a medias.

El 15 de abril, por fin reci­bió el títu­lo. Tenía un plan: publi­car la tesis y lue­go optar en Bonn, ate­nién­do­se a los esta­tu­tos uni­ver­si­ta­rios, por una cáte­dra libre y comen­zar a publi­car una revis­ta en unión de Bruno Bauer.

El tema de su tra­ba­jo final uni­ver­si­ta­rio: “Dife­ren­cias entre las filo­so­fías de Demó­cri­to y Epi­cu­ro” cons­ti­tuía sólo una par­te de un tex­to que se pro­po­nía ela­bo­rar: el ciclo de la filo­so­fía epi­cú­rea estoi­ca y escép­ti­ca en rela­ción con toda la filo­so­fía griega.
La tesis está enca­be­za­da por un pró­lo­go mor­daz y sober­bio que has­ta en Bruno Bauer, un filis­teo filo­só­fi­co y polí­ti­co, cau­só mie­do. Car­los cita, pre­mo­ni­to­ria­men­te con res­pec­to a su vida futu­ra, a Pro­me­teo en con­tra de los que se que­jan de que su posi­ción bur­gue­sa ha empeorado:

Jamás por tu ser­vi­dum­bre tro­ca­ría yo
Mi des­di­cha­do sino, pue­des estar seguro.

Cali­fi­ca­ba a Pro­me­teo como el san­to y már­tir más subli­me del calen­da­rio filo­só­fi­co. Quien escri­bía así del héroe míti­co, que se sacri­fi­có por dar­le fue­go a los hom­bres, qui­zás no esta­ba cons­cien­te de que por el pla­ne­ta, que no en el olim­po grie­go, anda­ba ya, de car­ne, san­gre y hue­sos, alguien que no fue san­to ni már­tir, pero que la his­to­ria reco­no­ce­ría como El Pro­me­teo de Tréveris.

Entre­tan­to Ruge, que diri­gía Ana­les, edi­ta­do en Leip­zig, sufrió las garras de la cen­su­ra y se diri­gió a Dres­de, allí fun­dó el pri­me­ro de julio de 1841, Ana­les ale­ma­nes. El tono enér­gi­co de sus pági­nas cau­ti­vó a Bauer y a Marx, quie­nes deci­die­ron cola­bo­rar con la revis­ta. En noviem­bre del 41 se publi­có “Los trom­pe­ta­zos del jui­cio final sobre Hegel, el ateo y el anti­cris­to”, bajo la más­ca­ra de un autor cre­yen­te. Lo ela­bo­ró Bauer y ni el pro­pio Ruge se dio cuen­ta de lo que sub­ya­cía en el tex­to. El autor y su ami­go Car­los pre­ten­die­ron con­ti­nuar con los trom­pe­ta­zos; la cen­su­ra los prohibió.

Car­los enfer­mó y se fue a Tré­ve­ris. Su sue­gro guar­da­ba cama con una dolen­cia que, al cabo de tres meses, el 3 de mar­zo de 1842, lo lle­vó al cemen­te­rio. El joven ena­mo­ra­do no se sepa­ró ni un minu­to de su novia duran­te el pade­ci­mien­to y muer­te de Luis; no obs­tan­te, el 10 de febre­ro envió una peque­ña cola­bo­ra­ción a Ruge. Era su pri­mer tra­ba­jo esen­cial­men­te polí­ti­co; ver­sa­ba sobre el noví­si­mo decre­to de cen­su­ra con que el rey aprue­ba méto­dos más suaves.
Car­los ―tenía 24 años― des­ba­ra­ta, con sóli­dos argu­men­tos, pun­to por pun­to, el decre­to de la casa real. Con fina iro­nía, le pide a Ruge “si la cen­su­ra no cen­su­ra mi cen­su­ra” que le publi­que el tex­to cuan­to antes. El 25 de febre­ro reci­be la res­pues­ta: impo­si­ble publi­car­lo, mas, Ruge le anun­cia que, con los tra­ba­jos prohi­bi­dos pien­sa con­for­mar una anto­lo­gía de “cosas muy boni­tas y pican­tes” que qui­sie­ra impri­mir en Sui­za, bajo el títu­lo de Anéc­do­ta philosóphica.

Car­los se entu­sias­mó con la idea y le pro­pu­so cam­biar la redac­ción del segun­do trom­pe­ta­zo(…) para incluir­la en la anto­lo­gía. El 20 de mar­zo le escri­bía a Ruge dicién­do­le que ya había comen­za­do, el 27 de abril que casi esta­ba ter­mi­na­do, el 9 de julio decía que no tenía dis­cul­pas, el 21 de octu­bre Ruge le avi­só que la Anéc­do­ta(…) esta­ba a pun­to de impri­mir­se, edi­ta­da en Zurich, y que le había reser­va­do un espa­cio. Comen­za­ba la his­to­ria de un esti­lo de tra­ba­jo que lo mar­có siem­pre: no fue un autor cómo­do ni para los cola­bo­ra­do­res, ni para los edi­to­res. Reha­cía sus tex­tos una y otra vez, no se sen­tía satis­fe­cho mien­tras hubie­ra un dato sin con­sul­tar; nin­guno de sus crí­ti­cos ha podi­do encon­trar siquie­ra el menor error en cifras o nombres.
En 1851 Engels le decía:

De sobra sé que, mien­tras exis­ta un libro con algo impor­tan­te que no hayas leí­do, no te pon­drás a redactar.

En ese pro­pio año, El Moro comen­tan­do con El Gene­ral el home­na­je de un fabri­can­te por su domi­nio de la eco­no­mía, en bro­ma y en serio, exclamaba:

¡Si la gen­te supie­se lo poco que sé yo de todas estas cosas!

La suer­te inme­dia­ta de Car­los se esta­ba deci­dien­do en Colo­nia. En esa región La Gace­ta de Colo­nia, repre­sen­tan­te del par­ti­do ultra­mon­tano y de la reli­gión cató­li­ca ejer­cía un mono­po­lio de la pren­sa. Uno a uno eli­mi­na­ba cual­quier medio de expre­sión, y La Gace­ta Gene­ral del Rin casi sucum­be a este poder. Un gru­po de veci­nos pudien­tes, que reu­nie­ron un capi­tal por accio­nes, logra­ron que el per­mi­so de cir­cu­la­ción auto­ri­za­do para La Gace­ta Gene­ral(…) fue­ra trans­fe­ri­do a un nue­vo perió­di­co, La Gace­ta del Rin, cuyo pri­mer núme­ro cir­cu­ló el pri­me­ro de enero de 1842.

Los accio­nis­tas se opo­nían al órgano de los ultra­mon­ta­nos, no al gobierno. Cui­dan­do el dine­ro inver­ti­do, bus­ca­ron bue­nos y jóve­nes redac­to­res. De ellos, Jor­ge Jung y Dago­ber­to Oppenheim, fer­vien­tes neo­he­ge­lia­nos, encar­ga­dos de loca­li­zar cola­bo­ra­do­res, lógi­ca­men­te recu­rrie­ron a sus corre­li­gio­na­rios, entre ellos, Car­los Marx.

Ini­cial­men­te Car­los pen­só tras­la­dar­se a Colo­nia, pero la vida rui­do­sa de la ciu­dad lo hizo diri­gir­se a Bonn y des­de allí comen­zó a escri­bir sus artículos.

Los bur­gue­ses de Colo­nia no se asus­ta­ron de las adver­ten­cias pro­ce­den­tes de Ber­lín. Bus­ca­ban cali­dad y la encon­tra­ron en esos mucha­chos que, si escri­bían algún tex­to un poco com­pro­me­te­dor, era sólo por la edad. A esta refle­xión se une que Eichhorn, Minis­tro de Ins­truc­ción, le intere­sa­ba con­ser­var una con­tra­par­ti­da de la Gace­ta de Colonia.

Los tra­ba­jos de Marx de cor­te prác­ti­co y de indis­cu­ti­ble maes­tría, hicie­ron que en octu­bre del mis­mo año, los accio­nis­tas le pusie­ran al fren­te del perió­di­co. El joven no per­dió tiem­po: arre­me­tió con­tra la Die­ta Pro­vin­cial Rena­na, escri­bió sobre la liber­tad de pren­sa y otros temas que, aun­que en muchos casos coin­ci­dían con las nece­si­da­des de la bur­gue­sía de Colo­nia, pro­pi­cia­ron crí­ti­cas de los órga­nos de poder real.

Al mis­mo tiem­po los neo­he­ge­lia­nos se dedi­ca­ban a “mama­rra­cha­das” ―según defi­nió el pro­pio Marx― en Ber­lín. Se con­vir­tie­ron en “libres”, ata­ca­ron al poe­ta Her­wegh, Bauer se dis­gus­tó con Ruge, en fin, en noviem­bre, Car­los rom­pió los víncu­los con ellos por­que los tex­tos que envia­ban, más que el cen­sor, era él quien los tenía que enmen­dar. Meyen le incre­pó esa acti­tud, y días des­pués, Car­los le comen­ta­ba a Ruge:

Detrás de todo esto hay una ate­rra­do­ra dosis de vani­dad, inca­paz de com­pren­der que, para sal­var un órgano polí­ti­co, se pue­den sacri­fi­car, sin gran pér­di­da a unos cuan­tos fan­fa­rro­nes ber­li­ne­ses que no pien­san más que en sus chis­mes per­so­na­les. Ya pue­de usted ima­gi­nar­se lo irri­ta­do que esta­ré y los tér­mi­nos, bas­tan­te duros en que habré con­tes­ta­do a Meyen, sabien­do como esta­mos aquí, tenien­do que sopor­tar des­de por la maña­na has­ta por la noche los tor­men­tos más terri­bles de la cen­su­ra, avi­sos minis­te­ria­les, que­jas de auto­ri­da­des, pro­tes­tas de la Die­ta, los lamen­tos de los accio­nis­tas, etcé­te­ra, etcé­te­ra, y que si sigo en este pues­to es por­que con­si­de­ro un deber estor­bar la rea­li­za­ción de las inten­cio­nes del Poder, en la par­te que a mí me toca.

Por esos días reci­bió una visi­ta des­de Ber­lín. Con arro­gan­cia tra­tó al joven de 22 años que se le pre­sen­tó con el solo inte­rés de cono­cer­lo. Los ojos ver­des del visi­tan­te ―Fede­ri­co, mucho des­pués El Gene­ral― ape­nas demos­tra­ron la sen­sa­ción que le había cau­sa­do el direc­tor de La Gace­ta del Rin. Le pre­gun­tó que si podía cola­bo­rar, y Car­los le con­tes­tó que sí, pen­san­do que sería una nue­va fan­fa­rro­na­da. El pri­mer tra­ba­jo que reci­bió le cau­só una gra­ta impre­sión y lo publicó.

Las pre­sio­nes con­ti­nua­ron. Des­de la sede del rei­no exi­gie­ron la reti­ra­da de Ruten­berg con­si­de­ra­do el más revo­lu­cio­na­rio de todos. A fina­les del año y prin­ci­pios de 1843 se publi­ca­ron varios tex­tos que moles­ta­ron a la alta direc­ción pru­sia­na. El 21 de enero se pro­mue­ve la sus­pen­sión del perió­di­co, adu­cien­do caren­cia de permiso:

(…) como si en Pru­sia ―le escri­bie­ra Marx a Ruge don­de nin­gún perro pue­de vivir sin su corres­pon­dien­te cha­pa poli­cía­ca, La Gace­ta del Rin hubie­ra podi­do apa­re­cer un solo día sin lle­nar los trá­mi­tes oficiales.

En esa mis­ma car­ta, fecha­da el 25 de enero, se queja:

Duran­te este perío­do de ago­nía, en capi­lla ya, tene­mos doble cen­su­ra. Nues­tro cen­sor, un hom­bre hono­ra­ble, está bajo la cen­su­ra de Von Ger­lach, pre­si­den­te del gobierno del Rin, un men­te­ca­to sin más vir­tud que la obe­dien­cia pasi­va; una vez com­pues­to el perió­di­co, hay que pre­sen­tár­se­lo a la nariz poli­cía­ca para que lo hue­la, y si ven­tea en él algo que no parez­ca cris­tiano o pru­siano, el perió­di­co no sale a la calle.

La pro­vin­cia del Rin tomó la sus­pen­sión del perió­di­co como una inju­ria. Subió el núme­ro de sus­crip­to­res y se man­da­ban plie­gos con fir­mas a Ber­lín. Un gru­po de accio­nis­tas pre­ten­dió ser reci­bi­do por el rey, ges­tión tam­bién infruc­tuo­sa. Al fin deci­die­ron sua­vi­zar el perió­di­co. Car­los, ele­men­tal­men­te, no acep­tó y pre­sen­tó su dimi­sión el 17 de marzo.
El cen­sor ante­rior, con el que Marx había enta­bla­do bue­nas rela­cio­nes, Wiethaus, ya había renun­cia­do; en su lugar habían pues­to a Saint-Paul, joven bohe­mio, muy astu­to, que no tar­dó en dar­se cuen­ta de quién era el cere­bro del órgano de pren­sa. El día 18 escri­bía a sus amos:

El spí­ri­tus rec­tor de la empre­sa, el doc­tor Marx, se sepa­ró ayer, hacién­do­se car­go de la redac­ción del perió­di­co Oppenheim, per­so­na real­men­te mode­ra­da, y por lo demás insig­ni­fi­can­te(…) Yo estoy satis­fe­chí­si­mo con el cam­bio, y hoy ape­nas he inver­ti­do en la cen­su­ra ni una cuar­ta par­te del tiem­po que antes le venía dedicando.

Hacía cer­ca de tres meses que, en su car­ta a Ruge, Car­los le había expresado:

A mí no me ha sor­pren­di­do nada. Ya sabe usted cómo inter­pre­té, inme­dia­ta­men­te de decre­tar­se, la ins­truc­ción de cen­su­ra. No veo en esto más que una con­se­cuen­cia, y repu­to la sus­pen­sión del perió­di­co como un pro­gre­so de la con­cien­cia polí­ti­ca, razón por la cual dimi­to. Ade­más, ya se me hacía un poco sofo­can­te aque­lla atmós­fe­ra. No tie­ne nada de agra­da­ble el pres­tar ser­vi­cios de escla­vo, ni aun para la liber­tad, tenien­do que luchar con alfi­le­res en vez de luchar con mazas. Esta­ba can­sa­do ya de tan­ta hipo­cre­sía, de tan­ta ton­te­ría, de tan­ta bru­tal auto­ri­dad, y de tan­to silen­cio, tan­to zig­za­gueo, tan­tas reti­ra­das y pala­bre­rías. El gobierno se ha encar­ga­do, pues, de devol­ver­me la liber­tad(…) En Ale­ma­nia, ya no tene­mos nada que hacer. Aquí lo úni­co que uno con­si­gue es fal­sear­se a sí mismo.

Notas al margen:
1. Cono­ci­dos por jóve­nes hege­lia­nos o hege­lia­nos de izquier­da. Fue el ala radi­cal de la escue­la filo­só­fi­ca hege­lia­na. Su inter­pre­ta­ción de la filo­so­fía de Hegel y su crí­ti­ca del cris­tia­nis­mo cons­ti­tu­ye­ron una for­ma espe­cí­fi­ca –para las con­di­cio­nes ale­ma­nas de aquel enton­ces– de des­per­tar del pen­sa­mien­to demo­crá­ti­co-bur­gués y, en gene­ral del inte­rés polí­ti­co. El libro Vida de Jesús de D. Straus (1835) con­tri­bu­yó a la for­ma­ción del ala izquier­da del hege­lia­nis­mo. En ese tex­to se ana­li­zan crí­ti­ca­men­te los dog­mas evan­gé­li­cos. Bruno Bauer tam­bién reali­zó una inten­sa crí­ti­ca a la reli­gión. La teo­ría de los neo­he­ge­lia­nos es intere­san­te como pri­mer inten­to de valo­rar, valién­do­se del mode­lo de la reli­gión, la con­cien­cia social como ideo­lo­gía. Car­los Marx y Fede­ri­co Engels en su juven­tud se adhi­rie­ron a ese movi­mien­to. Per­te­ne­cían al Club de los Doc­to­res, for­ma­do por el gru­po más repre­sen­ta­ti­vo de todos sus miem­bros. Mien­tras Marx y Engels evo­lu­cio­na­ron hacia el mate­ria­lis­mo-his­tó­ri­co, la mayo­ría de los neo­hehe­lia­nos man­tu­vie­ron sus posi­cio­nes filo­só­fi­cas que los lle­vó a pasar al libe­ra­lis­mo bur­gués. En sus obras La sagra­da fami­lia y La ideo­lo­gía ale­ma­na, Marx y Engels cri­ti­can las con­cep­cio­nes de los jóve­nes hegelianos.
2. Epi­cú­rea (filo­so­fía): Se basa en los con­cep­tos filo­só­fi­cos de Epi­cu­ro (ver índi­ce onomástico).
3. Estoi­ca (filo­so­fía): Los estoi­cos repre­sen­ta­ron una doc­tri­na que sur­gió a fines del siglo IV a.n.e. sobre la base de la cul­tu­ra hele­nís­ti­ca, en vir­tud de la pro­pa­ga­ción de las ideas cos­mo­po­li­tas e indi­vi­dua­lis­tas y el desa­rro­llo de la téc­ni­ca fun­da­do en los cono­ci­mien­tos mate­má­ti­cos. Las figu­ras prin­ci­pa­les de la escue­la estoi­ca de los siglos III y IV a.n.e. fue­ron Zenón y Cri­si­po. Estos últi­mos deter­mi­na­ban el lugar y el papel de las cien­cias de las que ocu­pa­ban los estoi­cos valién­do­se de las siguien­tes com­pa­ra­cio­nes: la lógi­ca es la cer­ca; la físi­ca, el sue­lo fér­til, y la éti­ca, sus frutos.
4. Escép­ti­ca (filo­so­fía): Sur­gió en el perío­do de la cri­sis de la socie­dad anti­gua, en el siglo IV a.n.e. como reac­ción a los sis­te­mas filo­só­fi­cos pre­ce­den­tes que se valían de los razo­na­mien­tos espe­cu­la­ti­vos para tra­tar de expli­car el mun­do sen­so­rial, con­tra­di­cién­do­se a menu­do unos a los otros. El escep­ti­cis­mo alcan­zó su apo­geo en las doc­tri­nas de Pirrón, Arce­si­lao, Car­nea­das, Enes­ti­de­mo, Sex­to El empí­ri­co y otros. La duda es la carac­te­rís­ti­ca fun­da­men­tal de los escép­ti­cos. En las épo­cas crí­ti­cas de las socie­da­des moder­nas, con otras varian­tes, resur­ge esta con­cep­ción filosófica.
5.La zona de Colo­nia ofre­cía las mayo­res posi­bi­li­da­des demo­crá­ti­cas en el terri­to­rio ale­mán por­que allí regía el códi­go napoleónico.
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