Capítulo 6 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)
Como hemos visto, la existencia de un alto grado de desigualdad en la distribución de la renta y en el acceso a la provisión de servicios básicos, como la salud, la educación o los cuidados, es relevante porque deteriora la capacidad de tener un nivel de vida digno. Pero además, la desigualdad de la renta también es importante debido al vínculo directo que tiene en nuestra sociedad con la concentración del poder. La desigualdad acumula la riqueza en las manos de unas pocas familias, ya sea en forma de activos financieros o propiedades inmobiliarias. Gracias a ello estas familias pueden controlar el sistema financiero, el aparato productivo y los medios de comunicación, permitiéndoles presionar, directa e indirectamente, a las instituciones políticas. El consiguiente desequilibrio de la balanza de nuestro sistema representativo hacia políticas que favorecen una mayor ampliación de su riqueza acaba generando un círculo vicioso entre el nuevo incremento de la desigualdad provocado por dichas políticas, la creciente concentración del poder económico y su cada vez más profunda cooptación del sistema político. La desigualdad se convierte así en la herramienta básica de control social.
Alrededor de ese círculo estamos dando vueltas desde, al menos, la crisis económica de los años setenta. Las medidas de contrarreforma neoliberal puestas en marcha frente a ella provocaron un empeoramiento de la desigualdad, una pérdida del control relativo que los estados ejercían sobre el aparato productivo y un incremento de la capacidad del poder económico para presionar al político. En concreto, en el caso de la Unión Europea los grupos de poder financiero e industrial europeos han podido influir en el proceso de integración, de manera directa o a través de sus lobbies en Bruselas (un total de 2.500, con 15.000 personas trabajando en ellos). Aprovechando la falta de representatividad democrática de las instituciones comunitarias, dichos grupos han conseguido que la Unión Económica y Monetaria tome una forma favorable a sus intereses. De este modo, las medidas generales de liberalización y privatización, así como las legislaciones sectoriales, han ampliado la desigualdad de ingresos, y, con ella, la riqueza y el poder de las élites europeas, permitiéndoles ahora imponer una respuesta regresiva a la crisis.
En España, la profundización de dichas medidas por los sucesivos gobiernos también ha incrementado la concentración de la riqueza. En el año 2002 el patrimonio del 10% de las familias más ricas era cuatro veces superior al del hogar medio, proporción que no ha hecho sino acrecentarse como consecuencia de que esas familias han acaparado más del 30% de la renta nacional durante las últimas dos décadas. Esta cada vez mayor acumulación de riqueza en pocas manos ha hecho posible apuntalar la históricamente concentrada estructura de la propiedad empresarial. A finales del año 2006 únicamente 1.200 personas formaban parte de los consejos de administración de las empresas cotizadas en bolsa. Es decir, que apenas un 0,003% de la población controlaba un valor de cotización que era equivalente a un 80% del PIB de la economía española. Los estudios de concentración del poder empresarial previos a la crisis (de donde se extraen estos datos) muestran, además, que los vínculos entre los consejos de administración de las distintas empresas son múltiples, formando auténticas redes de poder de carácter familiar. El hecho que de esos 1.200 consejeros sólo 76, un 5%, eran mujeres muestra a las claras el sesgo de género que tiene el poder en nuestra sociedad.
Gracias a su control del aparato productivo, estas redes masculinizadas han ejercido su influencia sobre el poder político por diversas vías. En primer lugar, a través de la presión que el control de los sectores estratégicos y los medios de comunicación (en su mayoría propiedad de esas familias, bancos y/o de sociedades de inversión), les permite poner en práctica. En segundo lugar, a través de medios más directos, como por ejemplo, la política de “puertas giratorias”. La lista de políticos que se han aprovechado de su cargo público para obtener un puesto en los consejos de administración de las grandes empresas españolas es larga y no para de crecer: Felipe González en Gas Natural, la cual compró a la pública Enagás a precio de saldo siendo aquél presidente del gobierno; José María Aznar en Endesa, la cual él mismo privatizó, y Elena Salgado en una de las filiales de esa misma empresa; Rodrigo Rato, Eduardo Zaplana y numerosos familiares de altos cargos del PP en Telefónica, junto con Javier de Paz, antiguo secretario de las Juventudes Socialistas; Pedro Solbes en Enel, la eléctrica italiana que fue autorizada a comprar Endesa por él mismo; o José Güemes, ex Consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid que fue contratado (aunque luego renunciase a su cargo) por la empresa de análisis clínicos que se hizo con unos laboratorios públicos privatizados cuando él era Consejero. Estos vínculos entre el poder económico y político se han hecho aún más evidentes al destaparse durante los últimos años claros casos de corrupción vinculados a la financiación irregular de los principales partidos políticos.
El hecho es que, gracias a la utilización de todos estos mecanismos, los grupos de poder empresarial han sido capaces de imponer su agenda de política económica. Así, se ahondó en la batería de medidas provenientes de Europa con otras propias, como la liberalización del suelo, la desregulación laboral o las reformas fiscales regresivas (implantación de las SICAV, desaparición del impuesto sobre el patrimonio o disminución de la tributación del impuesto de sociedades), desarrollándose además una demostrada tolerancia con el fraude fiscal de las grandes fortunas de nuestro país. A nivel regional, el poder de los empresarios locales, especialmente promotores inmobiliarios y constructores, se impuso en los gobiernos autonómicos y ayuntamientos, dependientes financieramente de la recaudación del IBI (Impuesto sobre Bienes Inmuebles). Ese poder ayuda a explicar por qué las cajas de ahorro, cuyos consejos de administración eran controlados por los partidos con representación en los parlamentos regionales, mantuvieron una política crediticia que hinchó la burbuja inmobiliaria. Y también permite entender la tolerancia con la elusión de la legislación medioambiental, entre otras, de la ley de costas.
El modelo productivo que estas políticas generaron se vino abajo como consecuencia de la explosión de la citada burbuja. Sin embargo, las redes de poder empresarial, agrupadas en el Consejo Empresarial por la Competitividad, mantienen intacta su capacidad para imponer sus intereses. No en vano, ayudadas por las exigencias de recortes provenientes de la UE, han forzado la adopción de unas medidas que, lejos de ayudar a salir de aquélla, sólo sirven para socializar las pérdidas de la crisis y, como hemos visto, incrementar la desigualdad. Tal y como explicábamos arriba, la relevancia de este proceso se explica no sólo porque debido a él estén empeorando nuestras condiciones de vida, sino también porque la mayor concentración de la riqueza a la que va asociado está provocando una profundización de la concentración de poder en las mismas manos que lo detentan desde hace décadas.
De hecho, es un error interpretar que las ineficaces políticas de ajuste se están poniendo en marcha por algún tipo de miopía ideológica de los economistas que las defienden. Por el contrario, el ajuste no sólo se explica económicamente, sino también políticamente. Es la herramienta que las élites tienen para apuntalar su poder, aprovechando la crisis para generar una nueva reproducción del círculo vicioso que nos lleva de la desigualdad a la concentración del poder económico y político, un poder cuyo sesgo patriarcal explica, además, el mantenimiento de las desigualdades de género.
En la sociedad en la que vivimos la desigualdad, la acumulación de riqueza y el control del régimen político se encuentran unidos por un hilo que parece invisible, pero que marca los límites de la misma democracia. Por tanto, en la batalla contra esta salida regresiva a la crisis que se nos quiere imponer, no sólo está en juego evitar que empeoren nuestras condiciones de vida, sino también propiciar la posibilidad de que la democracia se haga, en algún momento, realidad.