Sil­vio Rodrí­guez sobre Gabriel Gar­cía Már­quez: “No recuerdo…”

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No recuer­do dón­de lo cono­cí. Pue­de haber sido gra­cias a Hay­dee San­ta­ma­ría. Aca­so coin­ci­di­mos en algu­na comi­da en casa de la ami­ga común, qui­zá en aque­lla en que fui embro­ma­do con una tor­ti­lla de plá­ta­nos madu­ros. Lo que sí ten­go cla­ro es que en sep­tiem­bre de 1969, entre la trein­te­na de libros que embar­qué en el Pla­ya Girón, había un Cien años de sole­dad que ya había leí­do un par veces.

Lo veo a flasha­zos, en dis­tin­tos momen­tos. Un 31 de diciem­bre me invi­tó a una fies­ta en la que esta­ban su ami­go Fidel Cas­tro y el actor nor­te­ame­ri­cano Gre­gory Peck. Hubo un momen­to, cer­cano a las 12 de la noche, en que me vi con­ver­san­do con aque­llos gigan­tes y me sen­tí desubicado.

La pri­me­ra vez que estu­ve en su casa de Méxi­co fui con Raúl Roa Kou­rí y mi her­ma­na María, casa­dos por enton­ces. Esta­ban de trán­si­to, camino a New York, don­de esta­rían 6 años sir­vien­do a Cuba ante las Nacio­nes Uni­das. Fui­mos por la maña­na y pasa­mos algu­nas horas en el des­pa­cho del escri­tor, don­de esta­ban algu­nos de sus libros, su máqui­na de escri­bir. Allí cons­ta­té que, tal y como se decía, sobre su mesa de tra­ba­jo había un un flo­re­ro con una rosa ama­ri­lla. Creo que fue la pri­me­ra vez que vi una rosa que pare­cía un sol. O la pri­me­ra que repa­ra­ba en ella, ilu­mi­na­da por la mito­lo­gía en torno al genio literario.

Habla­mos de músi­ca. Uno de sus hijos estu­dia­ba flau­ta. En algún lugar yo había leí­do que él escri­bía escu­chan­do a Bach; pero aque­lla maña­na nos dijo que entre sus par­ti­tu­ras pre­fe­ri­das esta­ba el con­cier­to para vio­lín y orques­ta de Sibe­lius. Revi­só sus dis­cos (con la ayu­da de Mer­ce­des) y me rega­ló una ver­sión, que tenía repe­ti­da, diri­gi­da por Von Kara­jan e inter­pre­ta­da por Chris­tian Ferras. Antes de dár­me­lo rotu­ló su nom­bre en la cará­tu­la, con plu­món azul Pru­sia. Des­pués me obse­quió su nove­la más famo­sa, que yo casi me sabía de memo­ria. Habla­mos tam­bién de cum­bias y valle­na­tos, tema del que era exper­to. Con­clu­yó la cla­se magis­tral con ejem­plos en los que su nom­bre era men­ta­do y, con cier­ta ter­nu­ra, nos hizo escu­char una cum­bia que lo incre­pa­ba por algo que no recuer­do. Final­men­te me obse­quió dos case­tes, con selec­cio­nes per­so­na­les. Aque­llas cin­tas no me dura­ron mucho, por­que le comen­té a una perio­dis­ta que las tenía y se las lle­vó, juran­do muchas veces que sólo las que­ría para copiar­las y que ense­gui­da me las devol­ve­ría. Ojos que te vie­ron. O más bien: oídos que te escucharon…

No recuer­do por qué un día me tocó lle­var­lo al cen­tro cam­pes­tre de Río Cris­tal, don­de se iba a cele­brar un almuer­zo rela­cio­na­do con el pre­mio lite­ra­rio Casa de las Amé­ri­cas. Por el camino tra­té de hablar lo menos posi­ble, para no meter la pata, pero aca­ba­mos comen­tan­do la sepa­ra­ción de un matri­mo­nio. Yo, sagi­ta­rio impru­den­te, sen­ten­cié que era una des­ave­nen­cia pasa­je­ra. Él me miró de una for­ma en la que pude reco­no­cer, en el bre­ve vis­ta­zo que le diri­gí pues­to que iba mane­jan­do, que sen­tía más con­go­ja por mi opti­mis­mo que por la pare­ja dis­tan­cia­da. Pue­de que en el fon­do yo pen­sa­ra como él, y que sólo siguie­ra la cos­tum­bre toté­mi­ca de expre­sar mis deseos y no lo que real­men­te suce­día. A veces me he equi­vo­ca­do, de dien­te para afue­ra, aun­que de dien­te para aden­tro sepa que eje­cu­to un ritual que sig­ni­fi­ca lo con­tra­rio. En aquel caso, en pocos días com­pro­bé que su mira­da de pie­dad tenía más peso que todas mis pala­bras. Y, ade­más, com­pren­dí que él no era adic­to a mis cere­mo­nias pri­mi­ti­vas y que cono­cía mucho mejor que yo a per­so­nas que yo veía más a menudo.

Hace poco con­té, a pro­pó­si­to de una can­ción de mi ulti­mo dis­co, la espe­cial cir­cuns­tan­cia de haber toma­do un vue­lo en el que sólo iba otro pasa­je­ro. Era has­ta Méxi­co, con esca­la en Can­cún. Aque­lla tar­de los cie­los esta­ban car­ga­dos de oscu­ri­da­des y nues­tra sole­dad com­par­ti­da, entre tan­tos asien­tos vacíos, pro­pi­ció el acer­ca­mien­to. En aquel avión, que daba tum­bos y bajo­nes, el escri­tor me iba expli­can­do –con una sere­ni­dad incon­ce­bi­ble– que a veces se le ocu­rrían ideas que no daban para nove­las o cuen­tos, y que posi­ble­men­te eran can­cio­nes. En todo momen­to fui cons­cien­te de la fata­li­dad de que aquel encuen­tro ocu­rrie­ra en cir­cuns­tan­cias tan adver­sas, por­que los ince­san­tes sobre­sal­tos no me per­mi­tían estar todo lo aten­to que desea­ba. Lue­go, en Can­cún, se lle­nó el avión, los cie­los se apla­ca­ron y el via­je dejó el mis­te­rio atrás, sien­do menos pro­pi­cio, aun­que yo me des­pe­dí dicien­do que iba a tra­tar de dar­le taller a algu­nas de las ideas –a veces relam­pa­guean­tes– que tuve la suer­te de escu­char. En un terri­ble hotel de Pana­má hice un pri­mer acer­ca­mien­to que se per­dió en la bru­ma, y sólo hace muy poco logré orga­ni­zar algo cantable.

Cier­ta vez estu­ve una noche en su casa del DF y, a la hora de irnos, com­pro­ba­mos que fal­ta­ba el carro en que había­mos lle­ga­do. Bue­na par­te de aque­lla madru­ga­da la pasó con noso­tros en la comi­sa­ría, pres­tan­do decla­ra­cio­nes y tra­tan­do de ayu­dar­nos. Otra noche, hace no mucho, fui­mos al bar de una seño­ra lla­ma­da Mar­ga­ri­ta, lleno de cari­ca­tu­ras, don­de Sabi­na hacía gala de los tan­tos corri­dos y ran­che­ras que se sabe. La últi­ma vez que fui­mos a su casa car­gó a Mal­va en la puer­ta de despedida.

Dejo cons­tan­cia que la úni­ca vez que visi­té la her­mo­sa Car­ta­ge­na de Indias fue gra­cias a él, que me reco­men­dó al Fes­ti­val de Cine como jura­do. Ni antes ni des­pués he vuel­to a entrar a un Casino. Aquel era pro­pie­dad de un ami­go, señor que ama­ble­men­te nos rega­ló unas fichas para que pro­bá­ra­mos suer­te en la rule­ta. Yo le seguía las manos al dea­ler, a ver si las ocul­ta­ba bajo la mesa para apre­tar algún botón. Pero el hom­bre daba un res­pe­tuo­so paso atrás, cada vez que la rue­da de la for­tu­na empe­za­ba a dete­ner­se, qui­zá leyén­do­me la men­te. Vien­do lo rápi­do que dila­pi­dé mi capi­tal, el escri­tor, de un blan­co impe­ca­ble, se par­tía de la risa.

Voy a con­ser­var­lo así, son­rien­te, gozan­do de la vida, a lo mejor en la volu­ta de una idea que la inson­da­ble alqui­mia de su talen­to deja­rá en una ínfi­ma rese­ña, algo que ni siquie­ra lle­ga­rá a ser can­ción: aca­so un insec­to posa­do en un man­tel, la pin­tu­ra vahí­da de un bote sur­can­do el río Mag­da­le­na, la nota diso­nan­te de un tris­te amo­la­dor de tije­ras. Segu­ro así me sen­ti­ré algui­to menos huérfano.

(Toma­do del blog Segun­da Cita)

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