Bertolt Brecht, en su novela Los negocios del señor Julio César, describe con aterradora exactitud la relación entre la expansión imperial romana y la decadencia de la República. “Después de cada nueva campaña había en Roma concursos y quiebras ‑afirmaba-. Cada victoria del ejército era una derrota de la Ciudad. Los triunfos de los generales eran triunfos sobre el pueblo… El sistema estaba corrompido hasta sus cimientos”.
Pero ya se sabe: quien lea hoy la prensa matutina no encontrará nada parecido. Más bien recibirá efluvios de una sensación de que vivimos en el mejor de los mundos, como se empeñaba en creer el Cándido de Voltaire. El capitalismo no sólo ha logrado el milagro de que víctimas y verdugos a veces piensen de manera similar, sino también de que la expresión exterior de sus crisis pase como fenómenos aislados, carentes de relación con las bases y esencias profundas del sistema.
También se sabe: si hay desempleo, quiebras y saltan por los aires los programas sociales; si la inseguridad ciudadana y la corrupción política ascienden como mareas pestilentes; si se invaden países para derrocar regímenes “hostiles” y se quema la Biblioteca Nacional de Iraq; si los cárteles de la droga rompen el monopolio de la violencia de los Estados y les van ganando la guerra; si las elites haitianas toman seráficamente el sol en los hoteles lujosos de las playas de Punta Cana, República Dominicana, en vez de compartir la reconstrucción del país que han saqueado por décadas junto a los intereses foráneos, nada de eso se deberá asociar, so pena de excomunión mayor, con el sistema en cuyo marco sucede. Porque ya se sabe de sobra: el capitalismo es impoluto y tan inocente como un nonato. Y si algún empecinado insiste en llegar al fondo, para que pueda saciar sus ansias de justicia ahí están Tiger Wood y sus infidelidades matrimoniales. O los resultados del fútbol, el nuevo videoclip de Lady Gaga, las “revelaciones” de que Lincoln era gay, o que Ricky Martin lo acaba de confesar.
La invisibilización de lo crudo, la desconexión entre causas y efectos y la carnavalización de la realidad son las herramientas más acabadas con que el capitalismo se defiende de sí mismo. O al menos de aquellos radicales que no se contentan con los jirones que se ofrecen y van a las raíces. Que eso y no otra cosa es ser radical, al recto decir de José Martí.
El día en que, rebasando los espejismos de la prensa clientelar, logremos recomponer la dialéctica del conocimiento del mundo en que vivimos y rescatar el pensamiento crítico de las mazmorras a las que ha sido condenado; el día en que podamos derrotar a los astutos organizadores del olvido histórico y regresar a la senda extraviada de los análisis integrales, ese día empezará la agonía definitiva del capitalismo. Porque también se sabe que sin teoría revolucionaria, como dijo Lenin, no habrá revolución. Mucho menos sin calar en las entretelas ocultas de la sociedad que nos rodea.
Y habrá que empezar de nuevo, tantas veces como sea necesario.
Capitalismo para aprendices
Más allá de las luces deslumbrantes de los malls ‑una vez que hayamos logrado liberarnos de la telaraña con que las modelos perfectas y los famosos nos atan a la nada‑, nos toparemos con un continente llamado realidad. Allí es donde mora el capitalismo real. En ese vasto territorio a medio camino entre la esquizofrenia y la vesania, es donde se comercia con todo lo humano y lo divino, se rinde culto a los triunfadores, se azuzan los apetitos más bajos, y se refocilan los canallas que posan en Forbes tras aconsejarnos cómo explotar y robar con elegancia y sin compasión.
Allí, por ejemplo, no habrá piedad para las mujeres traídas de Rusia o Tailandia, esclavas sexuales con una vida útil de apenas cinco años, tras la cual se les desecha como a muñecas gastadas. Allí se encontrará que si todo lo que tiene mercado merece ser vendido, no habrá repugnancia a la hora de asesinar niños para comercializar sus órganos y hacer felices a los padres que puedan pagar un trasplante a sus hijos. Allí morirás si no tienes seguro médico o estarás condenado a la vida de la peonada, si no tienes el dinero para pagarte los estudios. Allí muchos abogados y jueces son vampiros prevaricadores, los médicos recetan medicinas inocuas y prolongan tratamientos esquilmadores, los policías son sicarios impunes que acribillan a los rateros y camuflan las ejecuciones como “intercambio de disparos” y los generales juegan con misiles y aviones no tripulados que se ceban en las bodas y las reuniones familiares en Afganistán, fuente inagotable de “bajas colaterales”.
En ese mundo frenético y palpitante, desgarrador e impío que jamás nos muestra la CNN, es donde se transparenta el sistema. Es allí donde muestra su verdadera decrepitud disimulada con pasarelas y artilugios rutilantes. Es en esa enorme y despiadada extensión donde se le conoce y se le sorprende en un atisbo de involuntaria sinceridad. “El capitalismo vino al mundo chorreando sangre y lodo por los poros”, sentenció Marx: esas palabras podrían haber sido pronunciadas ayer.
Un manual provisional para principiantes señalaría aquellas aristas de la realidad que permiten vislumbrar el fondo del abismo que lleva a las entrañas del sistema. Veamos dos ejemplos recientes:
En Arizona se aprobó una ley que criminaliza a los inmigrantes ilegales que barren las calles, recogen las cosechas en el campo y cuidan a los ancianos olvidados por sus familiares. También se eliminan los programas multiculturales y se despide a los maestros que tengan un acento extranjero demasiado fuerte. ¿Se trata de una aberración local o tiene que ver con un sistema que ha hecho del libre mercado su fetiche, pero que jamás ha permitido de buena gana los flujos laborales libres desde países subdesarrollados? ¿Acaso para evitar estos últimos no ha inventado la relocalización de las industrias y las maquilas?
Al estallar un escándalo por las estafas del banco de inversiones Goldman Sachs saltó al estrellato el nombre de Fabrice Tourre, un banquero de apenas 31 años, graduado en la Ecole Central de París, y en la Universidad de Stanford. El “Fabulous Fab”, como firmaba en un correo electrónico de enero de 2007, ya reconocía la “inestabilidad creciente del sistema, y que todo el edificio está a punto de colapsar”. “Monstruosidad”, llamaba al esquema de estafa que le reportaba casi dos millones de dólares de ganancias anuales. Las pérdidas sufridas por el resto de los mortales superan la idénticamente fabulosa cifra de 665 millones de dólares.
En la audiencia del Comité de Investigaciones Permanentes del Senado, donde se interrogó a un glamurosamente vestido “Fabulous Fab”, el senador Carl Levin condenó a Goldman Sach y a otros grandes bancos por estar “envenenando, por contaminación, la corriente del río”. Pero, ¿acaso se trata de un flujo que haya estado alguna vez transparente y limpio? ¿Es el avispado “Fabulous Fab” una excrecencia del sistema, un desvío de su curso natural, o por el contrario, su fruto típico y quizás, más sincero; su consecuencia inevitable?
En el diario digital británico Mailonline, del 19 de abril, escribió al respecto “Ms London”, un lector descreído, impertinente quizás, uno de esos tan odiados radicales: “¿Se sienten molestos y ultrajados? Para los no familiarizados con tales procesos, adelanto la manera en que todo concluirá: Goldman contratará a los mejores abogados en la historia del universo… Hará una declaración pública de ‘vigorosa defensa’ mientras negocia un acuerdo secreto, que incluirá un gran cheque y, quizás, el sacrificio de ‘Fabulous Fab’… Después de firmado el cheque, Goldman se declarará inocente y la Casa Blanca cantará victoria… Dado este resultado, ninguno de nosotros estará más seguro ni mejor empleado… Los abogados se compararán sus Maseratis y casas para vacacionar… En tres años, ‘Fabulous Fab’ lanzará su propio fondo de inversiones. Al día siguiente, el sol saldrá, como siempre”.
En efecto, a pesar de Goldman Sach y de la estafa de turno, el sol saldrá, pero también crecerá la angustiosa sensación de que estamos expuestos a la intemperie; crecerá ese escozor moral inexplicable pero vívido a través del cual presentimos la tormenta que se nos viene encima.
Socialismo o fabulosa barbarie
El socialismo ha sido combatido con extrema saña por el capitalismo y sus epígonos, precisamente porque es eficaz y viable. De no serlo, la Humanidad habría economizado océanos de tinta propagandística, las cárceles habrían estado menos pobladas y luchar por un mundo justo y sin explotación no habría figurado entre las causas principales de muerte en el siglo XX, especialmente en América Latina. No escapa a nadie que en el caso cubano, por ejemplo, la irreconciliable posición estadounidense hacia el Gobierno revolucionario y hacia la sociedad socialista en su conjunto, es un conjuro para evitar su consolidación y extensión por la región. Más que de un caso de hostilidad geopolítica, estamos en presencia del castigo imperial contra los que osaron desafiarlo y demostrar que hay vida tras la derrota del capital rampante.
Mientras en el país capitalista más poderoso del planeta se acaba de aprobar una tímida reforma sanitaria que no garantiza el acceso a la salud a todos sus habitantes, en la pequeña y bloqueada Cuba ese derecho se garantizó hace más de medio siglo. Hoy, como recordaba Fidel Castro en una de sus “Reflexiones”, citando a dos profesores de la Universidad de Stanford, la esperanza de vida en la isla es de 78,6 años, se tiene el mayor índice per cápita de médicos y la menor tasa de mortalidad infantil, en comparación con el resto de los países latinoamericanos y caribeños. No hay nada milagroso en ello: eso, precisamente, es el socialismo.
En el estudio de los logros del socialismo, como sistema, opera la lógica opuesta a la que permite al capitalismo balcanizar y mediatizar el análisis crítico de sus derrotas y defectos. Si hay una buena asistencia de salud en Cuba, no se explicará jamás como resultado de la consecuente aplicación de políticas socialistas, basadas en formas de propiedad a favor de los trabajadores y las mayorías. Para Cuba, como para otros países empeñados en construir alternativas al modelo capitalista, los logros no serán jamás socialistas, pero los errores y derrotas, sí. Y a la hora de proponer remedios a los males, siempre aparecerá la panacea de los ajustes neoliberales, los llamados a renunciar a las utopías y sueños redentores, a reintegrarse mansamente al redil y ser debidamente castigado por el extravío.
El socialismo, a diferencia del capitalismo, es un sistema joven y potencialmente creador. Viene de regreso de una tormentosa infancia signada por el acoso implacable de sus enemigos y las enfermedades por las que atravesó, tan costosas a su propia causa. Pero aún no ha dicho su palabra definitiva; aún aportará a la Humanidad una salida verdaderamente humana a muchos de sus problemas. América Latina está demostrando que no se trata de un sistema decrépito, sino vivo. Y el término ha regresado al debate cultural y de ideas en Estados Unidos, de la mano del odio ultramontano de los neoconservadores al gobierno de Obama.
Los socialistas sabemos que muchos de los lastres de nuestra causa se deben no al exceso de socialismo en las políticas aplicadas, sino a su defecto; a la falta de audacia intelectual y práctica que nos ha hecho entregar banderas de combate como la libertad y la democracia, el cambio y la renovación permanente, a quienes en conciencia las aborrecen. Es hora de presentar batalla. Batalla de verdad. Es hora de romper el cerco estrecho. O seguiremos condenados hasta la eternidad a la fabulosa dictadura capitalista del “Fabulous Fab” de turno.