Por David Ignacio Martí
Desde el 22 de febrero se ha hecho recurrente en los medios de prensa cubanos el término Guerra No Convencional.
Ese día, en el discurso de clausura del XX Congreso de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC), el General de Ejército Raúl Castro Ruz hizo referencia a las analogías que podían encontrarse en los manuales de Guerra No Convencional de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, con los métodos aplicados por el imperialismo “en varios países de nuestra región latinoamericana y caribeña, como hoy sucede en Venezuela” y, con matices similares, en otros continentes.
Un concepto de ayer
Como expresó el Presidente cubano, la Guerra No Convencional está refrendada en varios documentos doctrinales del gobierno de los Estados Unidos, por cierto, desde hace mucho tiempo.
Se trata de un término acuñado así, y que ha formado parte del cuerpo conceptual de las fuerzas armadas estadounidenses desde finales de la Segunda Guerra Mundial; primero como Operaciones de Guerrillas y desde la década de los cincuenta con la denominación que hoy se conoce.
No se trata de una invención reciente. La Circular de Entrenamiento 18 – 01 del Ejército de los Estados Unidos, a la que también hiciera referencia el mandatario de la Isla, y uno de los principales documentos doctrinales norteamericanos sobre este tipo de operaciones militares, recoge en su acápite preambular un pronunciamiento del expresidente John F. Kennedy, en 1962, que no deja margen a equívocos:
“Hay otro tipo de guerra ‑nueva en intensidad, antigua en su origen – : la Guerra de Guerrillas, subversiva, de insurgentes, de asesinatos; una guerra de emboscadas, en vez de combates, de infiltración en vez de agresión, que busca la victoria mediante la degradación y el agotamiento del enemigo en vez de enfrentarlo. Se aprovecha de los disturbios”.
Durante el período de la llamada Guerra Fría, el mando militar de EE.UU. desarrolló campañas de Guerra No Convencional para tratar de lograr sus objetivos estratégicos sin arriesgarse a una guerra generalizada con la Unión Soviética.
De hecho, Cuba no fue ajena a las pretensiones norteamericanas de hacer colapsar por esta vía a la Revolución. Arquetipos de esta forma de agresión en nuestra propia tierra fueron la fracasada invasión mercenaria por Playa Girón, de la que por estos días se cumplen 53 años, y más tarde la denominada Operación Mangosta, plan macabro del imperio para implosionar el país y su Revolución “desde dentro”. Similar “receta” se había aplicado ya en América Latina en 1954, para derrocar en Guatemala al presidente Jacobo Arbenz.
¿Cómo llegó hasta aquí?
En agosto de 1990, el entonces presidente George H. W. Bush aprobó la participación de más de medio millón de efectivos en la operación militar para revertir la ocupación de Kuwait por Iraq. Aquella guerra se libró bajo el concepto de “fuerza abrumadora”, que suponía “avasallar” al adversario a la usanza tradicional, es decir, imponiéndole una superioridad absoluta en fuerzas, medios y tecnología. EE.UU. alardeaba así de su condición de única superpotencia militar de la era unipolar.
La dramática experiencia de la Batalla de Mogadiscio en octubre de 1993, fue un recordatorio para los yanquis de los peligros inherentes al combate terrestre en condiciones irregulares, incluso, en un país extremadamente pobre como Somalia.
A partir de ese momento se limitaron, en los años subsiguientes, a la realización de campañas aéreas: en Bosnia-Herzegovina en 1995; contra Iraq en 1998; y contra Yugoslavia, en 1999. En ese período EE.UU. lanzó igualmente varios golpes limitados contra Iraq, Sudán y Afganistán.
Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 derivaron en la invasión y ocupación de Afganistán, y dos años más tarde, de Iraq. En esas guerras primaron conceptos como los de Golpe Preventivo, Cambio de Régimen, Operaciones Rápidas y Decisivas, Choque y Pavor, que de forma general se traducían en lo que se conoció como “poderío superior”, basado más en la explotación conjunta de las capacidades de cada componente de sus fuerzas armadas, que en la cantidad de fuerzas y medios involucrados. Se sustentaba, además, en la superioridad en el campo de la información y la maniobra rápida; así como en las ventajas tecnológicas, que le aseguraban realizar campañas militares tecnológicas “sin contacto de fuerzas”, y por tanto sin arriesgar vidas y recursos.
Por primera vez en Afganistán, las Fuerzas de Operaciones Especiales ocuparon un lugar preponderante en una campaña bélica. Precisamente allí, durante la “estabilización” (pacificación) de ese país centroasiático, Estados Unidos quedó empantanado en sangrientos conflictos irregulares, que pusieron de manifiesto las vulnerabilidades de sus fuerzas armadas para ese tipo de guerra.
Las consecuencias de la guerra de Afganistán produjeron un viraje en el enfoque técnico-militar estratégico y doctrinal de la guerra desde la perspectiva norteamericana, de tal manera que, en diciembre de 2008, el entonces Secretario de Defensa Robert Gates afirmó:
“Es improbable que en algún momento cercano EE.UU. repita otro Iraq y Afganistán, es decir, un cambio forzado de régimen seguido de la construcción de la nación bajo el fuego”.
La primavera árabe para EEUU
La llamada “Primavera Árabe” se erigió, desde finales de 2010, en fuente de conclusiones estratégicas, tanto en el orden político como militar para Estados Unidos.
Personeros de la administración Obama expresaron que “el hecho de que sean los libios los que se dirigen a Trípoli, no solo proporciona una base de legitimidad, sino también un contraste con las situaciones en las que un gobierno extranjero es el que ocupa”.
Sin hacer alusión al decisivo apoyo militar directo que prestaban a las bandas armadas de la oposición, funcionarios del Pentágono dijeron que era “más legítimo y efectivo” que el cambio de gobierno en Libia “lo llevara a cabo un movimiento político interno, y no EE.UU. u otras potencias extranjeras”.
Luego, concluida la agresión con el apresamiento y asesinato del líder libio, voceros de la Casa Blanca “certificaron” que ello había sido una muestra de que “el enfoque multilateral y con un despliegue mínimo de fuerzas empleado por la Administración Obama para el cambio de régimen, es más efectivo que el despliegue de gran cantidad de soldados que utilizó la administración Bush para invadir, ocupar y pacificar a Iraq y Afganistán”.
El 22 de octubre de 2011, el propio Obama expuso que “la muerte de Muammar al Gaddafi mostró que nuestro papel en la protección del pueblo libio y nuestra ayuda para librarse de un tirano, fue hecho de forma correcta […] sin poner un sólo miembro de las fuerzas de EE.UU. en el terreno hemos alcanzado nuestros objetivos”.
Junto con este “aval” otorgado por la agresión a Libia, según el cual Estados Unidos, mediante un esfuerzo de Guerra No Convencional puede alcanzar sus objetivos político-militares estratégicos “sin poner un sólo miembro de sus fuerzas armadas en el terreno”, se manifiestan, al menos, otras dos realidades objetivas.
Primero; el curso decadente de la economía norteamericana les ha obligado a introducir importantes reducciones en su aparato militar y en el presupuesto de defensa, que inevitablemente seguirán produciéndose en el futuro previsible.
Ello implica que, en el orden técnico-militar, Estados Unidos no dispone –ni dispondrá– de suficientes recursos que le son imprescindibles para las operaciones militares masivas y prolongadas, bajo el esquema clásico de las guerras convencionales.
Segundo; las consecuencias técnico-militares, sociales y psicológicas derivadas de las guerras en Afganistán e Iraq han generado un efecto contraproducente interno en la sociedad norteamericana, que tardará –quizás décadas– en revertirse, y que virtualmente les impide reiterar modalidades de agresión militar que incluyan grandes operaciones convencionales, ocupaciones y posteriores “estabilizaciones” de países ocupados.
David Ignacio Martí