Pales­ti­na- Luis Brit­to Garcia

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Arre­me­ten tan­ques que dis­pa­ran silen­cios. Dejan heri­das sin ala­ri­do, muer­tes sin solidaridad.

Sobre­vue­lan avio­nes que bom­bar­dean calum­nias. Cae­mos tergiversados.

Arre­me­te la cor­ti­na de fue­go de racis­mo. Somos lim­pia­dos étni­ca­men­te sin man­char a los asesinos.

Obu­ses dis­pa­ran gra­na­das de hipo­cre­sía. Mori­mos eufemizados.

Arre­me­ten tan­ques que dis­pa­ran silen­cios. Dejan heri­das sin ala­ri­do, muer­tes sin solidaridad.

Zum­ban dro­nes de indi­fe­ren­cia. Como mos­cas cae­mos víc­ti­mas de la apatía

Dis­pa­ran ame­tra­lla­do­ras de insen­si­bi­li­dad. Ago­ni­za­mos acri­bi­lla­dos de desprecio.

Esta­llan armas de des­truc­ción masi­va de la con­cien­cia. Somos arra­sa­dos sin que que­de tra­za de remordimientos.

Cru­zan pro­yec­ti­les de com­pli­ci­dad. Al esta­llar disuel­ven toda huma­ni­dad pre­ser­van­do ape­nas com­po­nen­das entre verdugos.

Des­de los cua­tro hori­zon­tes nos aho­gan gases de olvi­do. Ya no recor­da­mos qué pue­blos caye­ron antes que el nues­tro bajo idén­ti­cas armas, igual agonía.

SUPERMERCADO

Com­pras el seduc­tor cos­mé­ti­co con el nom­bre del amor y finan­cias los detec­to­res elec­tró­ni­cos que prohí­ben al luga­re­ño el acce­so a su pro­pia tierra.

Con el lápiz de labios que te untas con­tri­bu­yes a la inci­ne­ra­ción de los enamorados.

Un ins­tan­te te detie­nes ante los mos­tra­do­res de comi­da rápi­da cuyas regis­tra­do­ras pagan la muer­te acelerada.

Sor­bes el refres­co gaseo­so, y con las bur­bu­jas que revien­tan pagas bom­bas que esta­llan con­tra tus hermanos.

Com­pras la gus­to­sa sal­sa para tus car­bohi­dra­tos y con ella finan­cias la ter­mi­ta que hier­ve la san­gre de tu prójimo.

En la sec­ción de modas eli­ges tra­pos que te cubri­rán ela­bo­ra­dos por las empre­sas que tra­ba­jan en dejar sin piel al congénere.

En la vitri­na lla­ma­ti­va están las len­ce­rías eró­ti­cas cuyo pre­cio se tra­du­ce en mor­ta­jas de fós­fo­ro ardien­te, los acei­tes para bebés cuyos rédi­tos adqui­ri­rán la gaso­li­na gela­ti­no­sa con­tra las escuelas.

Esti­mu­la la com­pra el aire acon­di­cio­na­do que paga tor­men­tas de fue­go que cal­ci­nan villo­rrios arras­tran­do pár­pa­dos hacia las alturas.

Adquie­res el chip cuyas uti­li­da­des cos­tean el ficha­je de opri­mi­dos, las redes de comu­ni­ca­ción de inva­so­res, los deto­na­do­res de las bombas.

Te lle­vas la impre­so­ra con cuyo pre­cio ali­men­tas la cons­truc­ción de muros para ence­rrar huma­nos como fieras.

El cen­ta­vo que pagas por la frus­le­ría que no nece­si­tas per­fo­ra la fren­te del huér­fano y el vien­tre de la madre.

Esgri­mes la tar­je­ta de cré­di­to que per­te­ne­ce al ban­co que per­te­ne­ce a la tras­na­cio­nal que per­te­ne­ce al mega­gru­po que per­te­ne­ce al mono­po­lio que finan­cia obu­ses de esquir­las, bom­bas incen­dia­rias, pro­yec­ti­les inte­li­gen­tes que inci­ne­ran a tu prójimo.

Más allá ven­den vís­ce­ras, tiras de piel, blu­sas deco­ra­das con uñas, colla­res de hue­so de los niños inmolados.

La máqui­na des­odo­ri­za­do­ra borra la putre­fac­ción de todo lo que com­pras, lo que finan­cias, lo que consumes.

NO PREGUNTES

Nin­gún hom­bre es una isla –decía John Don­ne- no pre­gun­tes por quién doblan las cam­pa­nas, que están doblan­do por ti.

No supon­gas que el geno­ci­dio avan­za sobre Gaza por­que bajo su mar hay hidro­car­bu­ros –bajo la tie­rra que pisas siem­pre algo jus­ti­fi­ca­rá que seas con­ver­ti­do en pol­vo y espar­ci­do por los con­fi­nes del mundo.

No inquie­ras si la gue­rra fun­cio­na para la eco­no­mía o la eco­no­mía para la gue­rra –en la fabri­ca­ción del fós­fo­ro que arra­sa­rá tu piel está ins­cri­to el tan­to por cien­to de los bene­fi­cios y la tasa de desin­te­rés que cal­ci­na­rá tus huesos.

No inda­gues si sólo la supe­rio­ri­dad racial da dere­cho a exter­mi­nar o si sólo exter­mi­nar prue­ba la supe­rio­ri­dad racial –el tono de tu piel y la sali­ni­dad de tus lágri­mas es la con­de­na que eje­cu­ta­rá quien nece­si­te robar tu tie­rra y el aire que respiras.

No cal­cu­les si tu úni­co pla­cer que es engen­drar hijos para el sufri­mien­to ter­mi­na­rá por ven­cer a quie­nes por no sufrir no engendran.

No inte­rro­gues si el gigan­te es invul­ne­ra­ble o si la His­to­ria es el recuen­to de los gigan­tes que caen –dis­pa­ra el gui­ja­rro con tu hon­da ensan­gren­ta­da y espera.

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