Si uno fuera elucubrador de la Kabbalah y del Zohar, o adicto a la numerología pitagórica creería que las 111 herrikos cerradas y las condenas de años a militantes vascos corresponden más a fuerzas mistéricas y esótericas solo interpretables mediante el estudio del orden oculto en los números, que a la lógica del sistema represivo español. Si uno fuera seguidor del secreto del Islam creería que es el Sura 111 el que mejor explica el determinismo divino del «Perezcan» aplicado a Euskal Herria; y si uno fuese fanático de la Thule nazi se alegraría del retorno del HE 111 contra los rojo-separatistas vascos, del mismo modo que si creyese en los oráculos nigromantes, que todas las mañanas consultaban el presidente norteamericano Reagan y su esposa Nancy, interpretaría que el destino ha creado 111 energías blancas contra otras tantas energías negras del mal vasco. Pero uno no cree en nada de esto porque es ateo comunista. También es por esto último que uno ve como tremendamente superficiales las interpretaciones que reducen el cierre de 111 locales y la represión consiguiente a un simple expolio, botín y saqueo de riqueza material y cultural acumulada durante decenios y que servía, entre otras cosas, para mostrar una tenue prefiguración de la Euskal Herria futura que la izquierda abertzale ofrece a su pueblo.
Volviendo a la realidad, el cierre de 111 locales populares es parte de la larga y sistemática lucha del Estado de la clase burguesa contra la autoorganización popular y de las izquierdas desde la mitad del siglo XIX. No es una agresión nueva y excepcional, sino recurrente en la historia de la lucha de las clases y de los pueblos explotados. Tampoco es algo nuevo en nuestra historia de resistencia nacional de clase contra el imperialismo franco-español. Poco tiempo después de la primera industrialización en Inglaterra, empezaron a florecer toda serie de locales sociales, populares y obreros para facilitar la formación cultural, política y ética de las masas empobrecidas e incultas; el metodismo cristiano jugó un gran papel en esta primera fase tan bien descrita por Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra. Con más o memos rapidez todas las jóvenes clases trabajadoras que empezaron a formarse siguieron los mismos pasos que su hermana inglesa en lo que concierne a la autoorganización en sedes, clubs, ateneos, casas populares, centros, cooperativas y un largo etcétera. Las diversas corrientes del socialismo utópico reformista, del anarquismo, del comunismo utópico, del cartismo, de la socialdemocracia y del marxismo, prestaron mucha atención al impulso de estos locales y a las formas de pregonar sus respectivas ideas dentro de estas amplias redes sociales de la época, llegando el momento en que cada corriente sociopolítica organizaba las suyas propias.
Desde su origen, una de las preocupaciones obsesivas de los Estados fue debilitar estos locales o cerrarlos a la brava, asaltándolos. La joven clase obrera de las Américas, de Argentina a Canadá, puede darnos muchas lecciones al respecto. Pero además de la represión en todas sus formas, bien pronto la burguesía tuvo el inestimable apoyo de las Iglesias cristianas, de los movimientos filantrópicos y caritativos que se lanzaron a abrir locales destinados a contrarrestar la eficacia de la autoorganización obrera y popular. Podríamos delimitar a grandes rasgos tres fases en este enfrentamiento permanente e inevitable: una, el que va de la mitad del siglo XIX a 1917, en el que el capitalismo todavía confiaba en su democracia para integrar al movimiento obrero y popular, machacando a sus sectores más resistentes; otra, la abierta en 1917 y agravada con la crisis de 1929 en la que el fascismo llena los vacíos de la represión «democrática»; y, la actual, la iniciada con el neoliberalismo en 1973 y que se intensifica desde 2001 y 2007, en la que el asalto definitivo del capital contra el trabajo y contra la naturaleza, que es lo mismo, exige el arrasamiento de toda autoorganización y también la renuncia de la Carta de los Derechos Humanos de 1948 y sobre todo de su Preámbulo porque recoger el derecho a la rebelión contra la opresión y la injusticia: la derecha más reaccionaria, como la británica, maquina argumentos para anular los derechos humanos, a la vez que Estados Unidos dirige el ataque imperialista contra la Oficina de los Derechos Humanos de la ONU. Autoorganización popular y derechos humanos socialistas forman una unidad opuesta irreconciliablemente a la unidad formada por la explotación asalariada y los derechos humanos burgueses. Aquí está el verdadero el origen radical de la clausura de las 111 herrikos y de los años de cárcel.
Herrikos, gaztetxes, radios y televisiones libres y redes informáticas, como antaño casas del pueblo y ateneos libertarios o batzokis de la década de los años 30, o «tabernas» irlandesas, como casals independentistas actuales, como centros barriales de ayuda mutua, como viviendas, tierras, fábricas, talleres, escuelas y hospitales recuperados y socializados en forma de cooperativa o de autogestión, como comunas de finales de los años 60 y de los años 70 del siglo pasado…, estas y otras muchas prácticas populares con sus lógicas diferencias, forman parte de un proceso más amplio y complejo inseparable de los altibajos, vaivenes, derrotas y resistencias de las clases y naciones oprimidas; formas que van variando al calor de las transformaciones acaecidas en los pueblos trabajadores pero que aún así y por ello mismo mantienen una identidad sustantiva desde finales del siglo XVIII odiada a muerte por la civilización del capital. Son espacios físicos y morales construidos por la libertad concreta que buscan dejar de ser islas para conectarse como archipiélagos dentro del gélido océano capitalista. Buscan prefigurar en lo posible mínimos esenciales del futuro en el presente: tomar conciencia nacional de clase; aprender a vivir sin depender de la «figura del Amo» y de su dinero y protección; crear cultura libre en tanto que la cultura es la producción y organización colectiva de los valores de uso; crear y emplear la lengua nacional en tanto que la lengua es el ser comunal que habla por sí mismo; recuperar los bienes comunes y colectivos que en tanto que lo son forman parte a su vez de esa lengua comunal y de esa cultura como valor de uso; luchar contra las opresiones y sus violencias extremas, terroristas, como la patriarcal, la racista y nacional, y la asalariada; facilitar la educación afectiva, emocional y polisexual en un capitalismo odioso que lo ha mercantilizado todo; crear espacios que aceleren la emancipación juvenil del poder adulto; experimentar formas de intercambio no mercantilizado, justo y equitativo; aprender colectivamente a pensar de manera radical y dialéctica. La lista es prácticamente inagotable.
Frecuentemente es verdad el tópico de que hasta que no perdemos o nos quitan una cosa, hasta entonces no nos damos cuenta de su valor intrínseco. Durante los últimos lustros muchas de las herrikos habían ido perdiendo esa vital, sana e imprescindible radicalidad independentista y socialista que les caracterizó y dio fuerza y vigor en su comienzo. Desde su aparición fueron objeto de represiones sutiles y descaradas, boicoteos y cercos legales, silencios administrativos, calumnias de prensa y guerra psicológica, dándose un salto con los ataques fascistas de 1997 y en la apertura en 2002 del sumario que ahora se ha materializado cumpliendo una vez más la lógica exterminadora que identifica a todo Estado: impedir a cualquier precio que se realice la dinámica que va del contrapoder al poder popular mediante la autoorganización y la independencia socialista de la nación trabajadora, del pueblo militante, según la feliz expresión de K. Nkrumah.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 1 de agosto de 2014