El presidente de EEUU, Barack Obama
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«Los trabajadores indocumentados que han infringido nuestras leyes de inmigración deben figurar en una lista especial. Entre ellos hay algunos que pueden ser peligrosos. Forman una pequeña minoría, pero hay que tenerlos en cuenta. Y es por eso que las deportaciones de criminales durante los seis últimos años subieron hasta el 80%. Vamos a seguir centrando nuestros recursos en lo que en realidad es una amenaza para nuestra seguridad. En los delincuentes, no en las familias. En las pandillas, no en los padres que trabajan duro para que sus hijos tengan una vida mejor. Pero incluso…», estaba diciendo el mandatario en el Centro Copérnico de Chicago, donde promovía el plan de inmigración que aprobó sin el respaldo del Congreso, una medida que protege a los progenitores de los ciudadanos y residentes legales permanentes de EE.UU. y que libera de la amenaza de la deportación a unos 4,7 millones de inmigrantes.
Fue en ese momento cuando la paciencia de los activistas que estaban presentes en la sala se agotó. «¡Disculpe, señor presidente, pero eso es mentira!», gritó una joven, levantándose de su asiento y sosteniendo en las manos un cartel que rezaba “Stop Deportations Now” (“detengan ahora mismo las deportaciones”). Otras tres mujeres no tardaron en seguir su ejemplo exclamando: «¡Ni uno más!», «¡Detenga las deportaciones!» y «No hay justicia», entre otras proclamas.
Ante la incesante protesta de las activistas, Obama aseguró que «había oído sus opiniones», pero que no podría conversar con cada uno de ellas en separado, sin analizar más los reproches. Retomó su discurso para decir que EE.UU. es una nación que «encuentra la manera de darles la bienvenida [a los inmigrantes] como seres humanos y de aprovechar sus talentos para crear un futuro brillante para todos» y aseguró que el país no expulsa «a los soñadores que quieren ganarse su propia parte del sueño americano».