Hace poco, en un congreso sobre la batalla del Ebro, coincidimos Quique Lister y yo con un camarada alemán. Lister y el alemán se conocían ya; se dieron un abrazo y se largaron al bar a tomar unas cervezas, cuando vi que hablaban en ruso fluido, me dije que aquello iba a ser interesante. Resultó que el alemán era sociólogo —como yo— y que era hombre con una solida formación. Y no solo era sociólogo, también era un coronel de la Stasi retirado (obviamente). ¿Veis por donde voy? Así que al cabo de unas cuantas horas de charla aquel fin de semana del congreso, entre acto y acto y esas cosas, se me iban acumulando las preguntas. Nuestro camarada era un gran tipo, tan serio como divertido, tan discreto como hablador, con un extraordinario dominio de sí mismo, se explicaba muy bien y tenía mucho que decir. Su mirada había visto muchas cosas. Así que saqué el tema.
—Hans —le dije— dinos, ¿qué pasó? ¿No se pudo evitar?
El camarada alemán me miró a los ojos, se lo pensó unos segundos y me soltó lo siguiente:
«Claro que se pudo evitar, Pedro, claro que sí. Se pudo haber salvado el socialismo y la república. Políticamente existía voluntad y había base de apoyos popular suficiente para aguantar, no os creáis la propaganda. Y nosotros teníamos planes de contingencia para prácticamente todas las situaciones, pero se nos frenó una y otra vez, vamos, que se ordenó dejar hacer».
—«Entonces —insisto — , ¿Qué pasó?
—«Pues que lo teníamos previsto todo menos una cosa. Que nos traicionase la Unión Soviética».