Es medio día del caluroso 17 de diciembre de 1830 en Santa Marta, el sol irradia sus resplandores brutales sobre las aguas rebeldes de la bahía. Hay una hacienda y en la hacienda un casa y en la casa varias alcobas y en la principal agoniza Simón Bolívar. Mira el horizonte radiante y distingue el perfil azul del Caribe, imagina ver la silueta de Cuba y Puerto Rico, aún en poder español. Recuerda a República Dominicana, la isla que le pidió ser parte de la Gran Colombia.
Tiene apenas 47 años y va a morir como un mendigo, con una camisa prestada y abatido al saber que los soldados de su guardia hicieron una “vaca” para comprar las tablas de su ataúd. La fortuna opulenta que heredó, 300 millones de dólares al valor actual, la prodigó en la revolución.
Días atrás escribió un bello tesoro, el poético adiós a Fanny Du Villard, uno de sus ardientes amores a quien apodaba “prima” porque los unía un lejano parentesco y con quien habría tenido un hijo llamado Eugenio. Aprendió a escribir refinado de su maestro Andrés Bello, y cultivó el habla elegante en su estancia en Europa en los años del Romanticismo. También asimiló el lenguaje desvergonzado de sus soldados que lo apodaron en secreto “culo eˈfierro” pues en sus años de guerra habría de cabalgar 64.000 kilómetros. Recorría por las noches el campamento en tiempos de campaña para conversar con la milicia, jugar baraja, cantar y reír con ellos.
La proeza militar y política de Bolívar no tiene coteja en la historia de América. Inició su guerra de guerrillas con un “ejército” de apenas 200 soldados, la mayoría esclavos liberados de sus haciendas, sin uniforme, descalzo y desarmado que se formó y creció con el tiempo y que en el camino de la guerra enfrentó a 40.000 soldados del ejército español.
Nos enseñaron que fue un orador fulminante, que su estrategia de atacar por sorpresa a los realistas aún se estudia en las academias militares del mundo, que fue irreductible en sus ideales. Cuando en 1825 el Congreso peruano lleno de adulones le otorgó el título de dictador les objetó: “Yo no puedo, señores admitir un Poder que repugna a mi conciencia, tampoco los legisladores pueden conceder una autoridad que el pueblo les ha confiado solo para representar su soberanía”.
Qué dirán los míseros que se declaran sus seguidores en conocimiento de esta reflexión y que aspiran a reelecciones infinitas, que dirán los lacayos que acolitan estas repulsas.
Otra faceta de Bolívar fue su pasión por la naturaleza. Amigo del naturista Alexander Von Humbolt y conocedor de sus investigaciones científicas le dijo: “Por más de trescientos años los conquistadores han estado ciegos ante la verdadera opulencia de nuestras tierras y ha hecho falta que llegue usted, descubridor científico de América, para develar esos secretos”. Y esos secretos no eran ni el petróleo ni las minas, era la abundancia exuberante de las selvas.
Lo que nunca nos dijeron de Bolívar es que fue un guerrillero, un alzado, un rebelde insurrecto porque estas palabras no calzan en el lenguaje de los monarcas criollos de ayer y de hoy. Si Bolívar viviera nuestros tiempos los déspotas le dirían que es un terrorista, ecologista infantil, tirapiedras, le armarían empresas criminales de difamación y buscarían perseguirlo y encerrarlo, por eso prefieren acomodarle títulos de “Libertador, Padre de cinco naciones, Sol de América”, porque son títulos insípidos y desconocen la participación del pueblo en la guerra revolucionaria.
Bolívar murió hace 184 años, pero su aliento vive en la lucha de las masas y comandará la triunfal batalla final porque los patriotas aún después de muertos siguen derrotando monarcas. Su alma guerrillera ascendió a las nubes en Palomo, el albo corcel que le regaló Manuelita Sáenz y cabalga siempre con su ardiente mirada puesta en la libertad de América.