Un cuen­to de navi­dad: María y el mila­gro del Naza­reno- Oscar Castelnovo

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(A todas las com­pa­ñe­ras en situa­ción de cár­cel) :: María jamás había esta­do, de ese modo, con una mujer

En la vida lo había ima­gi­na­do y nun­ca se había figu­ra­do que “una mina”[1], más pre­ci­sa­men­te Vane­sa, la lle­va­ría a tales inten­si­da­des en la cel­da 16 (pabe­llón 28, sec­tor 7), de la Cár­cel de Muje­res de Villa Saña­más. Allí, sus sen­sua­li­da­des se ama­rra­ban sin nece­si­dad de aca­ri­ciar­se o siquie­ra cam­biar mira­das. Bas­ta­ba pre­sen­tir­se. Y, lue­go a espal­das de los “cobanis”[2] y las “bichas”[3], ellas mez­cla­ban aro­mas, talen­tos y rocíos de hem­bra en las som­bras sinuo­sas de la prisión.

Esta Noche­bue­na y la Navi­dad esta­rían solas en la cel­da, aun­que bien per­tre­cha­das de “paja­ri­to”, ese alcohol tumbero[4] que habían ela­bo­ra­do jun­tas, un poco de marihua­na y una pie­dra de “merca”[5]. Por­que María lo había dicho: no iría al fes­te­jo colec­ti­vo en el espa­cio común que da a la coci­na. Ella iba a recu­rrir a cual­quier medio para atra­ve­sar el tor­men­to de no estar en Navi­dad con su peque­ño hijo, el Naza­reno, a quien no deja­ban ver y por cuya defen­sa los jue­ces la habían con­de­na­do a cade­na perpetua.

-“Si no vas al fes­te­jo, me que­do con vos: Sola no te dejo”, le dijo Vanesa.

En los últi­mos meses tres chi­cas se habían mata­do, y aun­que María no tenía esas ideas, Vane­sa –pre­sa con expe­rien­cia si las había‑, repe­tía filo­sa: “en la Argen­ti­na, el Ser­vi­cio Peni­ten­cia­rio es la gran enti­dad de ayu­da al suicida”.

La Navi­dad, su inmi­nen­cia y su paso, reúnen los momen­tos más fuer­tes en cual­quier cár­cel de Amé­ri­ca Lati­na. Es allí don­de se fan­ta­sean, febril­men­te, liber­ta­des que abri­gan reen­cuen­tros en las calles, los bares y las camas, estru­jo­nes de los que no se empar­dan y ter­nu­ras que el mal tiem­po reza­gó. Suce­de tam­bién que quie­nes habi­tan esos gri­ses mugrien­tos sien­ten su alma aba­ti­da por los lazos rotos, aban­do­nos “impo­si­bles” y sue­ños des­ba­ra­ta­dos a garro­te­ra­pia y humi­lla­ción. Pero la Navi­dad, en Villa Saña­más, pue­de ser tam­bién esce­na­rio de des­con­tro­les colo­ri­dos, comi­da rica com­par­ti­da por todo el rancho[6]; coque­tos man­te­les de oca­sión, bai­les cada vez más las­ci­vos según avan­zan las horas y ale­grías que dan las sus­tan­cias y los vege­ta­les vir­tuo­sos, agi­tan­do el alma y la intención.

María recor­da­ba las manos de Vane­sa de aquel pri­mer día. Cómo se afe­rró a ellas al lle­gar a Villa Saña­más. Vane era la “capa[7]” o “poronga[8]” del pabe­llón y ante los vis­ta­zos luju­rio­sos, ladró:

-“Si algu­na se le acer­ca la mato”. La faca[9] le aso­ma­ba por la cin­tu­ra aun­que no hizo osten­ta­ción. María tem­bla­ba, le cas­ta­ña­ban los dien­tes y sin­tió el abra­zo cómo si su pro­pia madre la estrechara.

-“Tran­qui­la, mien­tras esté yo, nada te va a pasar”, le dijo Vane.

Y ella solo le sol­ta­ba una de las manos para tomar mate tras mate.
Las chi­cas, que res­pe­ta­ban y temían a la “capa”, fue­ron a salu­dar y ofre­cie­ron jabón, rimel, algo­dón y biz­co­chos de gra­sa. Por­que cuan­do la poli­cía te tira a un pabe­llón no te da “na de na”, le dijo una vie­ja andaluza.

-“Vas a dor­mir acá ‑orde­nó Vane y seña­ló la cel­da contigua‑, hoy me que­do con vos”. Y así fue. Vane­sa la abra­zó has­ta que se que­da­ron dor­mi­das. Ese afec­to y ese ampa­ro mar­ca­rían su rela­ción en los días por venir, en los que no fal­ta­ron un taller de cómo “cami­nar” la cár­cel -“in situ”- ni las lec­tu­ras con­jun­tas del escri­tor bra­si­le­ño Jor­ge Ama­do, a quien la Vane ama­ba con fana­tis­mo. Aun­que, cla­ro, tam­bién desa­rro­lla­ron otro tipo de lazos. Nada pasó en tal sen­ti­do esa noche, pero en sue­ños María cla­mó por el Naza­reno has­ta el amanecer.

El padre del Naza­reno había muer­to tiro­teán­do­se con los “ratis”[10].
Unos años des­pués María se jun­tó con el Alber­to, quien que­ría “más a la fru­la que mi vie­ji­ta”, según él mis­mo narra­ba. Era ebrio per­se­ve­ran­te, de alcohol pen­den­cie­ro y sabía fajar­la duro. Des­pués, la obli­ga­ba a curtir[11], y a María le fue cre­cien­do el asco un tan­to más que el rencor.

En oca­sio­nes, el efec­to de la “mer­ca” deja­ba el miem­bro del Alber­to “como fre­na­da e’ gusano”, así lo refe­ría él mis­mo cagán­do­se de risa, y enton­ces la obli­ga­ba a hacer­lo con la boca. Le gus­ta­ba aspi­rar mien­tras María, tra­ba­jo­sa­men­te, des­per­ta­ba al “gusano” que se deba­tía entre la expan­sión y el ocul­ta­mien­to. Ella, cada vez lo hacía más rápi­do y efi­caz, para que el Alber­to se dur­mie­ra de una vez y se deja­ra de joder.
El peli­gro venía cuan­do ella decía que no.

“No te pon­gas así, dale, che, ‑dijo Vanesa‑, si seguís llo­ran­do, cuan­do sal­gas no vas a exis­tir. El Naza­reno te nece­si­ta entera.
Pro­me­te­me que hoy te la vas a bancar[12], tomá un poco más”.

-Está bien, pero no te pro­me­to nada, ¿no ves que no pue­do?, con­tes­tó María.

-Te estoy pidien­do un esfuer­zo, dejá de maso­quear­te. Tomá que está rebueno el “paja­ri­to”, dale che, vamos a poner­nos bien en pedo[13]”, insis­tió Vanesa.

-Dame más, hace­me una línea, dame una seca[14], rogó María.

La cár­cel de Villa Saña­más está ubi­ca­da en una zona semi rural rodea­da de sole­dad y des­cam­pa­do. Afue­ra de ella, en la ciu­dad, ya tro­na­ban los cohe­tes y cada quien sabía que a las doce en pun­to ten­dría un rega­lo para abrir, con la sola excep­ción de los que habían que­da­do fue­ra de toda repar­ti­ja, y esos sí que no reci­bían na de na. Pero algu­nos, lue­go de las cam­pa­na­das, salían a bus­car lo suyo; por­que no era jus­to que cuan­do el Hijo de Dios nacie­ra, los panes y los peces, el tin­to y la birra[15], los sos­la­ya­sen con la mis­ma inso­len­cia con que el vien­to bur­la las alam­bra­das que cer­can los campos.

Tras la alam­bra­da peri­me­tral sólo la cel­da 16 per­ma­ne­cía ocu­pa­da, las otras com­pa­ñe­ras ya fes­te­ja­ban en el espa­cio común.

-Saca­te la reme­ra, pidio Vanesa.

El “faso”[16] ya había zaran­dea­do los sen­ti­dos y las pie­les se inquie­ta­ban al solo roce. Por­que a tocar, lo que se dice a tocar, la Vane toda­vía no había empe­za­do. Su modo era toda suti­le­za y prin­ci­pia­ba, qui­zá, con una res­pi­ra­ción cer­ca­na. Le insi­nuó un beso pero cuan­do María ya lo sin­tió en los labios, corrió los suyos al ins­tan­te. Y otra vez. Y otra. Ese jue­go le pre­anun­cia­ba a María que den­tro suyo cre­ce­ría lo que, en buen roman­ce, se lla­ma una flor de calen­tu­ra. Por­que hay que decir­lo, nin­guno, ni uno solo, de los hom­bres con que los que había esta­do la habían lle­va­do tan alto, ni fue­ron capa­ces de una pre­via tan pro­di­gio­sa y ni qué hablar a la hora de abo­car­se a la “chu­cha de rechu­pe­te” (así se lo susu­rra­ba Vane). Por­que a tan­tos años vis­ta resul­ta­ron todos unos tor­pes apren­di­ces de la maestra.

Y aho­ra sí, Vane jun­tó con sua­vi­dad los cua­tro pezo­nes y María sin­tió que una des­car­ga galo­pa­ba en su san­gre. Aun­que tuvo un arre­ba­to de arran­car­se la tan­ga, sabía que debía espe­rar, que de eso se encar­ga­ría Vane­sa des­pués de lar­gos minu­tos, lue­go de andar­la con su alien­to con­quis­ta­dor de ines­pe­ra­dos “pun­tos G”, por caso detrás de las rodi­llas o deba­jo de la nuca, o en tan­tos otros sitios don­de los machos cabríos no explo­ran por urgen­cia, impe­ri­cia o desin­te­rés alevoso.

“Ale­vo­sía”, “agra­va­do por el víncu­lo”, “per­pe­tua”. Ese tipo de pala­bras leyó el secre­ta­rio del juz­ga­do ante los jue­ces impá­vi­dos. Pero ella sólo recor­da­ba el momen­to en que des­pués de reci­bir tre­men­da pali­za, aga­rró el cuchi­llo de coci­na y le gri­tó al Alber­to que ¡no! Lue­go se tiró un col­chón en el piso, deján­do­le la cama él, quien a “milon­ga” y vino avi­va­ba su malo­gra­do ritmo.

Vane­sa ya esta­ba en rit­mo. Ya había empa­pa­do los mus­los de María y, sin qui­tar­le la tan­ga, le hume­de­ció el arbus­to y le impri­mió figu­ras irre­pe­ti­bles enla­za­das con su pin­cel hacia el oes­te. María se retor­ció y la acercó.

Ella se acer­có a la pie­ci­ta lue­go de brin­car del col­chón del piso, con el cuchi­llo en la dies­tra, por­que el llan­to de Naza­reno la despertó.
Cuan­do vio que el Alber­to lo gol­pea­ba y lo man­te­nía des­nu­do deba­jo de él, gri­tó: ¡Hijo de mil puta! y el metal rom­pió sin esfuer­zos la piel, bajó entre los pul­mo­nes y pene­tró el cora­zón de un impul­so. El Alber­to que­dó seco al ins­tan­te. Ella se lle­vó al Naza­reno al baño, lo revi­só, lo duchó y se fue­ron a la casi­lla de la madre, don­de llo­ra­ron jun­tos y se que­da­ron dor­mi­dos, abrazados.

Abra­za­das, algu­nas chi­cas bai­la­ban cum­bia en el pabe­llón y se inven­ta­ban un jol­go­rio de liber­tad tras las rejas. Fal­ta­ba menos de una hora para las doce y esta­ban ento­na­das. Y aun­que sabían que la tris­te­za sería inevi­ta­ble des­pués del brin­dis, por aho­ra resis­tían a cual­quier refe­ren­cia bajo­nean­te. La anda­lu­za ser­vía “paja­ri­to” y comi­da todo el tiem­po por­que los vasos no debían que­dar vacíos ni los pla­tos desnudos.

María y la Vane ya esta­ban des­nu­das y la ener­gía ardien­do des­men­tía a la físi­ca, por­que en esa cel­da no había dos, sino un solo cuer­po envuel­to en sudor, humo y fra­gan­cias de cla­ro ori­gen. Las tan­gas, vaya a saber Dios adón­de habían ido a parar cuan­do las dos se refre­ga­ban como lo hacen –incansables‑, las are­nas de apa­rien­cia reca­ta­da con las bus­co­nas aguas del mar. Vane­sa ya le baja­ba y no le baja­ba. Ama­gó que sí y jugó que no, varias veces, has­ta que María la tomó de los pelos y le supli­có a los ojos, con esa mira­da de María que des­ar­ma­ba a la Vane.
Des­pués de un sobre­vue­lo rasan­te y limí­tro­fe, Vane arri­bó en des­cen­so com­ple­to. Allí dibu­jó, embe­bió, estre­me­ció ser­pen­teó y hur­gó aquí y tam­bién mucho, mucho más allá. Solo paró un toque para tomar “paja­ri­to”, con­vi­dó a María y ambas pita­ron del porro antes de devo­rar­se en ese cala­bo­zo de Villa Sañamás.

En Villa Saña­más, pero en la ciu­dad, los perros se escon­dían por los estruen­dos de los cohe­tes y los bala­zos que los peni­ten­cia­rios, en día de fran­co, lan­za­ban hacía un uni­ver­so de colo­res de arti­fi­cio y cañas vola­do­ras. Los “coba­nis” en ser­vi­cio, ‑en táci­ta alian­za con las ratas‑, com­pe­tían por una bote­lla de whisky impor­ta­do, a ver quién mata­ba más gatos des­de las torres de con­trol del penal. Aun­que, para ale­gría feli­na, la mayo­ría ya no con­ser­va­ba ni la pun­te­ría ni la vertical.

Aho­ra si, la Vane abor­dó el tra­zo ver­ti­cal con un rum­bo que se des­li­za­ba de sur a nor­te y regre­so. Aho­ra sí el pin­cel deli­neó, len­ta­men­te, en la direc­ción exac­ta. Aho­ra sí, la res­pi­ró jus­to ahí. Y aho­ra sí la Vane cap­tu­ró el capu­llo ergui­do de María para dedi­car­le su arte de suc­cio­nes sos­te­ni­das, hume­da­des a todo vér­ti­go y mara­vi­llas de ángu­los cam­bian­tes has­ta ascen­der por el sen­de­ro hacia la cum­bre. Y Vane, no solo hacía, si no que habla­ba, jadean­te y pre­ci­so. ¡Dios mío! ¡Dios mío! invo­có María ane­ga­da, al sen­tir los pri­me­ros temblores.
Lue­go, los gemi­dos, ayes y rego­ci­jos suce­si­vos retum­ba­ron has­ta el espa­cio común. ¡¡Eeeesssss­saaaaa!!, gri­ta­ron algu­nas chi­cas, pero la anda­lu­za man­dó a callar y subió el volu­men del apa­ra­to que anun­ció las doce en punto.

La Vane exte­nuó su ros­tro en la entre­pier­na de María y ambas dor­mi­ta­ron, así, tomán­do­se las manos con tibieza.

De uno y otro lado de las rejas la gen­te brin­dó, rió, llo­ró por las ausen­cias y has­ta se ofre­ció en abra­zos embusteros.

María des­per­tó de su entre­sue­ño y escu­chó, níti­da, la voz del Naza­reno: ¡Feliz Navi­dad, mamá!

Con un sacu­dón, le dijo a Vane:

-¡Lo hizo! ¡Lo hizo! ¡Es él! ¡Mi hijo!

-¿Qué decís?, pre­gun­tó Vanesa.

-Vení, vamos a mirar por la ven­ta­ni­ta, indi­có María mien­tras le expli­ca­ba. Cuan­do tenía cua­tro años el Naza­reno inven­tó un jue­go. Madre o hijo tenían que cerrar los ojos y con­tar has­ta tres sin decir­lo: (“¡Un, dos, tres!”). Lue­go, miran­do al cie­lo debían expre­sar lo que qui­sie­ran en voz alta. Enton­ces, estan­do a cual­quier dis­tan­cia, María o el Naza­reno podrían escu­char lo que había dicho el otro. Esta era la pri­me­ra vez que lo practicaban.

María para­da en la cama, sos­te­ni­da por Vane­sa, miró al cie­lo por la ventanuca.

En un barrio de Gon­zá­lez Catán, el Naza­reno, quien hoy cum­plía doce años, espe­ra­ba res­pues­ta con una bote­lla de sidra en las manos y una gran son­ri­sa de certeza.

-¿Qué hacés, deci­me qué hacés?, inqui­rió Vanesa.

“Aho­ra te digo, espe­rá”, res­pon­dió María. Cerró los ojos y se dijo:(“¡Un, dos, tres!”), lue­go, miró ese cacho de cie­lo que deja­ba ver el tra­ga­luz sin vidrio. Y en voz alta y que­bra­da le habló al Nazareno:

-¡Feliz Navi­dad hiji­to de mi alma, hijo de mi vien­tre, te amo. Te amo como nun­ca amé a nadie ni a nada. Te amo!

Enton­ces sí, el Naza­reno rió con un par de lágri­mas, asin­tió, y des­pués de beber un tra­go pasó la bote­lla a los compañeros.

María y Vane­sa, cubier­tas con las sába­nas, apa­re­cie­ron en el espa­cio común. Las chi­cas escu­cha­ron en ron­da estre­me­ci­da el rela­to del mila­gro del Naza­reno. Lue­go se per­sig­na­ron y, de rodi­llas, besa­ron las manos de María mien­tras ella no cesa­ba de llo­rar y reír a un tiempo.

Notas

[1] Mina: Mujer (popu­lar­men­te)

[2] Coba­nis: tér­mino lun­far­do que desig­na­ba al poli­cía en gene­ral, hoy se apli­ca más al guar­dia penitenciario

[3] Bichas: cela­do­ras, muje­res cobanis

[4] Tum­ba: Cár­cel (argen­ti­nis­mo)

[5] Mer­ca: Cocaí­na. El pri­mer labo­ra­to­rio que expor­tó ese pro­duc­to para uso medi­ci­nal a la Argen­ti­na fue Merck Sharp & Doh­me, de ahí su apo­do. Aun­que no es el úni­co, alter­na con “milon­ga”, “fru­la”, “papu­sa” y “gila­da”, entre otros.

[6] Ran­cho: gru­po de pre­sos o pre­sas que com­par­te la vida. Un ran­cho es la fami­lia tumbera.

[7] Capa: Jefa.

[8]Poronga: Uno de los nom­bres que, popu­lar­men­te, desig­na al pene; pero tam­bién al jefe/​a de un pabellón.

[9] Faca: Cuchi­llo tum­be­ro, “fabri­ca­do” con cual­quier metal que sir­va a tal efecto.

[10] Rati: Poli­cía, alter­na con “cana”, “botón”, “yuta” y “coba­ni”, entre muchos otros.

[11] Cur­tir: Tener sexo, hacer el amor. Tam­bién tie­ne otros sig­ni­fi­ca­dos, por caso “Estar cur­ti­do”: Tener mucha expe­rien­cia en algo.

[12] Ban­car: Aguan­tar la adver­si­dad con entereza.

[13] Poner­se en pedo: embriagarse.

[14] Seca: pita­da de porro o ciga­rri­llo de tabaco.

[15] Birra: Cerveza

[16]Faso o porro: Marihua­na en gene­ral. Tam­bién ciga­rri­llo de la mis­ma substancia.

Agen­cia Walsh

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