El capitalismo es un buque transatlántico que se mueve como un todo global dibujando derivas más o menos predecibles. Sin embargo, mantener a flote una estructura histórica tan dinámica e imponente requiere también factores humanos a escalas más pequeñas y de incidencia cotidiana. Aunque el gran hermano puede atisbar las grandes tendencias y los movimientos sociales de largo recorrido, el control personal y local se hace igualmente necesario para prevenir brotes críticos contra el sistema susceptibles de convertirse en peligrosas metástasis sociopolíticas o epidemias ideológicas de alcance incierto capaces de alterar el orden establecido y la jerarquía de valores del régimen de producción capital-trabajo.
Michel Foucault ya adelantó una tesis revolucionaria en su época acerca de la biopolítica en el ensayo de enorme difusión Vigilar y castigar. Más allá del discurso, la política intenta someter al individuo en su propio cuerpo, en la mera carne: en realidad, no existe discurso que no tenga como objetivo último el cuerpo humano.
En tiempos de la Revolución Industrial, siglo XVIII, se descubrió la cadena de producción y montaje y la especialización laboral minuciosa y monótona. Los trabajadores se transformaron en simples piezas de una gran maquinaria productiva. El patrón capitalista había descubierto que la repetición constante de una actividad insulsa elevaba la productividad de modo más que apreciable. No obstante, asimismo cayó en la cuenta de que esa monotonía laboral durante 10 o más horas de agotadora jornada podía aburrir o distraer al operario de su cometido primordial: producir a un ritmo de velocidad acelerada sin respiros ni concesiones lúdicas a la galería.
Las cadenas hechas de eslabones humanos precisaban ser vigiladas y estimuladas por un elemento al que había que dotar de poderes extraordinarios y de una imagen que causara terror a los trabajadores y trabajadoras fabriles. Emergió, pues, la figura del capataz, un trabajador singular salido de la cadena productiva al que se dio un estatus especial de policía representante in situ del propietario efectivo de la empresa familiar o de las sociedades anónimas ya en auge con salvoconducto para tomar decisiones represoras sin apelación posible.
Los capitalistas se apercibieron de que liberar a algunos de los trabajadores de sus tareas de producción ordinarias significaba aumentar la productividad general de la cadena. Los capataces eran los ojos del patrón e impedían los momentos de pausa o los hipotéticos sabotajes de los obreros en su actividad regular. Mantener la tensión laboral mediante el miedo directo o inminente a ser vistos en actitudes pasivas, con el riesgo de despido fulminante que conllevaba el acto en sí y el hambre, el ostracismo social y la pobreza subsiguientes, permitía fijar un tope insalvable a la libertad real y privada de cada trabajador y aseguraba por ende al empresario la imposibilidad de tiempos muertos en el ritmo constante y ad infinitum de generar plusvalías para amasar los máximos beneficios posibles y acumular más capital y poder de forma ininterrumpida.
La figura del capataz resulta ambigua y polivalente. Estamos ante un trabajador vulgar más que es elegido o designado para una función muy específica y concreta por causas y motivos bastante dispares y complejos. La psicología aplicada al campo laboral ha ido perfeccionando sus análisis y estudios de perfiles óptimos y adecuados mediante un saber sucesivo elaborado durante muchas décadas.
Remontándonos a la antigüedad, el capataz tiene un precursor bélico incuestionable en la persona que a latigazos obligaba a los remeros esclavos de las naves asirias, egipcias, griegas o romanas a bregar hasta la extenuación o la muerte física para imprimir mayor celeridad a los navíos de guerra. El temible y destructor látigo sigue de algún modo presente en los ojos inquisidores del capataz y en el medio ambiente que surge del miedo de los trabajadores a ser descubiertos en instantes de solaz o respiro en mitad del trepidante oleaje de la cadena de montaje o producción.
Una perversión tremenda de la función del capataz fue el kapo en los campos de concentración nazis. Se trataba de una persona elegida a dedo por los jerarcas hitlerianos para servir de correa de transmisión del ordeno y mando autoritario en la jerarquía castrense del régimen. Fueron personas atrapadas de lleno en su ética o moral personal: unos se destacaron como energúmenos o alimañas inmorales contra sus propios compañeros para procurarse prebendas, regalos y el aplauso de sus carceleros, mientras que otros supieron combinar y dramatizar un papel ambivalente que engañara a sus verdugos nazis, ganándose su confianza para sacar provecho valioso en favor de sus compañeros de penurias y obtener con artimañas información secreta en poder del estamento castrense diseñado por Hitler.
El kapo nazi no es más que un capataz puesto en un pozo negro o sima moral sin vuelta atrás. Ser kapo obliga a tomar postura, se quiera o no. La negativa ética frontal a desempeñar el cargo o rol desemboca en la muerte fulminante. El otro recurso ético definitivo fue el suicidio. En el caso de individuos con férreos principios morales o éticos las secuelas que dejó su paso por la diabólica función de kapo hizo que muchos no soportaran el dolor de vivir con remordimientos y se precipitaran al suicidio como puerta de liberación total a sus cuitas particulares. Y en medio de esta vorágine huracanada, un abanico de respuestas pragmáticas y existenciales, muchas posibilidades intermedias que juegan con la simulación y el cálculo pragmático de situaciones vitales.
Para asumir funciones de capataz es necesario, por no decir imprescindible, adoptar una postura de distancia formal y práctica con los trabajadores subordinados al papel de jefe a desempeñar. Las dudas que recaen sobre el capataz son siempre insoslayables e intrínsecas a sus cometidos. Tanto la parte empresarial como la laboral jamás pueden saber a ciencia cierta a qué carta cabal quedarse con el capataz, que debe exacerbar, modular o disfrazar sus fidelidades e inquinas con inteligencia suma para mantener el equilibrio emocional intacto y el statu quo social al que se debe. Por decirlo sin ambages o reservas de estilo: el capataz es el traidor por antonomasia del teatro laboral al ser trabajador por origen y condición y estar supeditado al poder empresarial por dictado contractual. Una posición dual que puede acarrear costes personales muy graves de distinta índole, tanto psicológica como laboral.
En ocasiones se alcanza el puesto de capataz por designación discrecional del empresario y otras por hacer méritos para ello en concurrencia competitiva, declarada y abierta o no, con otros rivales externos o compañeros de trabajo. Lo normal es que el nuevo rol conlleve un incremento de salario y de estatus por muy leve que sea o bien alguna gratificación extra de diverso orden, en nómina o bajo cuerda.
Lo que hace décadas surgió nominalmente con el nombre de capataz ha derivado en funciones y denominaciones muy variadas, jefe, cuadro intermedio, coordinador y supervisor son advocaciones civiles usuales de un mismo ser: sujeto que vigila y delata a unos iguales en una actividad laboral concreta por mandato de la propiedad capitalista de una empresa cualquiera.
Estamos ante un factor humano cualitativo pero de muy complicado estudio y análisis sociológico. Todos tenemos un jefe que vigila nuestro quehacer laboral y puede delatar a instancias de decisión, deliberación o instrucción superiores procedimientos anómalos que haya detectado en nuestra conducta habitual. No son procesos reglados o que se atengan a normativas rigurosas por escrito, antes al contrario se configuran como campos arbitrarios donde el capitalismo se expresa de manera casi invisible, no dejando rastro de dolo o autoría de los actos que de facto se llevan a efecto. Y, en el supuesto de error o condena por daños a terceros, el sistema capitalista jamás es culpable, toda la responsabilidad por abuso de autoridad recaerá en el jefe o capataz de turno. De todos es conocido, que Roma no paga a traidores.
La alargada sombra del capataz crea un estado de disciplina que no tiene lindes definidas, tratándose de una especie de pánico visceral al vacío absoluto. Este rasgo de cariz psicológico caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas. ¿Qué sería de nosotros sin el jefe que inventa de la supuesta nada natural orden y sentido a nuestro precario alrededor? Esa dependencia enfermiza y difusa, miedo a ser diferentes y pensar con criterio propio, se extiende y practica día a día en el lugar más emblemático y precario donde todos y cada uno debemos ganarnos el sustento vital particular y de la familia más próxima: la fábrica, la oficina, la institución o la obra. Nadie está libre de que un jefe supervise nuestra tarea cotidiana y dé cuenta de equivocaciones o actitudes contrarias a lo que se espera de nosotros. Esta interacción sociolaboral tan ingrávida o insustancial recuerda vagamente al kafkiano proceso de Joseph K. ¿De qué se me acusa? Y nadie contesta.
No hablamos, obvia y evidentemente, de la jerarquía profesional y la experiencia. La figura constitutiva y esencial del jefe o capataz por excelencia nada tiene que ver con el mérito o la sabiduría personal. Aquí nos referimos al jefe como comisario confidencial de un dios secular omnipotente: el empresario capitalista y por extensión el líder de una causa, organización o territorio de cierta enjundia o envergadura social o institucional.
En torno al capataz y figuras modernas asimiladas se crea un campo magnético especial en cuyo espacio germinan ramificaciones culturales donde se dirimen diferencias o conflictos artificiales en el seno mismo de la clase trabajadora para así mejor dominar su presunta fuerza crítica y su objetiva densidad corporal. Del concepto capataz nacen el estatus de distinción, la envidia social, la censura de opiniones críticas y criterios personales, el odio al otro o a segmentos sociales muy determinados por debajo de la posición de uno mismo y el resentimiento ante actitudes no solidarias con la propia clase de origen.
Y no hablamos desde un punto de vista moral o genético que predisponga a nadie en particular a ser capataz, kapo o jefe. Lo más habitual es que el cargo elija al hombre o mujer por razones o motivos muy complejos y de difícil acceso analítico. No obstante, una mente politizada y libre (al menos que sea capaz de verse a sí mismo con cierta perspectiva objetiva o no contaminada por un exceso de subjetivismo complaciente y distorsionador de la realidad) tendría que ofrecer resistencias internas ante un ascenso o promoción a una jefatura no basada estrictamente en presupuestos de partida profesionales o de competencia demostrable de modo directo e irrefutable.
No se llega a jefe “político” en el trabajo (o en otros ámbitos de actuación parecidos) así como así. El capataz es una modalidad específica de jefatura que puede convertirse en ojo subalterno y cómplice del establishment y en dedo acusador implacable de los colectivos bajo su mando operativo para salvar su propia piel El jefe siempre tendrá, tarde o temprano, que rendir cuentas a quien se debe: el órgano que le ha elegido y le paga su salario y le otorga su estatus diferenciador.
Una estructura tan colosal como el capitalismo precisa de rémoras (peces que limpian los dientes de los temibles tiburones) que saneen al detalle sus diminutos e intrincados engranajes de conductos, tuberías, procesos y procedimientos locales, sectoriales o de entidad menor. Esas rémoras sociales cumplen funciones básicas como soldadura o nexo entre sistemas más complejos del organismo de producción, permitiendo un ensamblaje coherente del régimen en sí. El capataz sirve de enganche y ficción ideológica entre los intereses contrapuestos e irreconciliables de empresarios y trabajadores.
Los jefes son pagados por la parte de plusvalía obtenida de la explotación de la fuerza de trabajo disponible que se queda atrancada o parasitada entre los dientes del gran escualo llamada capitalismo. Sin esas rémoras funcionales que son los capataces, el sistema podría infectarse por bacterias o virus sociales (opiniones críticas colectivas e ideas políticas radicales que se podrían diseminar con celeridad al cuerpo social sin miedos paralizantes) que invadieran estancias importantes del buque capitalista.
Casi todos podríamos alcanzar mañana mismo una jefatura concreta. Conocer cuál es el rol de la función es una forma útil de contrarrestar sus efectos nocivos sobre nuestra ética personal y nuestra libertad personal. Dicen que el hábito (indumentaria y también costumbres) hace al monje. No siempre ha sido igual ni estamos condenados irremisiblemente a recluirnos o postrarnos en el pesimismo histórico: incluso los esclavos rompieron sus propias cadenas que les ligaban a la tradición y al orden divino de las cosas. Al parecer, nada es eterno, salvo la muerte.
Michel Foucault ya adelantó una tesis revolucionaria en su época acerca de la biopolítica en el ensayo de enorme difusión Vigilar y castigar. Más allá del discurso, la política intenta someter al individuo en su propio cuerpo, en la mera carne: en realidad, no existe discurso que no tenga como objetivo último el cuerpo humano.
En tiempos de la Revolución Industrial, siglo XVIII, se descubrió la cadena de producción y montaje y la especialización laboral minuciosa y monótona. Los trabajadores se transformaron en simples piezas de una gran maquinaria productiva. El patrón capitalista había descubierto que la repetición constante de una actividad insulsa elevaba la productividad de modo más que apreciable. No obstante, asimismo cayó en la cuenta de que esa monotonía laboral durante 10 o más horas de agotadora jornada podía aburrir o distraer al operario de su cometido primordial: producir a un ritmo de velocidad acelerada sin respiros ni concesiones lúdicas a la galería.
Las cadenas hechas de eslabones humanos precisaban ser vigiladas y estimuladas por un elemento al que había que dotar de poderes extraordinarios y de una imagen que causara terror a los trabajadores y trabajadoras fabriles. Emergió, pues, la figura del capataz, un trabajador singular salido de la cadena productiva al que se dio un estatus especial de policía representante in situ del propietario efectivo de la empresa familiar o de las sociedades anónimas ya en auge con salvoconducto para tomar decisiones represoras sin apelación posible.
Los capitalistas se apercibieron de que liberar a algunos de los trabajadores de sus tareas de producción ordinarias significaba aumentar la productividad general de la cadena. Los capataces eran los ojos del patrón e impedían los momentos de pausa o los hipotéticos sabotajes de los obreros en su actividad regular. Mantener la tensión laboral mediante el miedo directo o inminente a ser vistos en actitudes pasivas, con el riesgo de despido fulminante que conllevaba el acto en sí y el hambre, el ostracismo social y la pobreza subsiguientes, permitía fijar un tope insalvable a la libertad real y privada de cada trabajador y aseguraba por ende al empresario la imposibilidad de tiempos muertos en el ritmo constante y ad infinitum de generar plusvalías para amasar los máximos beneficios posibles y acumular más capital y poder de forma ininterrumpida.
La figura del capataz resulta ambigua y polivalente. Estamos ante un trabajador vulgar más que es elegido o designado para una función muy específica y concreta por causas y motivos bastante dispares y complejos. La psicología aplicada al campo laboral ha ido perfeccionando sus análisis y estudios de perfiles óptimos y adecuados mediante un saber sucesivo elaborado durante muchas décadas.
Remontándonos a la antigüedad, el capataz tiene un precursor bélico incuestionable en la persona que a latigazos obligaba a los remeros esclavos de las naves asirias, egipcias, griegas o romanas a bregar hasta la extenuación o la muerte física para imprimir mayor celeridad a los navíos de guerra. El temible y destructor látigo sigue de algún modo presente en los ojos inquisidores del capataz y en el medio ambiente que surge del miedo de los trabajadores a ser descubiertos en instantes de solaz o respiro en mitad del trepidante oleaje de la cadena de montaje o producción.
Una perversión tremenda de la función del capataz fue el kapo en los campos de concentración nazis. Se trataba de una persona elegida a dedo por los jerarcas hitlerianos para servir de correa de transmisión del ordeno y mando autoritario en la jerarquía castrense del régimen. Fueron personas atrapadas de lleno en su ética o moral personal: unos se destacaron como energúmenos o alimañas inmorales contra sus propios compañeros para procurarse prebendas, regalos y el aplauso de sus carceleros, mientras que otros supieron combinar y dramatizar un papel ambivalente que engañara a sus verdugos nazis, ganándose su confianza para sacar provecho valioso en favor de sus compañeros de penurias y obtener con artimañas información secreta en poder del estamento castrense diseñado por Hitler.
El kapo nazi no es más que un capataz puesto en un pozo negro o sima moral sin vuelta atrás. Ser kapo obliga a tomar postura, se quiera o no. La negativa ética frontal a desempeñar el cargo o rol desemboca en la muerte fulminante. El otro recurso ético definitivo fue el suicidio. En el caso de individuos con férreos principios morales o éticos las secuelas que dejó su paso por la diabólica función de kapo hizo que muchos no soportaran el dolor de vivir con remordimientos y se precipitaran al suicidio como puerta de liberación total a sus cuitas particulares. Y en medio de esta vorágine huracanada, un abanico de respuestas pragmáticas y existenciales, muchas posibilidades intermedias que juegan con la simulación y el cálculo pragmático de situaciones vitales.
Para asumir funciones de capataz es necesario, por no decir imprescindible, adoptar una postura de distancia formal y práctica con los trabajadores subordinados al papel de jefe a desempeñar. Las dudas que recaen sobre el capataz son siempre insoslayables e intrínsecas a sus cometidos. Tanto la parte empresarial como la laboral jamás pueden saber a ciencia cierta a qué carta cabal quedarse con el capataz, que debe exacerbar, modular o disfrazar sus fidelidades e inquinas con inteligencia suma para mantener el equilibrio emocional intacto y el statu quo social al que se debe. Por decirlo sin ambages o reservas de estilo: el capataz es el traidor por antonomasia del teatro laboral al ser trabajador por origen y condición y estar supeditado al poder empresarial por dictado contractual. Una posición dual que puede acarrear costes personales muy graves de distinta índole, tanto psicológica como laboral.
En ocasiones se alcanza el puesto de capataz por designación discrecional del empresario y otras por hacer méritos para ello en concurrencia competitiva, declarada y abierta o no, con otros rivales externos o compañeros de trabajo. Lo normal es que el nuevo rol conlleve un incremento de salario y de estatus por muy leve que sea o bien alguna gratificación extra de diverso orden, en nómina o bajo cuerda.
Lo que hace décadas surgió nominalmente con el nombre de capataz ha derivado en funciones y denominaciones muy variadas, jefe, cuadro intermedio, coordinador y supervisor son advocaciones civiles usuales de un mismo ser: sujeto que vigila y delata a unos iguales en una actividad laboral concreta por mandato de la propiedad capitalista de una empresa cualquiera.
Estamos ante un factor humano cualitativo pero de muy complicado estudio y análisis sociológico. Todos tenemos un jefe que vigila nuestro quehacer laboral y puede delatar a instancias de decisión, deliberación o instrucción superiores procedimientos anómalos que haya detectado en nuestra conducta habitual. No son procesos reglados o que se atengan a normativas rigurosas por escrito, antes al contrario se configuran como campos arbitrarios donde el capitalismo se expresa de manera casi invisible, no dejando rastro de dolo o autoría de los actos que de facto se llevan a efecto. Y, en el supuesto de error o condena por daños a terceros, el sistema capitalista jamás es culpable, toda la responsabilidad por abuso de autoridad recaerá en el jefe o capataz de turno. De todos es conocido, que Roma no paga a traidores.
La alargada sombra del capataz crea un estado de disciplina que no tiene lindes definidas, tratándose de una especie de pánico visceral al vacío absoluto. Este rasgo de cariz psicológico caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas. ¿Qué sería de nosotros sin el jefe que inventa de la supuesta nada natural orden y sentido a nuestro precario alrededor? Esa dependencia enfermiza y difusa, miedo a ser diferentes y pensar con criterio propio, se extiende y practica día a día en el lugar más emblemático y precario donde todos y cada uno debemos ganarnos el sustento vital particular y de la familia más próxima: la fábrica, la oficina, la institución o la obra. Nadie está libre de que un jefe supervise nuestra tarea cotidiana y dé cuenta de equivocaciones o actitudes contrarias a lo que se espera de nosotros. Esta interacción sociolaboral tan ingrávida o insustancial recuerda vagamente al kafkiano proceso de Joseph K. ¿De qué se me acusa? Y nadie contesta.
No hablamos, obvia y evidentemente, de la jerarquía profesional y la experiencia. La figura constitutiva y esencial del jefe o capataz por excelencia nada tiene que ver con el mérito o la sabiduría personal. Aquí nos referimos al jefe como comisario confidencial de un dios secular omnipotente: el empresario capitalista y por extensión el líder de una causa, organización o territorio de cierta enjundia o envergadura social o institucional.
En torno al capataz y figuras modernas asimiladas se crea un campo magnético especial en cuyo espacio germinan ramificaciones culturales donde se dirimen diferencias o conflictos artificiales en el seno mismo de la clase trabajadora para así mejor dominar su presunta fuerza crítica y su objetiva densidad corporal. Del concepto capataz nacen el estatus de distinción, la envidia social, la censura de opiniones críticas y criterios personales, el odio al otro o a segmentos sociales muy determinados por debajo de la posición de uno mismo y el resentimiento ante actitudes no solidarias con la propia clase de origen.
Y no hablamos desde un punto de vista moral o genético que predisponga a nadie en particular a ser capataz, kapo o jefe. Lo más habitual es que el cargo elija al hombre o mujer por razones o motivos muy complejos y de difícil acceso analítico. No obstante, una mente politizada y libre (al menos que sea capaz de verse a sí mismo con cierta perspectiva objetiva o no contaminada por un exceso de subjetivismo complaciente y distorsionador de la realidad) tendría que ofrecer resistencias internas ante un ascenso o promoción a una jefatura no basada estrictamente en presupuestos de partida profesionales o de competencia demostrable de modo directo e irrefutable.
No se llega a jefe “político” en el trabajo (o en otros ámbitos de actuación parecidos) así como así. El capataz es una modalidad específica de jefatura que puede convertirse en ojo subalterno y cómplice del establishment y en dedo acusador implacable de los colectivos bajo su mando operativo para salvar su propia piel El jefe siempre tendrá, tarde o temprano, que rendir cuentas a quien se debe: el órgano que le ha elegido y le paga su salario y le otorga su estatus diferenciador.
Una estructura tan colosal como el capitalismo precisa de rémoras (peces que limpian los dientes de los temibles tiburones) que saneen al detalle sus diminutos e intrincados engranajes de conductos, tuberías, procesos y procedimientos locales, sectoriales o de entidad menor. Esas rémoras sociales cumplen funciones básicas como soldadura o nexo entre sistemas más complejos del organismo de producción, permitiendo un ensamblaje coherente del régimen en sí. El capataz sirve de enganche y ficción ideológica entre los intereses contrapuestos e irreconciliables de empresarios y trabajadores.
Los jefes son pagados por la parte de plusvalía obtenida de la explotación de la fuerza de trabajo disponible que se queda atrancada o parasitada entre los dientes del gran escualo llamada capitalismo. Sin esas rémoras funcionales que son los capataces, el sistema podría infectarse por bacterias o virus sociales (opiniones críticas colectivas e ideas políticas radicales que se podrían diseminar con celeridad al cuerpo social sin miedos paralizantes) que invadieran estancias importantes del buque capitalista.
Casi todos podríamos alcanzar mañana mismo una jefatura concreta. Conocer cuál es el rol de la función es una forma útil de contrarrestar sus efectos nocivos sobre nuestra ética personal y nuestra libertad personal. Dicen que el hábito (indumentaria y también costumbres) hace al monje. No siempre ha sido igual ni estamos condenados irremisiblemente a recluirnos o postrarnos en el pesimismo histórico: incluso los esclavos rompieron sus propias cadenas que les ligaban a la tradición y al orden divino de las cosas. Al parecer, nada es eterno, salvo la muerte.