Desde que ETA anunciara el final de la lucha armada, todos los tercios españoles han arreciado su ofensiva. Dan por hecho, una vez más, que los vascones hemos sido vencidos y que sólo falta derrotarnos en la última de las batallas: la del relato.
Pertenecemos a una tierra por la que han ido pasando los más variados conquistadores. Todos ellos vinieron acompañados de sus correspondientes cronistas que relataron la historia al dictado y servicio de sus jefes militares. Si nos hicieron daño las armas de los primeros, no fueron menos punzantes las plumas de los segundos. Todos los escribientes cortesanos han exaltado hasta la saciedad la grandeza de quienes llegaron para someternos y la vileza de quienes les hacemos frente. Godos, musulmanes, francos, españoles han señalado a nuestros paisanos alzados como responsables de la sangre derramada y todos se han ido a sus tierras dando por doblegada la resistencia de los vascones.
Allá por el S. XII vino por estas tierras un tal Aymeric Picoud; educado en la cultura carolingia, llegó cargado de prejuicios y, tras recorrer la ruta jacobea, se fue maldiciendo de nosotros. Quienes escucharon las calumnias de aquel monje tendencioso, contenían el aliento cuando se acercaban a nuestros confines y respiraban profundamente cuando se alejaban. Han pasado nueve largos siglos y la leyenda negra contra nosotros sigue escribiendo nuevos capítulos; no hay solución de continuidad entre aquel fraile medieval y todos los tertulianos actuales que se nutren del pesebre institucional. El fondo de reptiles que alimenta a nuestros pertinaces detractores cumple casi mil años. Quien más nos insulta, más reconocimiento merece.
Pero no podemos culpar exclusivamente a los foráneos. En esta batalla del relato nunca han faltado paisanos serviles que han defendido los atropellos de nuestros sometedores. El monumento de Ibañeta no recuerda a quienes defendieron nuestra tierra sino a quienes, sin ningún motivo, destruyeron Iruñea; el clérigo navarro Izkue considero acertada la invasión del Duque de Alba pues «apaciguó» nuestro reino; Del Burgo sostiene con tenacidad que la conquista fue un «pacto entre iguales»; dedicamos calles y plazas a fascistas que sembraron las cunetas de sangre republicana; de Portugalete era José María de Areilza, el primer alcalde franquista de Bilbao que proclamó barrido para siempre el sueño de nuestras aspiraciones nacionales.
A quienes ahora lideran la que ellos suponen batalla definitiva del relato, se les ve agitados y con prisa. No les falta razón; hace ya muchos siglos que la vienen librando y nunca consiguen darla por ganada. Nuestro pequeño pueblo, aunque sea a trancas y barrancas, va restaurando la memoria de lo acontecido y elaborando, sin prisa ni pausa, su propia lectura de la historia. Mucho de lo que nos contaron hasta ahora ha quedado reducido a ruinosos escombros. ¿Quieres fueron los treinta y tres reyes godos?, señores de tierras ajenas a los que no debemos más que ultrajes. ¿Y aquel ilimitado imperio en el que no se ponía el sol?, el resultado de una conquista violenta de pueblos enteros, incluido el nuestro ¿La salvífica cruzada que tanto nos ensalzaron?, un golpe fascista y cruento promovido por toda la España reaccionaria. ¿La modélica transición?, un apaño para salvaguardar la impunidad de los golpistas y las prebendas de los capitalistas.
Nada tiene de extraño que los actuales gobernantes derrochen prisas y recursos en redactar su historia. Rechazadas las crónicas con las que nos embaucaron, necesitan preparar un nuevo relato con el que aturdirnos. La exposición de Villa Suso y la lápida del Museo de la Memoria dan fe de ello. También ahora abundan los paisanos serviles que dejan pequeñas las mentiras de los conquistadores. Urkullu, generoso con los dineros de todos, encargó al Instituto Valentín de Foronda que nos dijera lo que había sucedido. Los cuatro sabios que redactaron el informe han llegado a la conclusión de que por estas tierras no existe ni ha existido más conflicto que el totalitarismo de ETA. La fachenda que se agazapa en el Parlamento navarro ha subido el listón: ETA y la izquierda abertzale son los únicos culpables del genocidio que ellos dicen apreciar.
¡Que corran, que corran los nuevos cronistas cortesanos y sus generosos mecenas! Sus prisas no van a garantizar la consistencia de un relato que se tambalea antes de la inauguración. Pasará un tiempo, no muy largo, y todas estas sandeces que nos cuentan también irán a parar a la escombrera de la historia. Mientras escribo estas líneas numerosas personalidades mundiales piden sensatez y el PP responde con nuevas detenciones. Quienes obvian la inagotable violencia española nos tienen por tontos aunque les auguro un serio problema: el número de «tontos» se multiplica. Cada vez son más las personas del mundo que aprecian en Euskal Herria un viejo conflicto pendiente de resolución.