Los cinco artículos que aquí se ofrecen están vertebrados por la corrupción como necesidad estructural del capitalismo en su conjunto y del Estado español en concreto. Aun así, no siguen un orden lógico en su presentación, no responden a un índice temático que facilite la exposición de una teoría general sobre la corrupción. En realidad, cada artículo que aquí aparece viene a ser una especie de prefacio a otro artículo o ponencia anterior, publicado y a libre disposición en internet, prefacio en el que se investiga muy brevemente sus relaciones con la corrupción.
Siguiendo el orden cronológico: el primer texto, que también hace de presentación de la serie, está escrito el 15 de abril de 2015 para relacionar siquiera rápidamente la corrupción en general con la crisis socioecológica, tema desarrollado en la ponencia Socialismo ecológico antiimperialista (II). El segundo es del 2 de mayo de 2015 y trata sobre la corrupción sindical, siendo una extensión del artículo 1 de Mayo entre la historia y el futuro. El tercero el del 13 de mayo y analiza la corrupción en el socialismo, a raíz del texto Origen y presente del socialismo. El cuarto es del 4 de junio y pretende hacer una crítica radical de la corrupción, refiriéndose al artículo Principio de radicalidad. Y el quinto es del 19 de junio y reflexiona sobre los efectos de la corrupción en el 24‑M, según la ponencia El 24‑M y la crisis internacional del nacionalismo español.
- La corrupción como necesidad estructural (15 de abril de 2015)
Una de las razones de ser de El Hurón es el hurgar en esos mundos oscuros a los que no se atreve a llegar la industria político-mediática, así que con este primer artículo abrimos una sección en la que intentaremos argumentar lógica e históricamente qué es la corrupción, cuál es su anclaje y función en el modo de producción capitalista que no sólo en el Estado español.
Como hemos dicho, la industria político-mediática no hurga con radicalidad en la razones materiales, sociales y culturales de la corrupción estructural de la sociedad española, pasividad que intenta camuflar al hacer de la llamada «lucha contra la corrupción» uno de sus apartados más rentables en lo económico. Es sabido que el morbo, la envía y el chismorreo de baja estofa, venden. Rentabilidad económica que puede traslucirse en rentabilidad política, aunque esta resulte ser menor de la esperada. Así lo sugieren la mayoría de análisis de los resultados electorales, al menos en el Estado español.
¿Por qué la lucha contra la corrupción ofrece tan limitado rédito político-electoral a los pocos partidos, grupos y colectivos que la investigan y denuncian? Porque el capitalismo español se ha formado históricamente sin la depuración de la podredumbre medieval realizada a sangre y fuego por una burguesía revolucionaria que, como sus hermana de clase, cortaba cuellos reales, aristocráticos y eclesiásticos, que expropiaba por la fuerza las inmensas propiedades de obispos y duques, que liquidaba el ejército e ilegalizaba la Santa Inquisición y la esclavitud, que desarrollaba un sistema judicial adecuado a los derechos burgueses, que avanzaba por primera vez en una política educativa y científica nunca antes existente, que racionalizaba el sistema de pesos, medidas y monedas, que reglamentaba la poca industria y el incoherente comercio, que…
Ninguna de estas necesarias conquistas democrático-burguesas se lograron de manera revolucionaria, vibrante y radical, como debiera ser para que arraigaran de manera irreversible en el subsuelo material y moral del débil capitalismo español. Algunas de ellas fueron desarrollándose parcial y lentamente no por la valentía burguesa sino por la negociación acobardada con las viejas clases dominantes, o incluso por gobiernos autoritarios y hasta dictaduras militares conscientes de que debían avanzar algo para no retroceder en todo hasta ser expulsados de su poder por los pueblos que malvivían en el Estado.
Iremos analizando la corrupción ‑las corrupciones- en esta nueva sección, bien mediante artículos específicos, bien con presentaciones de artículos y textos que en apariencia poco o nada tienen que ver con esta característica histórica del capitalismo desde sus balbuceos, mostrando en esas presentaciones la presencia interna de la corrupción en tales textos.
Por ejemplo, una de las decisiones políticas que multiplicaron exponencialmente la corrupción española fue la Ley del Suelo de 1997 dictada por el PP y «mejorada» en 1998. Liberalizado el suelo no urbanizable el capital se lanzó como una hiena sobre ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos y otras estructuras administrativas, estatales o no, para arramplar con cuanta mayor cantidad de suelo posible. La mayoría de partidos políticos vieron en esas leyes medios de enriquecimiento masivo e instantáneo. Y como la codicia es un valor inherente a la ética burguesa, la corrupción se multiplicó al instante para obtener las máximas ganancias aunque fueran por métodos ilegales. El capital financiero-inmobiliario, el famoso «ladrillazo», se unió a las grandes corporaciones energéticas y del transporte, y a la industria del turismo, para forrarse en esta nueva California del oro, pero ahora del billete de 500 euros. Casi al instante, una masa incontrolable de dinero criminal, del narcocapitalismo y de las mafias, se sumó al festín romano de cemento y droga: fue el famoso «milagro español» de la era Aznar.
No hace falta decir que fue la tierra, la naturaleza aún protegida mal que bien hasta entonces al ser pública y no urbanizable, la que pagó los costos de la explosión inacabable de corrupciones, banquetes y cacerías orgiásticas de una minoría crápula que se apropió de bienes y recursos naturales, privatizándolos.
Pues bien, el texto que sigue puede servir para dos cosas unidas en la praxis: entender correctamente cómo es la lógica ciega e irracional de la acumulación ampliada del capitalismo que actúa en lo subterráneo de la vida económica y social según nos es presentada por la industria político-mediática; y saber por tanto cómo podemos luchar contra su depredación.
- Corrupción sindical (2 de mayo de 2015)
Si bien la corrupción estructural que caracteriza al Estado español y a su economía ha vuelto a quedar al descubierto con la detención de Rodrigo Rato, que analizaremos en otro escrito, y en varios episodios recientes, ahora mismo queremos comentar algo básico sobre la corrupción en el sindicalismo reformista. Una de las razones que explicarán la debilidad de las manifestaciones y actos del sindicalismo reformista el próximo día 1 de mayo será la indiferencia por la corrupción sindical.
No hace mucho, hemos sabido que un histórico militante sindicalista asturiano, con altos cargos de responsabilidad en UGT, fue descubierto cuando intentaba lavar y legalizar más de un millón de euros que había acumulado mediante trampas, robos y chanchullos. Es difícil descubrir casos tan flagrantes de corrupción sindical como el ahora analizado porque son escasos, o eso deseamos…
El problema de la podredumbre en el sindicalismo reformista es, sin embargo, más grave, mucho más grave porque se desarrolla de manera normalizada, hasta legalizada, e imperceptible a simple vista. Solamente cuando se adquiere experiencia sindical práctica y cuando esta es reforzada por estudios teóricos e históricos sobre el caso, solo entonces se adquiere conciencia de la densa y pegajosa red de corruptelas, privilegios, ventajas y beneficios que caracterizan al sindicalismo reformista, el que no es sino un lubricante muy dúctil y fino de la mecánica de compra-venta de la fuerza de trabajo por la burguesía.
El sindicalismo que bajo la dictadura fue de lucha a la fuerza porque ya tenía una ideología interclasista, pasó a la «normalidad democrática» en muy poco tiempo. Un ejemplo fulminante lo tenemos en los demoledores Pactos de la Moncloa de octubre de 1977 que significaron la muerte del sindicalismo consecuente y del movimiento obrero con conciencia de serlo. A partir de esa fecha, se aceleró el desplome al «realismo sindical», claudicante, excepto muy contadas huelgas generales que nunca tuvieron como objetivo avanzar hacia la destrucción del sistema sociopolítico vigente, heredado del franquismo.
Fueron purgados y expulsados de las estructuras sindicales decenas de secciones sindicales críticas, ramas enteras de afiliados y delegados combativos que se enfrentaron al tsunami reformista; y su lugar fue ocupado por nuevos miembros sin apenas conciencia, que no se habían arriesgado apenas en la lucha sindical bajo el franquismo y mucho menos en la lucha clandestina político-sindical, carentes de la mínima formación política e intelectual, y obedientes al aparato, muy obedientes.
Hablamos del sindicalismo corporativo, amarillo, reformista, exclusivamente orientado a mediar entre los obreros y los empresarios según criterios de cooperación y colaboración de clase más que de enfrentamiento y lucha, y mucho menos de lucha de clases destinada a acabar con el sistema de explotación salarial. Este sindicalismo asume como principio que su función es la defensa de salarios y condiciones de trabajo mediante la negociación según las leyes existentes y sus cauces legales. Nunca forzándolos para ir más allá, a excepción de algunas huelgas a las que no tienen más remedio que sumarse para no quedar definitivamente descolgados de la dinámica social.
Sus delegados, afiliados y simpatizantes son formados en estos criterios, actúan en conformidad con ellos. En situaciones de «normalidad social», cuando la lucha de clases no ha entrado en una fase aguda y cuando la economía permite ciertas concesiones, el sindicalismo reformista está en su momento de gloria: puede presionar y obtener algunas victorias. Pero a la vez, los delegados van entrando en la red de araña que envuelve la compleja dinámica negociadora, el enmarañado sistema legal y el permanente contacto con la administración de la empresa.
Va surgiendo una casta sindical en proceso más o menos rápido de burocratización anquilosada y alejada de la realidad laboral diaria, cada vez más distanciada de las vivencias de las y los compañeros de trabajo, sobre todo de las mujeres, juventud precarizada y migrantes, que son los sectores más explotados, por no hablar de la llamada «economía sumergida» en donde reina sin tapujos la dictadura patronal. Se forma una gerontocracia burocratizada monopolizadora del saber legal, de los contactos y relaciones con la abogacía laboral, y entrampada en una forma de vida cómoda y estable, segura.
La patronal no es idiota. Sabe que la ideología reformista sindical crea en la mente de sus delegados una personalidad «democrática», «dialogante», comprometida con «los intereses colectivos» de la empresa. Sabe que muchos delegados no rechazan comidas pagada por la empresa en restaurantes de medio lujo después de las reuniones, no rechazan ciertas prebendas y diferencias de trato diario en comparación con los demás trabajadores, nimiedades cotidianas que mejoran su vida y la hacen menos dura.
Paulatinamente van limándose las ásperas aristas que impiden el «clima normal» necesario para las buenas negociaciones. Aparecen los «favores» de los que nadie se entera, excepto el patrón y el delegado, el que los concede y el que los acepta. Pero todo «favor personal» es una deuda sindical y política, y sobre todo es una derrota en la conciencia del delegado reformista. Junto a esto, el sindicalismo reformista ha abandonado todo programa sistemático de concienciación sociopolítica de sus miembros, limitandose a la estrictamente necesaria «formación técnica» en la acción sindical de «negociación y concertación». Tras varios años de inserción en esta mecánica legalista y mentalmente sumisa, el delegado termina aceptando o al menos no oponiéndose de ningún modo a la «normalidad».
Lo peor viene cuando estalla la crisis económica, cuando se esfuman en la nada las ilusiones de la «unidad de intereses», de la «armonía social» y el empresariado, la clase burguesa y su Estado aparecen al desnudo tal cual son en la realidad. Entonces el sindicalismo reformista muestra su podredumbre, esa corrupción moral y rastrera asentada en infinidad de corruptelas y chanchullos más o menos nimios, cotidianos, diarios incluso, que sin grandes «traiciones a su clase» y sin ostentaciones de suntuosidad consumista, ha ido pudriendo desde dentro cualquier atisbo de dignidad.
Las crisis desatan lo más inmoral y egoísta de la apenas invisible mentalidad corrupta del reformismo sindical, porque es en ellas cuando los delegados de una empresa no dudan en sacrificar a algunos o a muchos, incluso a todos, de sus antiguos «compañeros», aunque, lógicamente y por eso del «qué dirán» presiona para que se cierren otras empresas «salvando la suya» a costa de los «sacrificios salariales de todos», excepto de la patronal.
¿Nos sorprende entonces que cada vez menos obreros acudan a las manifestaciones y actos organizados por el sindicalismo reformista, mientras que aumenta la asistencia a las jornadas de lucha del 1 de Mayo organizadas por los sindicatos sociopolíticos, en especial lo que lucha por la liberación nacional de clase y antipatriarcal de sus pueblos y que atraen a la mayoría de la juventud obrera?
- Corrupción en el socialismo (13 de mayo de 2015)
Dijimos al presentar este apartado de El Hurón dedicado exclusivamente a la denuncia de las corrupciones, que comenzaríamos cada artículo con un análisis específico de las distintas formas de corrupción relacionadas con el contenido del artículo ofrecido en ese momento. Hasta ahora hemos visto la podredumbre generalizada del Estado español a raíz, entre otras cosas, de la ley del suelo dictada por el PP y sus repercusiones en la crisis medioambiental y socioecológica; también hemos hablado de la corrupción en el sindicalismo reformista, amarillo y corporativo a raíz del 1 de mayo.
Ahora nos enfrentamos a un problema cualitativamente diferente a los dos anteriores: la corrupción en el socialismo. Difiere en calidad porque mientras que la sociedad burguesa gira alrededor de la máxima acumulación individual de capital, o de dinero para entendernos ahora, obtenible incluso violando su propia legalidad, la militancia socialista se caracteriza por el contrario por una conciencia revolucionaria en la que el dinero, el capital, es el enemigo irreconciliable a batir. Como veremos, las corrupciones que ha habido en lo que podríamos denominar sin mayores precisiones como «países socialistas» han sido y son infinitamente menores en todos los sentidos que la estructural, endémica y necesaria corrupción capitalista.
Para corromperse, el militante socialista ha de serlo solo de boquilla, en la forma, con una conciencia muy débil en sus concepciones éticas que no tan sólo políticas y teóricas. La ética marxista es decisiva para superar las «tentaciones» de corrupción que surgen por doquiera en la sociedad capitalista, pero lo es mucho más todavía cuando se ha tomado el poder y surgen posibilidades de enriquecimiento, nepotismo, etc., como ha ocurrido.
Véase que hablamos de militancia socialista, es decir, de praxis revolucionaria comunista, y no de «afiliación socialista» en el sentido de estar afiliado a los partidos socialdemócratas, integrados en su burocracia y cobrando de ella y de las instituciones burguesas en las que se «trabaja» ‑ayuntamientos, diputaciones, gobiernos autonómicos, instituciones varias, servicios sociales y públicos, empresas públicas, ministerios y aparatos del gobierno, burocracias del Estado, etc.-, de modo que dejamos fuera de la militancia revolucionaria a estos pozos podridos de nepotismo, corruptelas y corrupciones varias.
También excluimos a la parte de la burocracia eurocomunista y de otras exizquierdas que se pasaron al reformismo blando o duro desde el famoso «desencanto» de la segunda mitad de los años 80, que paulatinamente fue enquistándose en la densa y pegajosa red de araña institucional, siendo abducida por el agujero negro de la «democrática corrupción». Recordemos aquella expresión peyorativa de «marxismo-ladrillismo» que había sustituido al marxismo-leninismo de los años 60 y 70 de algunas organizaciones y partidos políticos que se decían comunistas.
Y tenemos que reivindicar el honor y la ética comunista de miles de mujeres y hombres que nunca claudicaron ante los cantos de sirena del sistema dominante. Como militante independentista y socialista vasco que soy, reivindico la rectitud de la izquierda abertzale a la que nunca se le ha podido acusar de la mínima corrupción a pesar de la sofisticada y permanente investigación a la que es sometida desde su origen por todos los aparatos del Estado, así como por los partidos y medios de prensa unionistas y autonomistas. Están ansiosamente prestos a despedazar a la izquierda abertzale solo con el primer rumor de mínima corruptela por falso e interesado que resulte ser.
Partiendo de aquí, comparemos las situaciones históricas en las que han chocado dos poderes radicalmente opuestos: el capitalista y el pueblo trabajador, y veamos cuáles han sido las prácticas corruptas de ambas. Los órganos de poder de la revolución de 1848 chocaron con un régimen podrido, descrito brillantemente por Marx en su obra El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La lectura de este sorprendente libro nos descubre un mundo burgués infecto, pestilente, repulsivo hasta la náusea pero, debido a eso mismo, fiel espejo de la civilización del capital. La Comuna de París de 1871 se autoorganizó de manera democrática, comunera, descentralizada en muchas cuestiones y centralizada en las decisivas, la de defensa, por ejemplo, pero según Marx y Engels cometió el error de no haber sido suficientemente radical: debía haber nacionalizado la banca para así adquirir las armas y la comida que necesitaba vitalmente. La limpia ética comunera, que la marxista integra y asume, fue una lección al mundo entero que aún perdura en la memoria popular, mientras que la crueldad asesina de la contrarrevolución solo fue superada por la masiva corrupción de un régimen militar que únicamente deseaba recuperar sus propiedades y privilegios a costa de miles de muertos y deportados.
Una de las razones que explican el arraigo creciente del socialismo en el capitalismo industrial de finales del siglo XIX, y anteriormente del anarquismo en el capitalismo comercial y campesino, fue su coherencia moral y honestidad a toda prueba, comparada con la cínica doble moralidad típica de la burguesía y con la inmoralidad de las iglesias cristianas. En los Estados Unidos a la pestilencia de su clase dominante se le sumó la corrupción de sus mafias armadas privadas que, en connivencia con policías y jueces, asesinaban trabajadores y sindicalistas. La revolución de 1905 en Rusia y la oleada de luchas en otros países volvieron a demostrar que emancipación popular y corrupción se repelen como el aceite y el agua. Otro tanto sucedió en la revolución mexicana de 1910 realizada por pueblos explotados que, además de otras reivindicaciones, exigían acabar con los caprichos y cambalaches de los grandes hacendados.
La revolución bolchevique de 1917 fue también otro ejemplo incuestionable, y lo ha seguido siendo en parte hasta finales de la década de los años 80. La corrupción generalizada solo se impuso tras la disolución del PCUS, al desaparecer los controles que la frenaban. No es que no hubiera prácticas corruptas, las había y cada vez más desde que el grupo de Brézhnev terminara de controlar los resortes del poder en la segunda década de los años 60, aumentando progresivamente a costa del desarrollo global de la URSS. La famosa «perestroika» iniciada en 1985 tenía también como objetivo acabar con tales prácticas que gangrenaban aún más una situación que hacía aguas. Sin embargo, la diferencia cualitativa y objetiva entre las corrupciones de aquel sistema y las capitalistas es que aquellas se realizaban en su sistema en el que no existía propiedad privada de las fuerzas productivas, como en el capitalismo, régimen en el que pertenecen a la burguesía. No había derecho de herencia de grandes propiedades, es decir, el enriquecimiento por corrupción, crimen, ilegalidades, etc., inherente a la civilización del capital, no podía privatizarse ni acumularse en una única familia, ni menos aún clase social en el sentido marxista del concepto.
Se fue formando una casta –nomenklatura- que sí detentaba poder estatal y que sí obtenía beneficios socioeconómicos por su posición: mejores casas, coches oficiales, mejores y más bienes de consumo, posibilidades de viajar al extranjero, muy pequeñas acumulaciones de propiedad básica individual, etc., pero apenas más. Para que esta casta diera el salto a clase social propietaria privada de las fuerzas productivas, tuvo que vencer la contrarrevolución que (re)instaló un capitalismo tan podrido como los demás, pero con la diferencia de que en el ruso esa podredumbre era pública porque no tenía tiempo para ocultarla legalizándola. Hay una demostración contundente que confirma lo exiguo de la acumulación de propiedad individual en las castas de aquel sistema: conforme se hundían los llamados «regímenes del Este» la prensa capitalista se desesperaba porque no encontraba grandes fortunas privadas en los dirigentes y por tanto no podía manipularlas como ejemplos para demostrar la superioridad del capitalismo. No existe punto de comparación entre las pobres fortunas personales y no heredables de la nomenklatura y las gigantescas propiedades burguesas del imperialismo. Tampoco lo existe si queremos compararlas con las fortunas privadas acumuladas por los reyezuelos, militarotes y tiranos de toda laya que el imperialismo ha puesto y depuesto en el mundo entero para defender sus intereses.
La tendencia al aumento de la corrupción en los «países socialistas» se acelera en la medida en que se desarrolla el llamado «socialismo de mercado», que como tal es imposible en sí mismo: o existe el primero o existe el segundo. Esto ya se demostró al poco tiempo de existencia de la NEP en la URSS desde comienzos de 1921, que intentaba reactivar la destrozada economía mediante la concesión de algunos derechos de «economía privada», o «segunda economía», es decir, de capitalismo incipiente supeditado al control del Estado y de la democracia socialista. Fue el atraso zarista, la guerra de 1914, la contrarrevolución internacional desde inicios de 1918 y el sabotaje masivo de la burguesía y la clase terrateniente rusa la que arruinó el país obligando a la instauración de la NEP como medida desesperada de supervivencia. Sin poder desarrollar ahora esta decisiva cuestión, hay que decir que desde entonces, con altibajos, la pugna entre mercado y planificación estatal ha recorrido la historia práctica y teórica del socialismo hasta hoy mismo, y la recorrerá siempre que siga creyéndose que el socialismo es compatible con el mercado que es el foco de las corrupciones y del capitalismo dentro del socialismo.
Nada de esta pugna a muerte puede entenderse sin otros cuatro conceptos imprescindibles: democracia socialista y Estado obrero; comunidad internacionalista de Estados obreros; casta burocrática y Estado corrupto; y agresión imperialista. Según contextos y coyunturas la interrelación de estos cuatro vectores básicos puede explicar la evolución de las corrupciones dentro del «sistema socialista». El caso de China Popular es paradigmático: la opción oficial por el «socialismo de mercado» de los años 90 y comienzos del siglo XXI se ha vuelto en opción por una especie de «capitalismo socialista» en el que el primer componente va devorando al segundo mientras que aumentan las resistencias populares y la corrupción específicamente burguesa ‑se permite la afiliación al PCCH de grandes capitalistas, por ejemplo- ha penetrado en el interior del partido, a pesar de las periódicas purgas extremas que llegan a ser ejecuciones de altos burócratas. Múltiples formas de corrupción se mantendrán y aumentarán conforme decrezca la propiedad estatal y aumente la propiedad mixta y sobre todo privada, en especial la de las grandes corporaciones chinas que ya explotan no sólo al pueblo trabajador chino y a las etnias internas, sino también a otros pueblos y naciones en el mercado mundial con su expansión subimperialista.
Concluyendo, un reto decisivo para el socialismo presente y futuro es el de luchar contra la corrupción en sí misma, sea en el interior de los «países socialistas» como en el capitalismo. Para ello es imprescindible recuperar la ética marxista, la teoría de la transición revolucionaria al comunismo y a la vez, la implacable lucha contra la burocratización de las organizaciones políticas, sindicales, sociales, culturales, etc., que se dicen socialistas, porque uno de los primeros focos de corrupción es la burocracia interna.
- Critica radical de la corrupción (4 de mayo de 2015)
Como se dice al inicio del artículo que sigue, ser radical es ir a la raíz de las cosas. Siguiendo con nuestro objetivo en El Hurón de relacionar la temática del artículo que se ofrece con la corrupción como necesidad estructural del capitalismo, hoy vamos a ser radicales en una de las fundamentales facetas de la corrupción.
En el capitalismo la lucha contra la corrupción no concluirá nunca hasta que no se llegue a su raíz, es decir, a la producción de plusvalor que ha de transformarse en plusvalía y en ganancia. Muchos son los frenos, obstáculos y muros que dificultan y hasta paralizan el circuito entero que se inicia en la producción, pasa por la circulación, se materializa en el beneficio y, tras necesarias operaciones, vuelve a empezar a una escala superior de producción ampliada.
Las crisis parciales, sectoriales, de ciclo corto que estallan en el capitalismo con más frecuencia de lo que creemos, son en realidad resultado de la interacción confluyente de todas las contradicciones particulares insertas en el interior de esas formas específicas del proceso de valoración del capital: crisis industriales, de servicios, financieras, etc. Pues bien, una de las formas más comunes de las empresas para adelantarse a esas crisis es la corrupción que sirve de aceite que lubrica el funcionamiento integrado de las diversas instancias que forman la esfera industrial, mercantil y comercial, de servicios… de los capitalismos concretos.
Estudios recientes muestran que en el capitalismo español nada menos que el 69% de los directivos reconocen que aceptan sobornos y corrupciones, habiendo aumentado cuatro puntos desde 2013. El capitalismo más corrupto es el portugués, con un 82% de empresarios que reconocen aceptar sobornos y corrupciones, siguiéndoles a la par los de Grecia y el Estado español, estando la media europea en un 35% y siendo el último Dinamarca con el 4%. La media de sobornos y corrupción en los BRICS es del 61%. El sibaritismo de la corrupción empresarial se aprecia sabiendo que el 34% de los sobornos son regalos personales, el 31% regalos para el ocio, y el 16% dinero en metálico.
De cualquier modo, hay que saber que los porcentajes son mayores en la realidad porque la gente, y más los burgueses por su cínica doble moral, tiende a mentir en las encuestas que estudian su comportamiento ético presentándose como mejores de lo que son, más demócratas y tolerantes, y menos reaccionarios e intolerantes. También exageran en las encuestas sobre sus prácticas sexuales, disminuyendo su miseria sexual, como también ocultan su pobreza económica.
Los sobornos, la mordida, los sobres, los regalos, los porcentajes, forman parte de la «cultura económica» española ‑y también política – , como se afirmaba en un especializado blog económico el pasado 15 de mayo, de manera que «la corrupción es el modus operandi de los negocios en España», una «cultura» que se ejerce con tal desvergüenza y descaro que la percepción social de las corrupciones que se tiene en el Estado español es superior a la que existe en Italia, Egipto, Turquía o Rusia, que deben ser dechados de virtudes calvinistas en los negocios.
Pero la corrupción en el Estado español está garantizada y reforzada por la altísima tasa de «economía sumergida» que si en 2008 representaba el 16,8% del PIB estatal ha subido al 24,6% en 2014 como respuesta a la crisis. Otras estadísticas sugieren que con la activación estival de la industria turística, ese porcentaje puede llegar al 30% en los meses veraniegos. Pero las grandes empresas no pueden dar lecciones de moralidad a la «economía sumergida» porque al amparo de la crisis las empresas del Ibex 35 han aumentado en un 44% su presencia en los paraísos fiscales.
La corrupción es consustancial a la «economía sumergida» como las mafias son inherentes a la «economía criminal» que mueve miles de millones de euros. Solo en La Línea de Cádiz, donde la tasa de desempleo llega al 40%, 30 mafias controlan el masivo trasiego de contrabando dando «empleo» a miles de familias que mueven un «negocio» valorado en centenares de millones de eruos, lo que supone un fraude de 325 millones de euros a la Hacienda española. Pero estas cifras son muy pequeñas si tenemos en cuenta la totalidad de la llamada «economía criminal» en el Estado español.
Ahora bien, solo estamos tocando la superficie del problema, las ramas del árbol. Si queremos atacar radicalmente la corrupción tenemos que saber los límites de las propias leyes burguesas anticorrupción para no caer en el pozo reformista que cree que el llamado «sistema democrático», además de «neutral e imparcial» tiene instrumentos legales que acaban con la corrupción o la debilitan al máximo. Por ejemplo, la prensa ha aplaudido con las orejas al informar que la Reserva federal y el Departamento de Justicia de Estados Unidos han multado con ¡nada menos! que 5.200 millones de euros a cinco grandísimos emporios financieros por sus trampas trileras: J.P. Morgan, Citigroup, Barclays, RBS y UBS; han manipulado durante cinco años los tipos de cambio de divisas.
Sin embargo esa multa es irrisoria por dos motivos: porque justo toca a algo más de 1000 millones de euros por banco, algo apenas ridículo para estas gigantescas corporaciones; y porque a buen seguro que los abogados y consejeros de estos y otros bancos habrán calculado con antelación qué ganancia neta obtienen con sus negocios ilegales una vez pagadas las multas recibidas. En efecto, se calcula que las ganancias ilegales obtenidas durante estos cinco años superan los 9.000 millones de euros, o sea más de 4.000 millones de euros de ganancia neta después de haber «cumplido con la justicia».
No es nada nuevo en la historia del capitalismo: se trata de la «contabilidad en B» que es tan vieja como los primeros tratados de contabilidad en el norte de la Italia renacentista. Lo cierto es que estas multas se han impuesto varios años después de que la alocada e incontrolable ingeniería financiera rompiera las débiles barreras de contención haciendo estallar la crisis actual que va generando otra vez burbujas especulativas muy parecidas a las de entonces. La diferencia es que ahora son determinados Estados los que protegen las cuentas reales de las grandes empresas: a finales de 2014 se supo que Luxemburgo daba un trato de favor a más de 300 grandes transnacionales para que pagasen menos impuestos.
A finales del siglo XIX se fundó el banco HSBC cuya principal función consistía en administrar y hacer rentables los ingentes beneficios que el colonialismo europeo extraía de las plantas de opio en Asia y sobre todo de la vencida China. HSBC fue expandiéndose por el mundo especialmente a partir de 1920, siempre relacionado con los «negocios oscuros», de modo que en 2007 sus beneficios ascendieron a 24.000 millones de dólares estadounidenses, siendo el 60% de ellos procedentes de las economías emergentes.
Una investigación demostró que en entre 2007 y 2008 el HSBC había «lavado» alrededor de 9.000 millones de dólares estadounidenses procedentes del narcotráfico y otros «negocios» solamente en México y en las Islas Caimanes. Otras cifras sobre actuaciones similares del banco entre 2006 y 2008 hablan de 15.000 movidos entre México y Rusia, por citar sólo algunos datos. A finales de 2012 pagó una multita de 1.900 millones dólares estadounidenses por sus actuaciones ilegales.
Pero si de las ilegalidades de las grandes corporaciones financieras pasamos a las formas de «hacer negocio» que se mueven justo en los bordes de lo permitido, es decir, a los llamados lobbys vemos que Microsoft está a la cabeza de los 7.500 lobbys que funcionan en Bruselas y que Google es la firma que más dinero invierte en sus «consejos comerciales» en Washington. Se calcula que en la Unión Europea, y sobre todo en Bruselas, actúan unos 30.000 lobbystas, mientras que el número de funcionarios es de 60.000, que en la Eurocámara aconsejan a los políticos de turno: un lobbysta para «aconsejar» a dos funcionarios, tarea fácil.
Por tanto, en el capitalismo ‑recuérdese lo que anteriormente escribimos sobre la corrupción en el socialismo- la corrupción solo irá desapareciendo en la medida en que lo hagan el capital financiero-industrial y la producción de mercancías. Volveremos sobre esta decisiva cuestión.
- Corrupción y 24‑M (19 de mayo de 2015)
En esta introducción para El Hurón del artículo sobre las elecciones municipales y autonómicas del pasado 24‑M, nos enfrentamos a uno de los análisis más complejos y difíciles de realizar sobre los resultados globales, y sobre los particulares de las negociaciones, pactos y repartos posteriores, que es, sin duda, el de la influencia política de la corrupción, el de calibrar con alguna aproximación cuánto voto han podido perder la dos grandes fuerzas políticas en el Estado español debido a la corrupción. Intentaremos analizar muy brevemente qué posibles influencias ha podido tener en dichos resultados la corrupción estructural que caracteriza al capitalismo español y a su Estado.
Una de las razones que explican esa dificultad, probablemente la fundamental, estriba en que la corrupción normalizada no es mal vista en el Estado, y menos en lo que se denomina «mundo empresarial», tal como hemos expuesto en artículos anteriores. Esto hace que solo sea cuantificable y calificable en sus expresiones manifiestas, pero apenas en la anodina vida cotidiana.
Otra de las razones es que la llamada «ciencia social», la sociología, para entendernos, no está capacitada para estudiar las corrupciones por dos obstáculos cualitativos insuperables para esta llamada «ciencia social»: uno, que la raíz de la corrupción es la misma que la raíz de la economía mercantil desde sus orígenes históricos; y, otra, que esta raíz se entrelaza rápidamente con otras motivaciones sociopolíticas formando una totalidad, cuyo estudio exige recurrir al método dialéctico, algo también imposible para el mecanicismo positivista y neokantiano de la sociología que, con su célebre «cuantofrenia» denunciada por Sorokin, absolutiza el individualismo metodológico burgués.
Resultado de ello es que la sociología ni quiere ni puede prestar atención a la unidad entre economía y política, unidad que tiene en las corrupciones uno de los engranajes de influencia recíproca más efectivos. Si la sociología intentase profundizar en las relaciones político-económicas tendría que hacer un doble esfuerzo: superar sus propias limitaciones pero también las de la contabilidad de la economía capitalista. La entera estructura conceptual de la economía política está diseñada para negar u ocultar lo más posible la explotación asalariada, el proceso de extracción de plusvalía mediante la explotación burguesa de la fuerza de trabajo. La ignorancia sociológica al respecto es involuntaria solo en parte, frecuentemente es consciente: estricta voluntad de no saber qué es y cómo funciona el modo de producción capitalista.
Ahora bien, la cuantificación sí sirve para descubrir algunos efectos externos que nacen de las internas contradicciones del capitalismo. Permite saber, por ejemplo, que la corrupción supone aproximadamente el 1% del PIB de la Unión Europea; que las mafias ganan alrededor de 5.500 millones de euros anuales con tráfico de personas de África a Europa y de Nuestra América a Estados Unidos, y que han obtenido no menos de 15.700 millones de euros en los últimos quince años con el tráfico humano entre África y la Unión Europea; que el narcotráfico y la prostitución suponen el 0,85% del PIB del Estado español; que en 2014 aproximadamente el 33% de la clase obrera del Estado trabajase en «negro», con el demoledor impacto que ello supone para la recaudación fiscal, ya de por sí muy debilitada por las «amnistías» fiscales, prebendas, ventajas y descuentos legales que el Estado burgués concede a las grandes fortunas, mientras que casi 1.300.000 pequeños ahorradores han sido estafados en menos de diez años mediante las «ofertas preferentes» de la banca.
Todo esto y más puede descubrir la contabilidad económica siempre que tenga medios adecuados y sobre todo voluntad política, lo que depende de las disputas entre las fracciones de la burguesía, las presiones del reformismo y la fuerza de masas de la izquierda, cuestión sobre la que nos extenderemos en otros escritos. A pequeña escala también es difícil luchar contra la corrupción en talleres, bares, restaurantes y comercios, aunque se incoen expedientes a algo más de un centenar de talleres de coches en la Comunidad de Madrid; o como en el caso de la Comunidad Autónoma Vasca se «descubra» que el 90% de los bares y restaurantes tienen contabilidad B: casi al instante han respondido asociaciones de pequeños empresarios poniendo en solfa o minimizando el asunto incluso con argumentos legales basados en las ambiguas lagunas de la jurisprudencia al respecto. De cualquier modo, una doble contabilidad bien manipulada deja un beneficio extra aún después de haber pagado la multa siempre que la ley vaya por detrás de la trampa
La corrupción estructural en lo económico se materializa en lo sociopolítico mediante complejos y múltiples canales a través de los que se redistribuyen parte de los beneficios legales e ilegales, también «grises», que siempre nos remiten a alguna forma de ganancia directa y/o indirectamente material: dinero, regalos, sexo, poder, influencias, etc. Más aun, en las intrincadas redes relacionales cotidianas, siempre dependientes del reparto de estos y otros beneficios y lubricadas por este mismo reparto, laten los embriones de formas micro mafiosas de acción económica y sociopolítica: que no lleguen a dar el salto a pequeñas organizaciones que bordean la ilegalidad puede ser debido a muchas razones.
Lo fundamental es que estas corruptelas de baja intensidad de la que ya hemos hablado en alguna ocasión y a las que tendremos que volver en otros comentarios por su enorme importancia, son extremadamente difíciles de cuantificar y menos en los resultados electorales porque su masiva penetración cotidiana está asentada y asegurada por la quíntuple función del dinero como medida del valor; medio de circulación; medio de acumulación; medio de pago y como dinero mundial. La totalidad de la vida social está determinada por esta quíntuple función del dinero, determinación tanto más omnipotente cuanto que además está desmaterializada por el perverso y reaccionario efecto del fetichismo de la mercancía.
La normalidad cotidiana con la que se acepta y practica esta «pequeña» corrupción surge de la imbricación de los factores expuestos dentro de la vida más o menos precaria, pero siempre precaria, que sufre la población explotada que vive de salario directo, social, público, diferido, indirecto. La burguesía tiene otra forma de ver y practicar la corrupción. Solamente cuando la amarga experiencia acumulada durante varios años en los que, junto a los efectos empobrecedores de la crisis, las masas van viendo que la corrupción y la podredumbre generalizadas multiplican su malestar a la vez que enriquecen a la minoría en el poder, solo entonces empiezan a notarse los directos efectos políticos que causa la podrida realidad corrupta, pero no siempre sucede así.
La sociología no está preparada para investigar ‑ni tampoco quiere hacerlo- las concatenaciones entre los procesos socioeconómicos y psicopolíticos que, bajo la presión de las corrupciones múltiples, terminan influyendo en los resultados electorales. En los últimos años han emergido a la prensa tantas corrupciones soterradas durante tiempo que han sido uno de los detonantes del drástico agravamiento de la crisis internacional del nacionalismo español. Nos encontramos ante la clásica sinergia de contradicciones parciales que generan una compleja contradicción cualitativamente superior cuyo estudio exige el empleo del método dialéctico, verdadero «satán bolchevique» para el academicismo neokantiano de la sociología «neutral», subvencionada por empresas privadas y burocracias estatales. A pesar de la innegable actualidad e influencia sociopolítica y económica de la corrupción estructural, multiplicada en los últimos años, es extremadamente difícil encontrar investigaciones serias realizadas desde la sociología.
Nuestra búsqueda ha dado muy pocos resultados, exceptuando los cuatro textos que citamos, y el cursillo de verano sobre la corrupción política organizado en Donostia por la fiel UPV, utilizado por el PNV, en representación y defensa de la burguesía vasca, para emborronar el problema. Los cuatro textos son: F. Gordillo, J.M. Arana, L. Mestas y J. Salvador: «Compatibilidad y confianza entre votante y candidato ¿Es posible un sistema de votación más justo?», Psicología Política, Valencia, nº 45, 2012, pp. 27 – 41. R.F. González; L.F. García y Barragán y F. Laca Arocena: «Validación de una batería para identificar el papel de la ideología en las decisiones electorales», Psicología Política, Valencia, nº 49, 2014, pp. 59 – 82. Sandro Giachi: «Dimensiones sociales del fraude fiscal: confianza y moral fiscal en la España contemporánea», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid, nº 145, 2014, pp. 73 – 98. Y J. Mª García Blanco: «Burbujas especulativas y crisis financieras. Una aproximación neofuncionalista», Revista Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid, nº 150, 2015, pp. 71 – 88.
Dejando de lado otras críticas comunes a los cuatro artículos que nos remiten a lo arriba expuesto sobre las limitaciones de la «ciencia social», sí hay que decir que aunque sus temáticas tienen relaciones estrechas y hasta muy estrechas con la corrupción, y a pesar de que han sido escritos en unos años en los que la corrupción y las elecciones están en primera plana mediática por razones obvias, pese a ello las corrupciones no están presentes. Como si no existieran. Semejante vacío impide conocer una de las motivaciones ideológicas y psicopolíticas que están determinando el ciclo electoral en el que estamos inmersos.
Antes de seguir debemos advertir que una cuestión muy importante a tener siempre en cuenta es el tipo de elecciones que analicemos –municipales, forales y autonómicas, estatales y/o europeas‑, diferencia que en determinados contextos y coyunturas, y sobre todo realidades de naciones oprimidas, pueden llegar a ser determinantes. Pero ahora, en este texto y por exigencias de espacio y tiempo ya que solo podemos analizar tendencias muy generales, nos vemos en la necesidad de soslayar tales diferencias recordándolas cuando sea imprescindible.
Conviene recordar que durante los años de burbuja financiero-inmobiliaria y de aparente «progreso económico», aumentó el endeudamiento de las clases trabajadoras debido a las políticas de los gobiernos del PP desde 1996 potenciando un irracional y suicida consumismo que reforzaba la sensación de «libertad». En esta coyuntura, las noticias sobre la corrupción apenas generaban efectos político-electorales si los comparamos con los actuales: en 2000 el PP obtuvo el 44,5% del censo, casi seis puntos más que en 1996. Con semejante apoyo masivo la burguesía desplegó triunfante su cínica doble moral: rezar y corromper. Pero un rosario de escándalos, manipulaciones y desprecios ‑Prestige, Foto de las Azores, manipulación de los atentados islamistas en Madrid, etc.- dieron la victoria en 2004 al PSOE con el 42,64%, mientras que el PP se desplomaba al 37,33%.
A finales de 2004 el llamado «milagro español» parecía tener visos de eterna realidad y el sistema político no prestó atención ninguna a las crisis internacionales que desde la mitad de los años 90, si no antes, anunciaban la proximidad de una debacle que ya para 2006 aparecía como inminente. Al calor de la ficción, el PSOE volvió a ganar en 2008 subiendo incluso al 43,87% quedándose el PP en el 39,94%. Los primeros datos de la gran crisis aparecieron en Estados Unidos a finales de 2006 y estallando en 2008, momento en el que las ya endeudadas clase trabajadora, «clase media» y pequeña burguesía de los pueblos oprimidos por el Estado empezaron a cerciorarse de que sus deudas eran cada vez más pesadas, que se hundía la capacidad de compra, que ascendía el paro, que el gobierno no sabía qué hacer, y que la corrupción además de generalizada arruinaba a muchos y enriquecía a pocos.
Se había gestado la «tormenta perfecta»: durante 2010 se agudizaron estas y otras certidumbres agravadas por los primeros recortes sociales aplicados por el PSOE y sobre todo por el PP de Madrid con sus salvajes ataques a servicios públicos básicos como sanidad, educación, transporte…, precisamente en la ciudad más endeudada del Estado debido a la mezcla explosiva de corrupción, neoliberalismo e ineficacia del PP. En la primavera de 2011 surge la indignación y las mareas sociales como síntesis de una interacción entre espontaneidad y grupos, colectivos y asociaciones de base organizadas activas muchas de ellas desde las protestas contra la invasión de Irak en 2003; en ese verano se reforma el artículo 135 de la Constitución por presiones exteriores, y en noviembre el PSOE pierde el gobierno al hundirse en el infierno del 28,73% y el PP toca el cielo con el 44,62%. En la Comunitat Valenciana, emporio de podredumbre, el PP obtuvo la friolera del 48,61%. En el Principat catalá las toleradas corruptelas de CiU no impidieron que ganase en 2010 con el 38,43%, varios puntos más que en 2006.
La aplastante victoria del PP en 2011 y en ascenso de CiU en 2010 significaba que la corrupción todavía no era un problema grave para una amplia masa de votantes. Dentro de las mareas sociales, de los indignados, del 15M, de otras luchas obreras y populares aumentaba rápidamente la conciencia crítica sobre el terrible efecto de las corrupciones y su conexión interna con la debacle socioeconómica y la incapacidad política, pero aún era una conciencia restringida a sectores intelectualmente formados y combativos. Iba a hacer falta la fusión en la malvivencia cotidiana de empobrecimiento masivo, represión creciente, reivindicaciones nacionales, corrupción ostentosa, crisis galopante y avance organizativo de las luchas populares, entre otras condiciones, para que la «tormenta perfecta» se transformase en «crisis perfecta» del bipartidismo.
Que algo sí empezaba a cambiar se pudo intuir en el retroceso de CiU del 38,43% de 2010 al 30,68% en diciembre de 2012: un retroceso incomprensible si no tenemos en cuenta la diferencia cualitativa que impone la opresión nacional española que agudizaba el ascenso soberanista e independentista, pero que, en cuanto sociedad con uno de los mayores niveles de corrupción del Estalo, sí podía expresar el creciente rechazo social de esas prácticas, como se comprueba con el retroceso de CiU al 21,49% en 2015, aun admitiendo que la derecha catalanista tiende a bajar en las municipales para recuperarse en las autonómicas y estatales.
Otros indicios sobre movimientos de fondo los encontramos en las elecciones europeas de 2014 y en las autonómicas andaluzas de comienzos de 2015. Comparando las europeas de 2009 con las de 2014, salvando también todas las distancias, vemos las espectaculares caídas del PP del 42,12% en 2009 al 26,06% y del PSOE del 38,78% al 23%, y la irrupción de Podemos con el 7,97%. En cuanto a las andaluzas se repite el desinfle del PP que en 2012 tuvo el 40,66% bajando al 26,72% en las adelantadas de 2015, mientras que el PSOE retrocedió del 39,52% al 35,43%, apareciendo podemos con 14,84%. Pensemos una cosa: si al 9,28% de C’s le sumamos el porcentaje del PP tenemos que la derecha más españolista obtuvo el 36% en Andalucía. Resulta significativo que en su conjunto el bipartidismo en Andalucía ‑PSOE y PP/C’s- baje por igual, poco más de cuatro puntos, teniendo en cuenta la enorme corrupción político-sindical.
En las municipales estatales de 2007 el PP tuvo el 36,1%, en 2011 el 37,53% y en 2015 el 27,05%. Por su parte la evolución del PSOE ha sido el 35,31%, 27,79% y 25,02%, respectivamente. Sumando los resultados entre los dos grandes partidos, vemos que en las municipales del 2007 llegaron al 71,41% del censo, bajando al 65,32% en 2011 y cayendo al 52,07% en 2015; es decir, el bipartito ha perdido el 19,34%. Como venimos diciendo, es muy difícil cuantificar con alguna exactitud la influencia de la corrupción en este retroceso. Sabemos que C’s, con su demagógica campaña de «limpieza», ha obtenido un muy magro 6,55% a pesar de los altibajos del apoyo mediático. Si sumamos PP y C’s vemos que el nacionalismo español más reaccionario ha obtenido el 33,60% comparado con el 37,53% de las municipales de 2011, solo un 3,93% menos: poco castigo «limpiador» para tanta corrupción.
Es más arriesgado hacer estas mismas cuentas entre el PSOE y Podemos e IU y otras candidaturas surgidas recientemente, porque la mayoría no existían en las municipales de 2011. A todo esto hay que añadir un dato muy significativo: la participación ha sido del 63,27% en 2007, el 66,23% en 2011, y el 64,93% en 2015, o sea, que la abstención ha aumentado un 1,30% en medio de la «crisis perfecta», lo que ha ido sobre todo en detrimento de la derecha, pero no en forma de oposición frontal a su política y a su corrupciones, sino como llamada de atención dentro del mismo bloque reaccionario.
Resumiendo, todo indica que los efectos de la corrupción han hecho más daño al centrismo reformista de PSOE-Podemos, y a las fuerzas de izquierda que le han apoyado o se han presentado por su cuenta, que al bloque de centro derecha hegemonizado por el PP. Las encuestas de intención de voto para las próximas elecciones generales de noviembre de 2015 realizadas tras el 24‑M sugieren, hasta ahora, una relativa tendencia a la recuperación del PP y del PSOE a costa de un estancamiento de C’s y Podemos, respectivamente. De confirmarse esta dinámica de recuperación se validaría la tesis de que no debemos sobrevalorar el efecto concienciador de las corrupciones en la lucha por democratizar la política estatal ya que, en realidad, está arraigado en lo más hondo del nacionalismo español, lo que resulta muy preocupante, muy preocupante, como iremos viendo.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria
23 de junio de 2015